CHIHIRO HA VUELTO

El viaje de Chihiro sirvió para que el año 2001 dejara de asociarse a la película de Kubrick y empezara a considerar, incluso para la crítica más conservadora y rigurosa, al cine de animación como una de las más altas formas del Séptimo Arte.

Ganó el Oso de Oro en Berlín, algo completamente inédito. Dos años después obtuvo también el Oscar al mejor largometraje de animación. Tal vez nada de eso dejaría de ser anecdótico, sino estuviera acompañado por un éxito de público tal, que encumbró al Estudio Ghibli a alturas que nunca había conocido y que no volvería a alcanzar. Añadamos que el nombre de Hayao Miyazaki reemplazó al de Akira Kurosawa como el del japonés más reverenciado del cine.

El fenómeno tendría sus razones. Es posible que los materiales que sujetan la base del relato sean de probada substancia mitológica y de solidez suficiente como para mantener en el tiempo su efectividad. También el afiatamiento de la casa productora ayudó mucho a la excelencia del resultado: hermosos y originales personajes, fondos y espacios de una notable creatividad, la música, etcétera.

Claro que las grandes obras no se explican por la pura adición de sus virtuosos ingredientes. Tampoco son reducibles a lecturas únicas o a significados a la moda del momento. Una gran obra es siempre un enigma.

UNA NIÑA, ES UNA NIÑA, ES OTRA NIÑA

Toda historia contiene un ejemplo”, dice la cultura folclórica. Y a menudo ese ejemplo toca las fibras más profundas del ser, y por eso se lo recuerda con frecuencia. A veces en forma obsesiva, otras con periodicidad domesticada por la costumbre. El viaje de Chihiro tiene todo en orden como para permanecer en el tiempo ya que, como lo hacen tantos relatos iniciáticos, coloca a un protagonista que está por cruzar un umbral para asomarse a otra etapa de la vida. Caperucita,  Blanca Nieves o Pinocho ya están en edad de tomar decisiones y vivir las consecuencias de ellas, con sus consiguientes enseñanzas y pérdidas.

El sugestivo umbral que la familia cruza al comienzo de la película es, apenas, el primero que afectará la percepción de la protagonista que, entre la maravilla y el horror, la belleza y las amenazas, la nueva conciencia y el miedo al futuro, hacen de Chihiro, y del espectador, un sujeto que opta por volverse visible a sí mismo y por ende a todos los seres improbables, pero altamente significativos, que deberá enfrentar si quiere evitar una crisis de pánico.

La identidad, algo que hoy los niños confunden con el número de likes que pueden obtener en el laberinto cibernético en el que se refugian, es reflejo de los otros en nuestro fuero interno. Suponiendo, equivocadamente, que existe separación total entre los demás y nosotros, el adolescente piensa que si los demás lo aprueban, evitará el enfrentamiento al Minotauro que lleva consigo.

Chihiro, para liberar a sus padres del consumismo (supongamos) deberá ser sirvienta de un sistema en que los otros buscarán dominarla, hasta que ella logre liberar de desperdicios a un dios contaminado. Ahí estará lista para una nueva etapa, en la que deberá arriesgar todo por otro, por Haku, quien la ha ayudado anteriormente.

Pero cuando aparece una misteriosa presencia, el Sin Nombre, se toma conciencia que el nombre de cada uno de los personajes adquiere un valor que había pasado desapercibido hasta entonces. Yubaba, la bruja, domina a su personal mediante el robo de sus nombres, es decir de aquello que los identifica.

Ahí es posible deducir una clave que justifica todas las extravagancias de la fábula: en el nombre está contenida la verdad más profunda de cada ser.

IDAS Y VUELTAS, APARIENCIAS Y ESENCIAS

Dos de las secuencias más celebradas de la película tienen que ver con viajes: la llegada del barco nocturno iluminado mágicamente por sus invisibles pasajeros y el tren que pasa sobre el agua y se detiene finalmente en una solitaria y nocturna estación en el pantano. No casualmente en ambos casos el agua es el medio utilizado para sostener el recorrido.

El aire, en vez, tiene aquí una carga de amenaza indefinida, algo que es frecuente en Miyazaki. Desde la brisa que levanta unas hojas al comienzo y que empujan a Chihiro a seguir a sus padres, hasta el pájaro nocturno con la cabeza de bruja, que tanto se asemeja al chonchón agorero de nuestro campo. El fuego que alimenta las calderas e ilumina antorchas y lámparas, y la tierra, siempre concreta, inamovible y neutral, ocupan menores funciones expresivas.

La ambivalencia de la moral de los personajes, algo que tanto seduce como desconcierta, se amplifica al comprobar que las duplicidades acompañan todas las conductas, incluso confundiendo la identidad de las hermanas brujas Yubaba y Zeniba. Pero también están los complementarios Chihiro y Haku, que se han conocido bajo el agua, el bebé gigante transformado en un diminuto chanchito, el dragón volador, que en realidad es un río y así a lo largo del relato.

Una tercera secuencia memorable es la del dios pestilente, que arrastra en su organismo todos los desperdicios del mundo moderno y que una vez purificado es… otro dragón volador ¿tal vez el futuro gemelo de Haku?…

¿Tendrá Chihiro un espejo futuro para elegir entre las duplas del relato? ¿Tal vez su circunstancial colega, la sirvienta? ¿O seguirá el ejemplo de sus padres?

Si todavía la película instala preguntas, es señal de que su vigencia aun no conoce el ocaso de sus posibilidades. PP

El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi). Dirección y guion: Hayao Miyazaki. Música: Joe Hisaishi, Yumi Kimura. Dirección de arte: Norobu Yoshida. Casa Productora: Estudio Ghibli. Animación. Duración: 123 min.Japón, 2001.

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