EL IRLANDÉS

Cuando la jubilación se acerca desde un rincón del ego, se asoma la tentación de los testimonios, de los discursos de despedida y de las planchas de bronce. Los grandes creadores, esos humanísimos humanos, le llaman testamento estético a esta comprensible tendencia.Encaminado por la edad, el prestigio, los colaboradores y su propia cuna modesta, Scorsese se deja arrastrar por la posibilidad de la grandeza, del canto del cisne, de la pontificación sobre sus propios temas. 

Tráiler de El irlandés.

Años le ha tomado el empeño, tres horas y media de metraje, unos ciento cincuenta millones de dólares e insistirle cincuenta veces a Joe Pesci para que aceptara volver a hacer de gángster.

El de El irlandés es un tipo de relato que Scorsese conoce bien y que le resulta afín a su visión de mundo y a su experiencia personal, común a la de millones de inmigrantes en el mundo.

Aquí vuelve al barrio narrativo que lo vio nacer, aquel en que creció rodeado de una familia quizás no demasiado diferente a las de Calles peligrosasTaxi driverBuenos muchachos o Toro salvaje, probablemente más honrada, menos dramática y violenta. Suponemos.

Resulta difícil que a estas alturas ese territorio narrativo sea capaz de aportar nuevas luces sobre el ya trajinado mundo gansteril, que ha hecho que algún crítico mordaz lo designe como “género Scorsese”. El mayor desafío está justamente en poder rizar un rizo a todas luces crespo.

¿Qué se puede decir de nuevo sobre unas familias que se citan a beber un trago en un local que puede perfectamente ser escenario del asesinato de uno de ellos? ¿Qué pueden aportar unos personajes femeninos eternamente secundarios que observan a la distancia cómo los hombres toman las decisiones sobre negocios y vidas? ¿Qué hay de novedoso a estas alturas en afirmar que el poder político vive en permanente concupiscencia con el delictual? 

La veta escarbada, una y otra vez, demuestra una obsesión, materia prima habitual de los grandes temas, o tal vez la persistencia de quien se condena peligrosamente a la costumbre. Ambas posibilidades no se excluyen. Evidentemente, Scorsese sabe que esa es la máxima amenaza que se cierne sobre El irlandés, pero también puede ser su más interesante desafío.

El cineasta sigue siendo un católico porfiado que mira el pecado con la humana cercanía de quien se sabe también un pecador. Su identificación con el protagonista no alcanza aquí la evidencia de otros de sus relatos, quizás para permitirse más análisis reflexivo y menos emociones. ¿La distancia de los balances?

La historia de Frank Sheeran (Robert de Niro) está mediatizada por un periodista que lo entrevista ya anciano y de ahí surge el largo racconto que compone la mayor parte de la película. El periplo desde su humilde condición de camionero (que ha sido un eficaz soldado durante la guerra) hasta transformarse en figura central, en las sombras, del sindicato más importante del país, tiene las características aparentes del cumplimiento del sueño de todo inmigrante. 

Pero no puede ser sólo eso. Paralelamente el relato describe, con minucia de detalles, el precio moral de ese ascenso, o descenso.

Toda alma tiene su precio y cualquier intento de deshacer el pacto faústico parece condenado al fracaso. ¿Queda espacio real para el arrepentimiento y el olvido? Duda que el narrador sabiamente no resuelve. Lo de él no es parábola moral de catecismo, ni manual del buen comportamiento ciudadano. 

Como en Silencio, la verdad del alma es insondable y solo hay conjeturas posibles. La diferencia aquí es que lo religioso es sólo una ritualidad social que se cumple como cualquier otra, pero el ojo moral no proviene de la institución, sino que aparece clavado en el epicentro de los afectos, fuente nutricional del personaje.

Esto es lo que hace al relato enriquecerse de una adicional tensión moral que no decae cuando la historia parece encaminarse ya hacia el facilismo de mostrarnos a “los héroes” enfrentando sus justos castigos institucionales.

Lo que en obras anteriores era refocilamiento en la sordidez de la violencia realista, en El irlandés adquiere una precisión y sobriedad que amplía sus efectos sin gastar ni agotar la paciencia del espectador. Esto se agradece en aras de la amenidad de una película de longitud poco común.

Las señas de la madurez de un estilo y la seguridad en el manejo del conjunto de disciplinas que son necesarias para darle vida a una obra de largo aliento, brillan en todo momento. La cámara evita los preciosismos de otras ocasiones y no se deja tentar por lucir su autonomía frente a aquello que debe mostrar y desde dónde debe hacerlo para producir su mejor efecto. 

Lo mismo se puede decir de la estupenda ambientación, banda sonora y musical, vestuario y gestualidad de una época. El conjunto es de lo mejor que se puede pedir y sus innumerables candidaturas al Oscar en todas las disciplinas lo atestiguan. 

Pero esto es algo más que el buen cumplimiento con la factura, o la rendición ante las bondades decantadas de lo clásico. Parece más bien la mejor estrategia para expresar los dobleces de la sociedad que se narra: convencional en su comportamiento público, predecible en sus reacciones e inefable en su interioridad.

Los protagonistas junto al director.

La tendencia de Scorsese hacia los estallidos dramáticos sobredimensionados y que tanto pesaron en algunas de sus obras menos logradas, aquí están sujetos a la justa y precisa entrega de la información. Lo que se pierde en espectacularidad no se extraña cuando los hilos de la conducta de los personajes se entrecruzan en un tejido de permanente solidez estructural.

La habilidad del relato está basada en la descripción de los matices interiores de unos personajes que mantienen impecables comportamientos públicos y alguna interjección reiterada para sazonar de naturalismo. 

Pero bajo la eficiencia de la puesta en escena, desfila una procesión de tensiones, que en el caso protagónico encuentra en de Niro un notable intérprete de dosificada contención. En un registro similar Joe Pesci obtiene altos momentos de ricas sugerencias, que el relato no aclara nunca del todo, ya que el narrador también las ignora. Nos queda solamente el gesto final de su entrada en silla de ruedas a la capilla. 

Al Pacino, en un registro completamente diferente, expone su histrionismo a los límites de la parodia, pero incorpora variaciones que hacen de su última conversación con Pesci uno de los momentos esperados de esta lograda sinfonía narrativa. 

Es probable que la conjetura sobre la que se construye el meollo del relato corresponda a los hechos de la realidad, pero sabiamente Scorsese ni afirma ni niega. Se limita, gracias al recurso narrativo del relato dentro del relato, a dar voz a una versión que no se puede comprobar. Al hacerlo suspende el juicio y con ello se abre a la piedad, lo que hace más difícil deshacernos del relato y sus personajes. Así hace variable y permeable la distancia que nuestra buena conciencia quisiera mantener de este conjunto de asesinos que merodean por nuestra vecindad. PP

El irlandés. 2019. Director: Martin Scorsese. Reparto: Robert de Niro, Joe Pesci, Al Pacino. Productora: Netflix, Tribeca. 209 min. Estados Unidos.

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