OPPENHEIMER: FATALIDAD Y CULPA

El filme de Nolan abre referenciando el mito de Prometeo, sin ninguna intención de ocultar su analogía, pero enfatizando el castigo que sufre el titán por otorgarle a la humanidad un poder del que no puede hacerse responsable. El resto de la película se divide entre la historia de la primera bomba atómica y una reflexión ética sobre el significado de la adquisición de este poder, sobre cómo ha transformado el balance de las relaciones humanas.

Así como el fuego otorgado por Prometeo para que la humanidad floreciera, de alguna forma nos enaltece como especie, acercándonos a cierta idea de terrible divinidad. El fatídico recordatorio de la mitología griega es que, tanto hombres como dioses, deben vivir con las consecuencias de sus actos.

Siendo el sello de Nolan (Londres, 1970), esta es una película más cerebral que pasional. El director convierte al personaje de J. Robert Oppenheimer en un punto de vista, más que en un héroe convencional. A diferencia de la mayoría de las biopics, esta dista de ser un homenaje. Al contrario, la mirada sobre del personaje principal pone a disposición su fragilidad, sus contradicciones y vulnerabilidad ética, más que la contemplación de su genio científico. En esto, Cillian Murphy (Cork, Irlanda, 1976) está magnífico, recurriendo a la ambigüedad emocional que tanto explotó en Peaky Blinders (2013-2022), operando como narrador poco confiable, navegando la película a través de las incertezas y las dudas de su protagonista. En este sentido, es más la historia de una idea que de un personaje. O de las ideas contradictorias de un personaje trágico que no está preparado para serlo, ni siente ninguna aspiración para ello.

Se trata de una película bastante sutil dentro de la filmografía de Nolan, que ha tendido a volcarse a la exploración de la forma por sobre el fondo. Un ejemplo es Memento (2000), su primer largometraje,  que es pura experimentación de la forma y de la narración no lineal. Esto reaparece en Inception (2010) y particularmente en Interestelar (2014) y Dunkirk (2017), dos de sus obras más celebradas, donde las complejidades temporales dificultan la intimidad con los personajes – la famosa escena en la que Matthew McConaughey llora al ver a su hija es una excepción emocional en una película que es, en su mayor parte, un ensayo cinematográfico sobre el tiempo y el espacio.

En cambio, en Oppenheimer pone la forma más al servicio del fondo, en buena parte mediante el foco en la subjetividad del protagonista, su alternancia con una mirada externa, y una serie de elementos estéticos que exacerban la identificación analítica. El montaje muestra esporádicas abstracciones de lo atómico que parecen habitar la mente del científico. La música de Ludwig Görnasson (Suecia, 1984) contribuye a una experiencia más meditativa que excitante, facilitando la subjetividad analítica. La banda sonora tiene momentos notables que enfatizan esta tensión entre la subjetividad y la trascendencia histórica, como el silencio creado tras la explosión de luz, que parece congelar la realización del científico estadounidense de que el mundo ya no será mismo, solo para ser interrumpido por el aterrador sonido de Trinity.

La historia de Julius Robert Oppenheimer – inserta como una sección ‘a color’– avanza en contrapunto con la mirada externa de Lewis Strauss (político, empresario, filántropo y oficial naval estadounidense integrante de la Comisión de Energía Atómica de su país y figura importante en el desarrollo de la energía y de las armas nucleares allí) interpretado por Robert Downey Jr. (Nueva York, 1965), que aparece como un narrador distanciado y confiable, permitiendo tomar cierta distancia de las inconsistencias del protagonista. La mirada subjetiva es alternada por otra no exenta de juicio, que sospecha de las motivaciones e intenciones de la primera. No es sino hasta el terrible momento triunfal de Oppenheimer – la exitosa prueba nuclear de Trinity – que la mirada de Strauss se revela a sí misma como producto de las luchas de poder en el nuevo mundo que se ha creado. Esta mirada objetiva pierde así credibilidad, develando que la era nuclear inaugurada por Oppenheimer volverá a castigarlo, no por haber insultado a los dioses, sino por ser una amenaza para los nuevos dioses.

El Oppenheimer construido por Nolan es patético y culposo. Es capaz de visualizar las terribles consecuencias de su propia épica, mientras acepta su incapacidad para detener la inevitabilidad del destino precipitada por su entorno: la guerra, la carrera atómica con los nazis, y el desaforado proyecto del gobierno estadounidense. A este fatalismo se le contrapone el montaje cruzado con el proceso en su contra, donde parece decidido a no defenderse, quizás para expiar sus pecados, o negar su gloria como “padre de la bomba atómica”. El pathos griego se contrapone con la culpabilidad que resulta más bien cristiana: El titán no solo acepta su castigo, lo busca.

Esta ambigüedad moral es perturbadora y refrescante al mismo tiempo. Un director menos intelectual quizás hubiese caído en la tentación moralista de homenajear a las víctimas o a la figura histórica. Nolan, con su aguda afición científica, elige abordar los dilemas no resueltos de la pregunta atómica. Recuerda que, a pesar del fin de la guerra fría, la amenaza nuclear nunca desapareció. En una entrevista con el físico británico Brian Cox, Nolan dice que “las películas no funcionan bien cuando son demasiado didácticas, cuando intentan enviar un mensaje muy específico, porque lo que es interesante de esta historia, lo dramático de esta historia, es que no hay respuestas fáciles”.

Oppenheimer replantea estas preguntas incómodas, en un momento histórico en el que parece urgente hacerlo. La guerra en Ucrania, las tensiones entre las Coreas, el resurgimiento de liderazgos extremistas hacen que las ansiedades nucleares resurjan después de décadas de aparente tranquilidad y de cierta banalización, a la que el cine ha contribuido enormemente.

El filme de Nolanplantea preguntas incómodas, mediante el delicado balance entre lo analítico y lo emocional; entre la subjetiva mirada del Oppenheimer de Murphy y la pasional del Strauss de Downey Jr. La del creador, y la del monstruo que encarna la nueva era.

Las ansiedades prometeicas no se restringen a lo atómico; se extienden al afán de divinidad que permite el progreso científico. Frankenstein, el Prometeo moderno de Mary Shelley, tiene quizás más similitudes con Oppenheimer que el original griego, donde no son los dioses quienes vuelven a castigar al doctor, pero su propia creación. Así como le sucedió a los científicos de Los Alamos, hoy vemos alarma por el auge de la Inteligencia Artificial entre sus mismos desarrolladores.

Resulta sincrónico, además, que Oppenheimer y Barbie de Greta Gerwig – que da para otro análisis – se estrenen en conjunto, en plena huelga de actores y escritores en Hollywood, con sus trabajos amenazados por la inteligencia artificial y la irresponsabilidad de los poderosos. Es curioso que este celebradísimo doble estreno parezca revitalizar la esperanza en una industria atrofiada de remakes y secuelas, regresando también a los efectos físicos por sobre los especiales, y otorgando esas miradas de autor que siempre han logrado que el cine se renueve. Si atendemos la fatalidad griega propuesta en Oppenheimer, “Barbenheimer” estaría lejos de ser una coincidencia, siendo el producto de nuestras contradicciones y de las preguntas incómodas que necesitamos hacernos.

Oppenheimer. 2023. Director: Christopher Nolan. Ficción. Reparto: Cillian Murphy, Emily Blunt, Robert Downey Jr, Matt Damon. Productoras: Universal Studios, Atlas Entertainment, Gadget Films. 180 min. Estados Unidos, Reino Unido.

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