CATORCE MIRADAS AL CINE SOBRE CHILE

El cine no es un accidente, es algo central en un siglo que sería diferente si éste no hubiera existido. Su evolución institucional y su desarrollo económico comienzan a sernos familiares, pero a menudo no vemos muy bien cómo se ha comportado en tanto fuerza histórica, cómo ha pesado sobre nuestra inteligencia del pasado y cómo puede informarnos sobre aquéllos que lo frecuentaron, semana a semana, durante dos décadas: la investigación sigue ampliamente abierta en todas esas direcciones”. Pierre Sorlin.

La Imagen fragmentada. Cambio y conflicto social en el cine chileno del siglo XX (Autoedición, 2025) cuyo editor y compilador es el académico Juan Christian Jiménez, está conformado por catorce capítulos cruzados por la observación preferente, desde una perspectiva sociopolítica, del Chile en el siglo XX. La clave de lectura, a mi entender, es desentrañar analíticamente las relaciones entre el cine de ficción y la realidad político-social en la extensión temporal señalada.

Este volumen colectivo, que tiene como punto de arranque algunos cursos realizados tanto en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (Escuela de Sociología) y el Instituto de la Comunicación e Imagen (hoy Facultad) en un arco temporal que supera los quince años, expresa sobre todo sus preocupaciones respecto de los cruces entre la memoria, la historia, la política y el cine chileno de ficción de los últimos 100 años.

Esa clave de lectura se observa, con mayor o menor intensidad, desde el primer capítulo referido al Húsar de la Muerte (Pedro Sienna, 1925) y a la construcción histórica que decanta en esa representación particular, pasando por el Chacal de Nahueltoro (Miguel Littin, 1969) y hasta el último capítulo destinado al filme Araña (Andrés Wood, 2019) que, de paso, es el único que se sale del siglo XX, pero cuyo tema corresponde a la década de los 60. También son analizadas, entre otras, Llueve sobre Santiago (Helvio Soto, 1975) y Caluga o menta (Gonzalo Justiniano, 1990).

Llueve sobre Santiago, Helvio Soto (1975)

Un aspecto a destacar es que la obra pretende evitar el tono y la postura académica, cuestión que se logra en buena medida y que implica, como dice el compilador, entender que el texto proyecta “el habla política en un contexto visual de aproximación a nuestra historia en diferentes formas narrativas, permitiendo ser una introducción y respaldo para futuras enunciaciones y diálogos”.

También, advierto, el trabajo editorial desplegado por el compilador, pues los artículos no resultan ser una sumatoria de ensayos, sino que una traducción coral de las transformaciones de las representaciones históricas desplegadas por el dispositivo audiovisual de ficción. Así lo plantea, Pedro Roza, quien prologa La imagen fragmentada:

Se trata de una polifonía que interroga la vida cotidiana en el marco de la historia sin pretensión de ser una historiografía cinematográfica, pero sin abandonar la posibilidad de mirar el suceder sin renunciar a conocer y enunciar el valor y la posibilidad del acontecimiento o de los sujetos en los que pone el lente, la luz y la acción”.

Desde esta mirada, lo que proponen los textos es comprender el cine, en este caso el de ficción, como un dispositivo político de enunciación, que pone en disputa problematizar la representación fílmica con sus condiciones productivas y de interpretación. No se trata nunca de análisis puramente estéticos, totalmente narrativos o completamente referidos a contextos.

Con distintas intensidades, podemos precisar algunas cuestiones en los catorce ensayos:

Ninguno de los textos analiza las películas puramente en términos representacionales: cómo el cine representa personajes, procesos o imaginarios. Por ello, se evita la idea de que las películas trabajadas reflejan la realidad epocal referida. Como hemos escrito en algunos artículos, observamos aquí, que se escamotea –de buena manera– el exigirles a las cintas que se correspondan con las ideas que los públicos tendrían sobre el “cómo fueron los hechos” o que las películas revelen una supuesta identidad con la realidad.

Los ejercicios cinematográficos desarrollados como dice Pedro Rozas, no despliegan un análisis concentrado únicamente en los contenidos. Se advierte que el análisis cinematográfico, en general, no se puede recudir a lo que muestran o dicen las películas. Los análisis están advertidos que los aspectos estéticos, por ejemplo, no debieran estar subordinados o invisibilizados por las descripciones contenidistas. No existe algo así como la creencia de que existiría una historia que los filmes tendrían que calcar.  Y, como ya hemos dicho, esto se percibe por el trabajo editorial que vemos en este volumen.

Caluga o menta, Gonzalo Justiniano, 1990.

Robert Rosenstone señala al respecto:

El poder de la historia en la pantalla emana de las cualidades singulares de ese medio, de su capacidad de comunicar algo no sólo de manera literal (cómo si alguna comunicación histórica fuese este totalmente literal) y realista (como si pudiésemos definir realistamente el realismo), sino que también, en palabras de Lerner, ‘de manera poética y metafórica’. (1997).

Aprecio que se considere que el trabajo del cine respecto de los discursos históricos sería tratar de construir un verosímil histórico; es decir, de darle al pasado una forma sensible que dialoga necesariamente con los contextos epocales, y sobre todo con los contextos de recepción y sus transformaciones.

La expresividad del gesto del personaje, el dramatismo de la acción, la emotividad de la música, lo pintoresco o extraño de la ambientación y de los artefactos, se conjugan con las fórmulas narrativas del lenguaje audiovisual para permitir ver al pasado en movimiento. A diferencia de la historiografía, el cine no explica conceptualmente los procesos históricos, sino que ofrece una imagen perceptible, emotiva, reconocible y memorable de lo que parece ser el pasado.

Como decía Roland Barthes, en la década de los 70, las representaciones históricas cinematográficas tienen que producir un “efecto de realidad” para que el despliegue del discurso histórico no devenga en una ciencia ficción sobre el pasado. Este efecto de realidad es el vehículo para que lo habitual se fije en una constelación de formas de representación convenidas en una estética social sobre lo verdadero. En esta constelación de formas el espectador podría desplegar sus saberes socialmente construidos para reconocerse, a través de su memoria emotiva-intelectual, en los elementos que expone una película, pero también —casi como un perito historiador— verificar o cuestionar la coherencia interna de dichos elementos.

Desde mi perspectiva creo observar en el texto, pensando en cada uno de los ensayos, pero también viéndolo como una totalidad, la idea de que se piensa el cine en lo que algunos investigadores e investigadoras han denominado como “usos del cine en la didáctica de la historia”, pero con una divergencia fundamental: en los textos leídos, el cine no opera como ilustración de hechos o procesos históricos, sino que como una trama de elementos que posibilitan discurrir sobre discursos sociales que, ciertamente, lo exceden. Una suerte de reordenamiento de las dimensiones de la realidad que, eventualmente, porta las transformaciones de la historia no observadas en su discurso que la presenta como si fuese una linealidad de sucesiones y retrocesos. PP

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