En una solitaria playa, una familia -mamá, papá e hija- caminan por la arena buscando un lugar donde puedan estar aislados de algo que no comprendemos. De pronto, una mano surge de la calurosa arena y agarra el pie del padre: este cae y emergen zombies sedientos de vísceras y carne humana. Esta es la introducción de El tema del verano, el último largometraje de Pablo Stoll, uno de los directores más relevantes del cine contemporáneo uruguayo.
Desde sus primeros minutos, el filme presenta una propuesta muy pop: beats estridentes, colores saturados y un montaje que presenta a los personajes como una película de Robert Rodriguez o Tarantino. La historia también sigue los leitmotiv del cine de género; tres jóvenes argentinas; Ana (Azul Fernández), Malú (Malena Villa) y Martina (Débora Nishimoto) se ganan la vida seduciendo a jóvenes millonarios para después drogarlos y robarles todo lo que se pueda.
El mundo atraviesa una post-pandemia donde mascarillas, vacunas y pases digitales se toman la ruta de acceso al espacio público. En ese verano, el trío de amigas planea el golpe de sus vidas: ir a una zona aislada y playera de Uruguay donde está el hogar del millonario Ramiro Tübingen, un mecenas de artistas delirantes. Al llegar, son recibidas por un grupo de personajes tan excéntricos como estériles: Felipe (Leandro Souza), un joven que sueña con componer la canción del momento; un chileno fanfarrón (Agustín Silva); y Vero (Romina Di Bartolomeo), una «multiartista» que mira con desprecio a las recién llegadas.
Los diálogos sobre lo que significa ser artista funcionan como una parodia del snobismo entre arte y dinero, donde el éxito se mide por la cantidad de likes en redes sociales. Sin embargo, lo que podría haber sido uno de los puntos más afilados del guion, se diluye, como todo lo que vendrá más adelante.
Ramiro no aparece y las chicas buscan una supuesta sala de bitcoins, para robar datos y dinero —una idea muy de época—; pero entre drogas y golpes de botellas, las ladronas no logran su cometido y en vez de dormir a sus víctimas, estas mueren…pero no. Porque, como se dice en la película, “lo muerto no muere”. Los cuerpos regresan como zombies que vomitan litros de líquido oscuro, con cierta conciencia remanente.

A partir de aquí, la película se entrega al gore: sangre, vísceras, fluidos y coreografías de pelea. Lo que en principio podría ser visualmente estimulante, pronto se vuelve monótono. La narrativa se debilita, y el relato pierde el norte. Es entonces cuando aparece El Comandante (Daniel Hendler), un revolucionario fuera de época que carga una escopeta y un mate, mientras reflexiona sobre la superación del capitalismo y la creación del hombre nuevo. Aunque su discurso promete una crítica interesante, se diluye también en la autoparodia, como una mordida de zombi que no alcanza a infectar del todo.
Hacia delante, el filme parece ser víctima del mismo virus: su narrativa se zombifica, se alarga más de la cuenta y pierde impulso. El guion oscila entre tonos sin consolidarse, y por más que quiera funcionar como sátira de género, no logra sostener del todo su premisa. A diferencia de las películas anteriores de Stoll, aquí no hay protagonistas definidos, porque la construcción de personajes es demasiado superficial. La zombificación del arte y del cuerpo social podría haber tenido fuerza si la hubiera articulado con mayor claridad narrativa y conceptual, sin perder el humor negro característico.
Por otra parte, este proyecto, aunque gestado hace más de una década, llega hoy en un contexto donde la tecnología ha avanzado considerablemente. En ese sentido, El tema del verano demuestra que es posible hacer cine de género en América Latina con efectos visuales bien logrados, sin tener nada que envidiar a producciones de mayor presupuesto. De hecho, son precisamente esas limitaciones presupuestarias las que le otorgan al filme un carácter distintivo, un toque particular que, lejos de restarle valor, refuerza su identidad dentro del cine de autor regional.

Y si bien hay momentos delirantes que funcionan —como el uso de una hoz y un martillo como arma contra los zombis, o bombillas de mate convertidas en instrumentos de ataque—el filme podría transcurrir en cualquier parte del mundo. Y eso no es menor, considerando que una de las marcas de autor de Stoll era precisamente su profunda uruguayés. Este giro de estilo es válido, y el propio director ha señalado que la película es una sátira de todos los filmes que vio de joven. Sin embargo, se echa de menos la filosofía de George A. Romero, donde el zombie es mucho más que un muerto viviente: es una metáfora política que desnuda las tensiones sociales.
El tema del verano parece rozar esa intención al tocar temas como el arte financiado por millonarios, la criptomoneda como nuevo fetiche de poder y la pandemia como dispositivo de control. Pero nunca los desarrolla ni los articula desde una mirada crítica. La zombificación, que podría representar la deshumanización capitalista o la alienación cultural, se convierte en un recurso visual más, sin carga simbólica real. Es decir, hay zombies, pero no hay alegoría. Y la historia, al final, se vuelve plana. Quizás como reflejo de esos días post-covid, donde parecía que se acababa el mundo, pero no el capitalismo. PP
El tema del verano. Dirección: Pablo Stoll Ward. Guion: Adrián Biniez y Pablo Stoll Ward. Reparto: Azul Fernández, Malena Villa, Débora Nishimoto, Leandro Souza, Agustín Silva, Romina Di Bartolomeo, Daniel Hendler. Fotografía y cámara: Manuel Rebella. Montaje: Lucía Casal y Andrés Pepe Estrada. Arte: Cecilia Guerriero. Sonido: Daniel Yafalian y Santiago Fumagalli. Vestuario: Mariana Dosil. Banda Sonora Original: Luciano Supervielle. Casas productoras: Temperamento Films, La Unión de los Ríos, 500 Cinema y Nadador Cine. Ficción. Duración: 91 min. Uruguay, Argentina y Chile, 2024.