Luc Besson (París,1959), en una muy reciente entrevista para la revista Deadline, mencionó el tiempo que él considera de vida útil de una película, reflexión motivada por lo que fue el fracaso comercial en salas de su última superproducción Valerian y la ciudad de los mil planetas (2017): “A medida que envejezco, he entendido que la verdadera vida de una película es de 20 años. No son sólo 15 días o la primera semana o el fin de semana de taquilla, especialmente con la llegada del streaming”.
Considerando que la entrevista en cuestión existe como modo de promocionar su nueva película, Dracula: a love tale (2025), es difícil no observar dicho comentario como una suerte de confesión. Y cómo no serlo cuando se trata de una película que se mimetiza con todo lo que hay afuera, una que años atrás había sido carne de televisión por cable. La era del streaming promete más ojos potenciales pero, al mismo tiempo, menos dedos que quieran hacer click con ésta película, una que básicamente existe para que no la hagan de nuevo.
El Drácula de Besson es uno extraño; no solamente por una factura aparentemente pobre, tanto en uso de cromas, escala de planos, efectos especiales y recreación del periodo, si no también porque —más que una reinterpretación de la novela de Bram Stoker– es prácticamente un remake desvergonzado de una de las versiones cinematográficas más recientes, la de Francis Ford Coppola: Bram Stoker’s Dracula (1992) no es solo una obra que terminó redefiniendo las adaptaciones del clásico relato, sino que es una de las más exitosas en el mundo del cine. Alguien sensato habría tratado de separarse lo más posible de ella. Pero la de Besson carece de buen sentido. Mientras que la de Coppola actúa como una nube negra que no le da tregua a esta nueva versión.

La historia es conocida: en el siglo XV el príncipe Vladimir, habiendo perdido a su esposa Elisabeta mientras se encontraba en la guerra, renuncia a Dios, prometiendo reencontrarse con su amada. Cuatro siglos después, un médico y un sacerdote tratan de resolver un misterioso caso que apunta a la presencia de un vampiro en París, al mismo tiempo que, luego de una búsqueda incesante, el ya envejecido y decrépito Vladimir parece haber encontrado a la reencarnación de su difunta pareja en una joven llamada Mina Murray.
Como la novela, la película no tiene personaje central, aunque a diferencia de la de Coppola, Besson no logra realmente balancear la supuesta coralidad de su relato. Quizás de forma inteligente o ingenua, el director asume una familiaridad con versiones anteriores de Drácula, por lo que los personajes existen como portadores de información más que como seres de carne y hueso que demanden una atención o examinación profunda. Estamos para ver una vez más la misma historia, así es que a comportarse como se debe.
El prólogo que comprende al príncipe Vladimir (o conde Dracul) parece apresurado y obligatorio, lo que ya es mala señal cuando este debe sentar las bases de la historia.
Y si el relato ya contiene algunas lagunas o faltas de desarrollo, Besson no logra compensar la prosaica narrativa con algo de estilo. Cada vez que debe sintetizar el relato, apenas deja ver curiosidad por la forma, con un lenguaje de comercial de chocolates o de videoclip, lo que desentona aún más con las escenas de exposición y conversaciones que existen para mover adelante la trama, escenas que no son muy interesantes tampoco.
El montaje en las escenas de acción, tanto en el prólogo como en el clímax, roza el lenguaje de parodia televisiva, tratándose de una serie de aborrecibles intervenciones que existen para esconder la falta de financiamiento o de interés. La dirección de arte es grotesca, aunque bien puede ser también un síntoma del cine en digital vs celuloide. Y es que antes había que saber iluminar como corresponde para mostrar y esconder apropiadamente el decorado.
UN BUEN PERSONAJE… PESE A BESSON
Uno de los pocos puntos rescatables es la actuación y presencia de Caleb Landry Jones (Texas, 1989), quien interpreta a un Drácula intenso y agotado en partes iguales. Aunque su rostro, sumado a los atuendos de época, pueda recordar un poco a Tom Hulce (Amadeus (1982), la de Landry Jones es una actuación similar a la de F. Murray Abraham (como Salieri en esa misma película), y no solo por los kilos de maquillaje que lleva encima cuando le toca interpretar a su personaje como anciano. Ambos personajes sienten una traición de su Dios y proceden, de forma paciente y maquiavélica, a tratar de cumplir sus motivos egoístas a cambio de sus frágiles almas. Landry Jones hace lo que puede con lo que tiene, a pesar de que Besson recién mastica el verdadero sentido trágico de la trama casi llegando al último cuarto de película.
El resto del reparto es otra historia. El dos veces ganador del Oscar Christoph Waltz (Viena, 1956), quien fuera de las películas que ha hecho con Tarantino tiene poquísimos aciertos en su carrera, está (Dios lo bendiga) en piloto automático, interpretando una suerte de aburrido Columbo facilitado por la comunidad eclesiástica. Peor todavía está Zoë Bleu (EEUU, 1994), quien interpreta al interés amoroso de la película. Tiene una mirada atrapante y cumple con encarnar visualmente al cuerpo del deseo, pero también demuestra escasa capacidad actoral. No sorprende cuando uno revisa las elecciones de actrices de Besson, donde a menudo elige a modelos que actúan. El hombre tiene sus prioridades.
Pero, en definitiva, la verdadera cruz de esta película es el desinterés de Besson por el material que tiene en sus manos. Todo está hecho para que el relato se cuente pero no se sienta. Hay un punto en el guión en que pareciera que Besson entiende la relación de Vladimir/Drácula con Elisabetta/Mina como una suerte de Orfeo y Eurídice, en donde el príncipe está dispuesto a recorrer las tinieblas para recuperar a su amor, solo para perderla una vez más. Pero dicha comparación sería muy generosa, sobre todo considerando la pobre resolución de su clímax, el cual viene luego de las escenas de acción de rigor; y es que hoy en día, todos los momentos climáticos podrían ser parte del universo de John Wick o de Liam Neeson golpeando a criminales anónimos, formato del que Besson es más que parcialmente responsable.
Al menos Besson entiende la carga erótica y sexual del relato que está contando, el amor en toda su carnalidad. Aunque hay que decir también que si no lo hiciera, es probable que los franceses le retirarían el derecho a su nacionalidad. Por otro lado el soundtrack de Danny Elfman llega con material probado y con una música muy similar a de sus colaboraciones con Tim Burton, entregando la nota más romántica y sosa. Ambos polos y formas de ver el amor no logran cuajar, por lo que el reencuentro no tiene una carga emocional significativa.
Volviendo a 1992, la de Coppola no es una obra maestra, pero al menos había una curiosidad por las posibilidades del medio, y aquello es lo que la ha hecho envejecer bien. Está lejos de ser el Bitches Brew de Miles Davis, pero es difícil no recordar al crítico de jazz Bob Rusch mencionando su parecer al momento en que el seminal disco de Davis fue lanzado: «Cínicamente lo vi como parte de la basura comercial que estaba comenzando a bastardear los catálogos (…). Hoy en día lo escucho ‘mejor’ porque ahora hay tanta música que es peor”.

Incluso la Megalópolis de Coppola ve toda su falta de buen gusto compensada por su personalidad. Incluso si llega a ser recordada como un fracaso monumental, será por las decisiones estéticas que están en juego. Otro ejemplo: el Nosferatu (2024) de Eggers, como gran parte de su obra, existe como una suerte de pretenciosa amalgama del cine de autor con el de Hollywood, un cine que busca sin tapujos ser un clásico para la historia, y entrar en el catálogo de Criterion Collection o Janus Films; pero incluso aquello involucra ciertos parámetros creativos y estéticos. Lo que Besson propone, en cambio, es una obra casi intercambiable, y apenas contada. En la misma entrevista con Deadline, Besson menciona que su interés no era Drácula en sí mismo como novela o personaje, si no poder trabajar nuevamente con Landry Jones, con quien ya había colaborado en Dogman (2021). Y ello se nota. Es meramente un vehículo para que su actor se luzca, y lamentablemente la película sufre cada vez que él no está en pantalla.
Hace unos pocos días el Festival de Cine de New York anunció en su programación la nueva película del inagotable hombre del momento, Radu Jude. Se trata de Drácula (2025), una película que abarca la historia de las adaptaciones de la obra de Bram Stoker, la inteligencia artificial, el capitalismo y un potpurrí de elementos que exhiben una “jubilosa y caótica vulgaridad”. Quizás no sea una buena película, depende del gusto del espectador por las cintas del rumano. Pero incluso tomando en cuenta la más baja de las consideraciones hacia sus cintas, ciertamente su Drácula va a ser más interesante que ésta. Luc Besson acaba de estrenar la suya, y ya parece obsoleta. PP
Dracula: A love tale. 2025. Dirección y guión: Luc Besson. Reparto: Caleb Landry Jones, Zoë Bleu, Christoph Waltz, Matilda de Angelis y Guillaume de Tonquédec. Producción: Virginie Besson-Silla. Música: Danny Elfman. Dirección de fotografía: Colin Wandersman y Luc Besson. Casas productoras: EuropaCorp, TF1 Films Production, SND. Horror/Romance. Ficción. Duración: 126 min. Francia, 2025.