LOS TIEMPOS DE ALAIN RESNAIS

“Demasiado inteligente”, como lo definió Polanski, “enigmático”, “cerebral”, o “demasiado romántico para el presente”, como lo calificó un crítico. Su actriz Emmanuelle Riva (Hiroshima mon amour) dijo que “poseía un modo único de avanzar en lo desconocido, de buscar, de espiar transparencias”. ¿Cuánto de eso seguirá siendo válido hoy cuando celebramos su centenario?

En los audaces años sesenta el francés Alain Resnais (1922-2014), era el epítome del autor de películas intelectuales y aburridas, pero que había que ver por lo modernas y adelantadas a su época que parecían. La etiqueta la compartía con Godard y Antonioni los cuales, sin embargo y aunque hoy parezca increíble, le tomaban delantera en la taquilla.

Quizás si los misterios recónditos de los infinitos pasillos de su cine parecían destinados a la nada. El tiempo ha ido aclarando esos laberintos, a ratos deslumbrantes, pero habría que revisar si eso les ha hecho perder seducción y misterio a favor de explicaciones e ideas ordenadas y clasificadas en el estante de la razón.

Si el cine de Godard tomó como referencia al de Vertov (incluso fundó un grupo con su nombre), el de Truffaut al de Renoir, Chabrol al de Hitchcock, Resnais, compañero de rutas de todos ellos, aparentemente no tuvo modelo, ni mentor, ni afinidad con un estilo determinado.

Tuvo un carácter formal que alguien llamó estilo Resnais, lo que a él disgustaba debido a su permanente interés de renovación. Pero aun así sus obras más famosas pueden reconocerse fácilmente por sus movimientos de cámara, sus temas de la memoria, su impecable montaje y su opulencia visual, deudora de una cultura estética fogueada en la realización de documentales de arte, que serían la primera gema de la corona de su fama.

DOCU  MENTALES

Cuando en 1950 el cortometraje documental Van Gogh obtuvo el Oscar al cortometraje en esa especialidad, su realizador ya era un veterano en un formato prestigioso en el cine francés y lo confirmaría todavía por algunos años.

Vista hoy, esta biografía del pintor holandés sigue siendo admirable por su capacidad de narrar única y exclusivamente utilizando los cuadros del propio artista. Centrándose en encuadrar partes de las pinturas (nunca se ven los bordes de los cuadros) y siguiendo las sinuosidades de sus famosas pinceladas, el documental hace sentir las emociones de un alma atormentada por una intensidad expresiva que tuvo pocas pausas, pero sí muchas explosiones.

La asertividad de la cámara y el montaje dan cuenta de un mundo de formas plásticas que dicen mucho más sobre la mente del pintor que los temas que él quería ilustrar.

Las estatuas también mueren (1953), co-realizada con Chris Marker (1921-2012), busca re-calificar el mal llamado arte primitivo africano y darle un estatuto de alta expresividad cultural, que sería arrasado en sus bases por causa del imperialismo europeo.

Rico en ideas y en lecturas nuevas sobre un arte que nunca conoció la imposición del parecido, sino que solo la de la expresividad radical, el documental posee una mirada certera sobre el concepto de tiempo de una cultura, alterado trágicamente por la intervención de otra.  Aquí ya se anuncia un autor con un estilo y una posición política definidas. Además de un grado de reiteración temática propia de todo gran creador.

Noche y niebla (1955) es probablemente uno de los títulos más famosos del autor, aquel en que aparece formulado por primera vez explícitamente el tema de la memoria, del tiempo y de lo inefable de los fenómenos colectivos. Utilizando material de archivo de guerra filmado por los nazis y mezclado con otro filmado por él en colores en los campos de concentración, es un documento estremecedor, a ratos difícil de ver, pero al mismo tiempo de una gran belleza. La cámara avanzando sobre los rieles del tren que lleva a Auschwitz, por los largos pasillos vacíos de camarotes y dependencias, que se detiene frente a la puerta de un horno, o que recorre las huellas de los arañazos en la pared interior de una cámara de gas. Nacht und nebel era una marca que debían llevar algunos de los prisioneros. Una obra mayor que forma parte de la conciencia colectiva.

Fotograma de Noche y niebla.

El canto del estireno (1958) significó un cambio radical de tema. Quizás influenciado por los documentales del holandés Bert Haanstra (1916-1997),  hizo de las formas industriales un poema de abstracciones en movimiento, retrocediendo desde el producto plástico terminado hasta el origen acuoso de la materia sintética que lo compone, el estireno justamente.

Fue entonces cuando le encargaron un documental sobre Hiroshima.

EL TIEMPO (RE) CONSTRUIDO (IDO)

Hacia fines de la década del cincuenta, las heridas de la guerra cicatrizaban en las ciudades europeas. Los temas de la memoria circulaban ya en la pantalla con el desplante de un arte que se sabía digno portador de unos significados anteriormente vistos como propios de la literatura. Ya Proust, Joyce y Kafka habían alcanzado su ubicación en la gran cultura, y el cine -después del neorrealismo- parecía decidido a reclamar un lugar de similar prestigio.

Dos grandes obras del cine japonés habían marcado la década, al explorar la subjetividad del transcurrir. Rashomon y Vivir,ambas de Akira Kurosawa, habían impactado a los espectadores europeos con sus recorridos hacia un pasado que no se veía como un documento inamovible, sino que como una posibilidad de la conciencia. Hitchcock con Vértigo y Bergman con Fresas salvajes habían seducido a las plateas con sus intrigas sobre las posibilidades de lo imaginario y de lo real, después de que La palabra, obra maestra de Carl Thedor Dreyer, que algunos años antes ganara el León de Oro de Venecia, dejara suspendida la incredulidad de lo posible con un final que está entre los más emocionantes de la historia del cine.

Cinéfilo, como lo era él y su generación, Resnais tenía parte del terreno abonado para atreverse en su primer largometraje a explorar la imagen cinematográfica como territorio incierto de la memoria. Afinadas sus capacidades con la experiencia del montaje y de la cámara exploradora de los espacios arquitectónicos, Resnais recibió el encargo de un documental sobre los efectos de la bomba atómica, pero se dejó tentar por la literatura de Marguerite Duras (1914-1996), cuya experiencia adolescente en las colonias de Indochina, le facilitó escribir la novela y el guion de Hiroshima mon amour (1959).

Una actriz que va a filmar una película pacifista a Hiroshima pasa una noche con un japonés, pero no olvida a su anterior amante alemán, historia sucedida durante la guerra. El japonés, casado al igual que ella, intenta prolongar lo que ha surgido como un encuentro sexual. Ella, para justificarse, le cuenta su historia con un soldado enemigo durante la ocupación y las consecuencias que le trajo ante la comunidad de la ciudad en que vive. Mientras la hora del vuelo a Francia se acerca, los recuerdos de la guerra se suceden dolorosamente, pero ella ya sabe que olvidará todo y que el japonés y su estadía en Hiroshima también serán pretérito.

Innovador y creativo en el uso del lenguaje y del montaje, capaz de utilizar con libertad poética el cruce entre palabras, imágenes, tiempos narrativos diversos y lugares contrapuestos, el filme compone un hábil tejido de la memoria como el cine no había visto anteriormente. El uso de la cámara móvil, de elegantes desplazamientos laterales o hacia adelante, será una innovación estilística de aquellas que marcan una época. La fotografía fue de dos directores distintos, cada uno con un estilo que marcó, con su propia textura, imágenes que parecen provenir de segmentos de memoria completamente opuestos.

Fotograma de Hiroshima mon amour.

Fue premiado por la prensa cinematográfica en el Festival de Cannes y luego obtuvo una candidatura al Oscar por el guión. Pero lo que unió con brillantez el montaje, corrió el riesgo de ser completamente aplastado por la pesadez literaria del texto de Duras, que ha hecho envejecer el conjunto más de lo que merecía cinematográficamente.

La carrera de Resnais despegó por el éxito de la película, al que no fueron ajenas las escenas de sexo, muy audaces para la época. Probablemente el mayor suceso de taquilla de su autor.

El año pasado en Marienbad (1961)terminaría por afianzar la carrera del cineasta y la del movimiento de la Nueva Ola francesa (Truffaut, Godard, Malle, Rohmer, Chabrol, Varda). Esta vez las ideas del guión provendrían de otro escritor de la misma generación, la del Nouveau Roman, Alain Robbe-Grillet (1922-2008) que, al igual que Duras, terminaría por tentarse con la realización cinematográfica, pero obteniendo mejores resultados.

Una pareja se conoce, o finge conocerse, en un hotel de alto lujo, pero ella cree, o quiere, no recordar tal encuentro. Las motivaciones para renegar del pasado son misteriosas, como lo es un tercer personaje que, a menudo, se presenta entre ambos. También puede ser que los recuerdos sean una construcción voluntaria para escapar de un presente tan vacuo de significados y deseos, como abundante en lo material.

Deslumbrante en su hechura, pero sugestivamente vacía en el fondo, la película serviría por mucho tiempo de caricatura del cine intelectual francés y de una cierta moda del cine europeo (“la vi, no entendí nada, pero es estupenda”). Sin embargo a sesenta años de su realización sigue manteniendo lozana su belleza fría y misteriosa. En buena medida debido a la perfección formal, hecha de elegantes movimientos de cámara, de coreografías de individuos que asemejan maniquíes desprovistos de vida auténtica y de un guion que sabe suspender el verosímil sin dejar de seducir por su enigmática intriga.

Es la película que devuelve al cine europeo todo el refinamiento externo y el hermetismo laberíntico como cifra de la civilización, en la que los objetos, la elegancia y las decoraciones rococó (fue filmada en dos palacios reales de Baviera) parecen suspender la lógica del espacio-tiempo real para transformarse en escenografías mentales. Pero si todo fuera pura elusión y malabarismo, el tiempo no sería misericordioso. Y aquí ocurre que la fascinación resiste bien al cambio de modas, gustos y estilemas. La solidez de las formas, capaces de construir un mundo propio, poco deudor del realismo, y que en su porfía críptica logra lo que pretende: hipnotizar. Lentos movimientos de cámara, artificiosa iluminación, figurantes que suben y bajan escaleras, repiten frases hechas y miran como esquivando emociones, mientras exhiben refinados modelos de alta costura: la excepcionalidad de todo esto construye un dispositivo artificioso, no por eso ausente de humanidad, de su parte conjetural o cerebral si se quiere, pero donde el análisis de los sentimientos y el misterio de lo lúdico no están ausentes.

El año pasado en Marienbad.

Lecturas múltiples siguen vagando por los pasillos de la película como parte del juego propuesto. Ninguna parece agotar sus posibilidades todavía, lo que es señal de su buena salud expresiva y del perdurable atractivo de perderse en ella. Lo más probable es que el juego que el hombre misterioso propone al supuesto narrador de la historia tenga que ver con el mecanismo oculto que mueve todo este mundo artificial. Se ha dicho a menudo que la historia es lo de menos y que lo significativo de la película es que el espectador quisiera estar atrapado voluptuosamente en esta suerte de nave espacial dirigida hacia la nada.

¿Pero y la estatua sobre la que tanto se insiste durante el relato? La explicación dada por el Jugador es una invención completa, en realidad parece aludir a Orfeo y Eurídice, lo que tendría más sentido para el argumento. Orfeo desciende a los infiernos para rescatar a su amada y debe salir de las profundidades sin mirar hacia atrás. El Narrador está cometiendo ese error: mira hacia el pasado constantemente y eso hará imposible el rescate. ¿O no?

Y entonces ¿qué hace la figura de Hitchcock cerca de un ascensor en la segunda secuencia de la película? El mismo director británico pareció disfrutar su insólita aparición ahí, pero ni Resnais, ni Robbe-Grillet -en su caracter de guionista- jamás dijeron una palabra sobre el asunto. Tratándose de cinéfilos franceses no convence mucho el hecho que ambos hayan simplemente homenajeado al Mago del Suspenso gratuitamente. Hilando fino se ha dicho que Marienbad sería un homenaje a Vértigo,lo que no es un disparate. También Orfeo ha sido mencionado como el mito subyacente en aquella película, probablemente la más densa de toda la obra de Hitchcock.

¿Y dónde dejar la representación teatral que aparece al principio y al final? Su título es inventado, pero podría aludir a La casa de Rosmer de Ibsen, una obra en la que el pasado pesa trágicamente sobre el presente. En todo caso, las líneas que se escuchan en la película no corresponden a Ibsen. Sería posible trazar un paralelismo entre la representación y el relato, en que la espera de instantes, minutos y segundos se repite. También el Narrador buscando la gracia de su Musa sería relacionable con la obra y con la estatua y con Orfeo, el músico, y todo esto con el cine, arte de la temporalidad por esencia.

Como fuere, el León de Oro de Venecia consagró la película y al autor, aunque la mitad de los espectadores saliera exigiendo una explicación.

LA MEMORIA MORÍA

La llamada convencionalmente Trilogía de la Memoria concluye con un título muy oblicuo y elusivo: Muriel (1963). Circula peligrosamente alrededor de los mismos motivos de las películas anteriores, pero en un registro narrativo más realista y doméstico, aunque con formas cinematográficas más abstractas. Hélène, anticuaria viuda con un hijastro que recién ha vuelto de la guerra de Argelia (donde ha tenido una historia dramática, no precisamente romántica, con una mujer llamada Muriel), intenta reconstruir su historia de amor con un hombre al que conoció durante la Segunda Guerra, pero ninguno de los dos ya es el mismo. Áspera en su forma vanguardista (cortes abruptos, repeticiones, ángulos extraños, música que discurre independiente) y distanciada en el tono, la película se presenta hoy envejecida y fría, rebuscada y pedante, en abierto contraste con su fama de otrora.

En cambio el siguiente título, aunque sigue hablando de las dificultades del amor por causa del pasado bélico, sazona de auténtico romanticismo la derrota del bando republicano en la Guerra Civil Española.  La guerra ha terminado (1966), con guion de Jorge Semprún, no poca intriga de suspenso y algún homenaje velado a Hitchcock, es una elegía a los perdedores y a la esperanza en el futuro. Aquí es donde está la gran variación. El protagonista (Yves Montand), cuyo nombre varía según con quien se junta, es un militante español que actúa clandestinamente entrando y saliendo de la España franquista El peligro acecha constantemente y la trama de sospechas impide que, incluso, pueda ir tranquilamente al cine con su pareja (Ingrid Thulin). Una juvenil amante ocasional (Geneviève Bujold) de cuyo padre usa el pasaporte, buscará salvarlo, a pesar de pertenecer a una facción violentista con la que él no comulga. Nuevamente el montaje tiene buenas ocasiones de lucimiento y la música de Giovanni Fusco envuelve el relato entre evocaciones y presente. La mayor ganancia está en las emociones, que buscarán imponerse sobre el deber político y el hecho de que los personajes buscan en el futuro la propia plenitud. La guerra definitivamente ha terminado.

Es probable que en este punto de su carrera Resnais haya girado sobre su propio eje y dirigido la mirada hacia otras tensiones anímicas del mundo contemporáneo, sin abandonar los baúles de memoria que seguimos arrastrando. Los resultados fueron variados y al parecer nunca coincidieron con las intenciones manifestadas por él mismo, algo propio de todo auténtico creador. Lejos de Vietnam (1967) fue una obra de circunstancia, co-dirigida con Chris Marker, Jean-Luc Godard, Agnes Varda y otros, que cumplió su acotado objetivo en su momento. Te amo te amo (1968) será un intento de explorar la memoria mediante la ciencia-ficción, tan en boga en la época. A pesar de que la historia se parece a la de la posterior Solaris de Tarkowsky (basada en la novela de Stanisław Lem), hay más inteligencia aplicada que poesía. Nuevamente la música, de Penderecki en este caso, alcanza importante responsabilidad en el resultado. Stavisky (1974) intentó alcanzar al gran público, pero a pesar del protagonista Jean-Paul Belmondo y de la inversión importante en reconstrucción de época, la carencia de humor (guion de Jorge Semprún) impidió que eso se cumpliera.

Providence (1977) puede ser vista como un ejercicio de estilo y un juego histriónico. Un soldado (David Warner) se encuentra con un hombre-lobo que pide que lo mate y él, muy servicial, lo hace. El fiscal (Dick Bogarde) pide su condena, pero su esposa (Ellen Burstyn) se enamora del soldado. Todo es imaginado por un agonizante escritor (John Gielgud), que ha tomado a sus hijos, a su fallecida esposa y a su nuera como modelo para la que será su última novela. El permanente juego de imaginación y memoria aquí logra además crear un espacio arquitectónico muy atractivo, al que no es ajeno la sugestiva música de Miklós Rósza, uno de los compositores clásicos de Hollywood. Quizás el juego siga siendo cerebral, pero la ligereza del tono y la belleza del envoltorio la colocan en lugar destacado del período.

Después de girar sobre temas similares, con variadas fuentes de origen, como el experimento científico que motivó Mi tío de América (1980), Resnais parece recuperar algo de inspiración propia con Mélo (1986), otro ejercicio de estilo que le permitirá encontrar una nueva musa, Sabine Azéma (que será su segunda esposa), encantadora protagonista de este melodrama teatral de época, que le permite exhibir todo el oficio adquirido en más de tres décadas. A esto se dedicará el fin de siglo, obteniendo resultados dispares, pero de resonancias cada vez más locales. El humor que antes le faltó aparece con mayor frecuencia y su interés por la música lo lleva incluso a tentarse con un musical brechtiano, Conocemos la canción (1997) y una opereta, En la boca no (2003).

Las hierbas salvajes (2009) será todavía un relato tipo “exijo una explicación”. Un tipo obsesivo y una mujer que también lo es, se conocen debido a un robo y comparten una nefasta fijación por los aviones, todo bajo la mirada peculiar de la esposa del tipo. Factura refinada para una incógnita de corto alcance, tal vez “hay demasiada lógica en esta locura”, como diría Hamlet.

A este punto, el balance se cierra. Sin repetirse o autocitarse, Resnais aparece hoy como uno de los nombres destacados del cine y un referente importante en la renovación de temas y lenguaje entre finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta. De ahí en adelante sus experimentos fueron menguando en novedades, lo que es natural entre los que abren nuevos caminos. Especialmente si se carga con fardos literarios y un amoblado intelectual de francés con conciencia vanguardista. Una complacencia burguesa también tiene peso sobre las elegantes evoluciones de sus relatos, siempre centrados sobre parejas preocupadas de sí mismas y en tensión con la sociedad que permite la existencia de sus conciencias privilegiadas. La liberación de las anteojeras ideológicas, tan pesadas y estrechas en una época, otorga a estas películas una libertad insólita para saltar por sobre las clasificaciones críticas. La etiqueta de la Nueva Ola nunca logró contener bien a Resnais, a pesar de la comunidad de formación y edad. Hoy esa diferencia se mantiene y deja aires de frescura en amplias zonas de su cine. Evidentemente los largos pasillos de su estilo todavía admiten las corrientes de aire.

“Nada se parece menos a una película de Resnais que otra película de Resnais, siempre estuvo experimentando sin nunca copiar lo hecho anteriormente” dijo André Dussolier, uno de sus actores.

Nota de la Edición

Alain Resnais (1922-2014)

El cine lo atrapó desde niño. Dada su situación económica pudo empezar a filmar en formato 8mm a los 14 años. Apenas pudo, entró al Institut des Hautes Études Cinématograhiques de París y una vez finalizada la segunda guerra mundial, empezó a trabajar como montajista para directores como Agnes Varda y François Truffaut, entre otros. Entre 1936 y 2014, y entre cortos y largometrajes, filmó 47 películas. Obtuvo cuatro galardones en el Festival de Cannes y siete en el de Venecia.

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