Nació en la magallánica y recóndita Puerto Natales, que en aquel entonces tenía dieciocho años de fundación y que estaba, naturalmente, alejada de todo circuito teatral y cinematográfico. Eso no impidió que Alarcón ya en el colegio debutara en el escenario. La muerte de un vendedor, de Arthur Miller fue la obra que definió su vocación. Estudió teatro en el Centro de Arte Dramático (CADIP), que funcionaba en el Pedagógico de la Universidad de Chile, bajo la mirada experta de Pablo de la Barra y cursó estudios de expresión y pantomima con Alejandro Jodorowsky.
Su aparición en noventa obras escénicas afinaron su admirable oficio, aunque fueron el cine y la televisión los medios que ampliaron su radio de acción.
Ningún otro actor chileno puede igualarlo en la cantidad de películas en las que apareció. Debutó en 1957 en La caleta olvidada del italiano Bruno Gebel, seguida inmediatamente por Tres miradas a la calle de Naum Kramarenco, donde su rol episódico pareciera ya definirle un camino futuro: popular, vital, ladino, inconfundible. Los personajes de carácter serían su especialidad, como el juez de El chacal de Nahueltoro de Miguel Littin o el compadre de Tres tristes tigres de Raúl Ruiz. Todo aquello fue solo el comienzo. Le seguirán más de treinta intervenciones en cine, siete de ellas con Raúl Ruiz, pero siendo A la sombra del sol de Silvio Caiozzi y Pablo Perelman la única de la que fue co-protagonista.
Su carácter afable, su mirada que siempre parecía observar el mundo socarronamente, se conectaba con transparencia a la moral elástica de sus personajes, a ciertas emociones juguetonas e hipócritas de las tipologías populares. Aquello lo hacía ser un tesoro lleno de sugerencias para los directores que trabajaron con él: Silvio Caiozzi, Miguel Littin, Raúl Ruiz, Helvio Soto y también los de la generación siguiente: Cristián Sánchez, Gonzalo Justiniano, Gustavo Graef-Marino, y el más joven Ernesto Díaz, que en dos ocasiones lo tuvo como ancla identitaria para sus películas de karatecas.
El capítulo de su presencia en televisión comenzó en 1964, como también su labor, particularmente importante, como dirigente gremial durante los oscuros años de 1973 a 1980.
Su trabajo fue distinguido con el cariño del público, la admiración y reconocimiento de sus pares e, institucionalmente, por una tremenda cantidad de premios, desde diversos galardones en festivales de cine, pasando por distinciones oficiales como Relevante Contribución al Cine Nacional (Ministerio de Educación de Chile (2001), Orden al Mérito Artístico y Cultural Pablo Neruda (2007) y la Medalla Honorífica del Senado de la República de Chile (2008).
Pero lo más importante de su aporte a nuestra memoria en pantalla estuvo en su capacidad de ser reflejo de nuestra sociedad, de mostrar lo oscuros que podíamos ser (Los náufragos de Littin), lo ambiguos (Johnny cien pesos de Graef-Marino), lo divertidamente corruptos (Mandrill de Díaz), lo flojos (Palomita blanca de Ruiz), lo patéticos (Caluga o menta de Justiniano). Todos, finalmente, entrañables y perdonables, a pesar de todo. Eso es lo que consiguen los grandes actores, los que saben ser más humanos que el resto, porque han sido capaces de bajar de sus propias certidumbres para habitar las emociones que los demás necesitamos ver retratadas para poder ser mejores.
Por eso decirle adiós a un actor así es como achicar el espejo de nuestro ser en el mundo.
Don Luis Alarcón Mansilla: usted ha sido, efectivamente, como Condorito.