UN WESTERN DECONSTRUIDO

Un hombre silba escondido detrás de una ventana. Una frase musical repetida. En sí, no es amenazante, pero la escena es bastante inquietante. Esta imagen resumen la tensión y la idea central de El poder del perro (Jane Campion, 2021): el juego cruel entre dominador y dominado; el poder de lo heteronormado y de su predominio sobre cualquier otra forma de género y sus expresiones. María Eugenia Meza y Claudio Salinas analizan este tan comentado filme de la realizadora neozelandesa.

Por Claudio Salinas y María Eugenia Meza

Hablar sobre El poder del perro de Jane Campion, de quien en Chile ha sido exhibida con anterioridad solo su magnífica El piano (1993), es una tarea compleja. Es casi como desarmar una bomba de tiempo sin que estalle o un antiguo reloj de cuerda, evitando que la misma se desenrolle sin vuelta atrás. Cualquier aspecto de la narración que se deslice en una crítica o comentario hará que quien la vea con posterioridad pierda parte importante del entramado dramático y, por lo tanto, capacidad de apreciación sobre la obra. Sin embargo, incluso si se produce una filtración narrativa por parte del comentarista de turno, la clave de lectura de esta cinta se debe desenrollar en la totalidad del fin, para apreciar sus capas superficiales y, sobre todo, profundas.

Basada en una novela homónima de fines de los 60 (de Thomas Savage, nacido él mismo en un rancho de Montana en 1915), pero al parecer distante de dicha creación, la película de Jane Campion lleva, desde las primeras escenas, a un estado de sutil pero persistente tensión in crescendo, siempre a la espera de que un suceso ominoso y trágico se presente. El suspenso permanente al que solo una atmósfera opresiva podría conducir.

La crueldad de las situaciones es entregada a gotas cotidianas; a veces es evidente y en otras es soterrada. Así queda de manifiesto que es constitutiva y constituyente de esas vidas que se desarrollan, en que la situación psicológica de los personajes es de encierro e, incluso, repulsión.

El montaje conduce desde el paisaje amplio, desgarradoramente amplio (casi no hay más presencia que descampados y montañas) en que suceden muchas de las acciones, a una casa semioscura, ubicada en medio de la nada -una nada que pareciera querer fagocitarla- y del interior de esa casa a primeros planos de personajes y objetos significativos. Luminosos planos generales se contraponen a hermosos claroscuros de planos más cerrados como si solo la naturaleza fuera el lugar de la transparencia, de lo no oculto, en una fotografía que, sin duda, es la continuidad de un estilo que desarrolló ya en El piano.

La cuidada y estética fotografía pareciera querer suavizar la trama, pero al estar acompañada de una música incidental –a cargo de Jonny Greenwood (Radiohead)–

que busca un resultado emocional, su efecto relajante se diluye en la sensación de una constante amenaza, como si una nube permanente se posara sobre las cabezas de los espectadores, indicando que se viene la tormenta destructora.

Sobrepuestas a esos paisajes, las actuaciones de Benedict Cumberbatch (Phil), Kirsten Dunst (Rose), Jesse Plemons (George) y Kodi Smit-McPhee (Peter) en sus diferentes vibratos apoya el bien estructurado guion de Campion, que mueve las piezas como una muy elaborada partida de ajedrez. Sin duda destaca el trabajo de Cumberbatch y Smit-McPhee en roles de alta complejidad sicológica.

Esas actuaciones deben manifestar el pulso de la película, el paso constante desde lo vasto y lo pequeño. Lo inalcanzable de la naturaleza y lo inalcanzable de las profundidades enormes del ser humano. Rose le dice a su hijo, de modo inexplicable en una escena determinante del filme: “no somos inalcanzables”… pero se equivoca.

Género masculino por antonomasia, el western presenta el mundo como un universo donde los hombres que lo habitan comparten soledad, valentía, compañerismo, en historias donde la “escenografía” básica está compuesta por la vastedad y el vacío, clásica metáfora espacial del western. Suele haber un enemigo externo (los ‘pielrojas’, los cuatreros, un poder económico o administrativo injusto y desatado) al que se contrapone una fuerza ética. No necesariamente triunfa, pero es potente y conlleva el cúmulo de valores prístinos y simples que acompañaron a la llamada Conquista del Oeste. Gesta genocida que fue llevada a cabo hasta fines del siglo XIX.

En este caso, estamos en la década del 20. Nada lo indica, salvo la presencia del tren (en 1869 había terminado su construcción) y la de los automóviles. La evidente pujanza económica de los hermanos protagonistas (George y Phil), que pueden dar empleo a una gran cantidad de temporeros y de trabajadores más permanentes, solo se refleja en detalles, pero la ausencia de ciudad, de la ley con mayúsculas (la casa está totalmente aislada y no hay presencia alguna de sheriff) retrotrae el filme a la época precaria, la del oeste salvaje donde el éxito está dado por las manifestaciones de una hombría que nace desde lo físico, donde la única ley es la del patrón, la del dominio del cuerpo, del manejo del ganado, de la necesidad de sojuzgar la naturaleza y sus cursos. Y donde las relaciones son obligadamente heteronormadas y verticales.

De igual forma, la historia podría ocurrir en cualquier parte aislada en el planeta. Porque se trata de un mundo al margen de la sociedad, de la civis, donde las únicas relaciones (siempre unidireccionales) posibles son aquellas que se establecen entre dominadores y dominados, los que son cómplices de la brutalidad del “amo”, quien es admirado como un líder, y seguido sin chistar. No hay más personajes que los cuatro protagónicos: el resto es una masa amorfa, que casi no tiene rostro y que funciona como comparsa del patrón, no por ciega complacencia sino por adscripción a todo lo que este representa. O porque las cosas son así, desde hace mucho tiempo.

La trama en sí es, también, completamente atemporal. Puede darse en cualquier otro tiempo, de antes o después, en un lugar donde la sociedad no existiera, y donde las reglas y derechos fueran casi privativas de ese orden cerrado que vive y se desarrolla en medio del espacio abierto hasta el horizonte. Pese a esto, que las acciones y relaciones tengan lugar en un espacio autoritario y “viril” como el del Oeste de las primeras décadas del siglo pasado, no es tan azaroso, pues, en un espacio como este las relaciones sociales son más autoritarias, más consuetudinarias y, claro, más patriarcales.

Y ese orden se ve, de improviso, resquebrajado. Lo femenino, en el sentido de aquello que puede poner otro orden. El orden de la armonía en contraposición a la crueldad, el de la civilización opuesto al salvajismo, que no solo es aportado por las acciones de Rose sino también por George, el hermano que se viste pulcramente, que se baña periódicamente, que demuestra sentimientos, que trae un piano a la casa, que se impone de una manera soterrada. El filme avanza a grandes saltos, con tremendas elipsis que se resuelven en una frase informativa tanto para los espectadores como para los demás personajes. Esos saltos van mostrando la irrupción de lo femenino, y la manera que tiene lo duramente masculino de hacerle frente, mediante el desprecio por ‘lo otro’, como principal recurso.

A diferencia de El piano, donde se muestra a los pioneros en Nueva Zelanda intentando imponer ‘lo colonizando’ por sobre ‘lo indígena’, acá ese momento ya está en el pasado. La colonización está instalada y cada quien sabe –o debiera saberlo– cuál es su lugar. Como decíamos, hay algo cristalizado, que comienza a resquebrajarse en la superficie. En lo profundo estaba escindido pero solo la naturaleza podía saberlo, ser testigo de aquello y mantenerlo en secreto.

La mirada de Campion a este mundo va marcando esa presencia, las formas concretas de este avance y las de su retroceso; mareas en constante e impredecible movimiento. Lo femenino radica en esa mirada que destaca los elementos antes descritos y que muestra mediante las diversas caras de las características del género, aplicadas en tres de los personajes, la posibilidad de un mundo ambiguo, donde no hay certezas de dónde está el horror, y que necesariamente debe dejar de lado la norma heterosexual y patriarcal dominante. Mundo que se augura permanente, mediante una continuidad simbólica representada por el traspaso de joyas de unas manos de mujer a otras. Esta mirada propone al espectador/a de hoy, desde la exposición de un mundo anacrónico, un tema que contiene vigencia, impacta e incita a la reflexión porque los guetos de este tipo existen aún y son inexpugnables a otras miradas. Campion, con su filme e utilizando este motivo anacrónico, deconstruye las relaciones actuales y plantea que se trata de un sistema de relaciones estructurales y que, en tanto tales, son también presentes, aunque medie un siglo entre las acciones del filme y la contemporaneidad.

La mención del salmo en que se pide protección contra el poder del perro, justifica el título y cita unos versículos bíblicos de oscuro significado en el contexto del filme: “Porque perros me han rodeado /Me ha cercado cuadrilla de malignos; Horadaron mis manos y mis pies. / Contar puedo todos mis huesos/ Entre tanto, ellos me miran y me observan./ Repartieron entre sí mis vestidos / Y sobre mi ropa echaron suertes./ Mas tú, YHVH, no te alejes / Fortaleza mía, apresúrate a socorrerme /Libra de la espada mi alma / Del poder del perro mi única [vida]”.

¿Quién es el perro, en este caso? PP

El poder del perro. Guion y dirección: Jane Campion. Elenco: Benedict Cumberbatch (Phil), Kirsten Dunst (Rose), Jesse Plemons (George) y Kodi Smit-McPhee (Peter). Fotografía: Ari Wegner. Coproducción: Australia, Canadá, Estados Unidos, Nueva Zelanda y Reino Unido. Netflix. Premios: León de Plata del Festival de Venecia (2021). Duración: 126 minutos.

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