EL ECLIPSE DEL NOSOTROS: EL CINE CHILENO FRENTE AL ESPEJO NEOLIBERAL

El viraje hacia un cine de ficción intimista en Chile no es accidental ni exclusivamente artístico. Responde, más bien, a un cambio de paradigma cultural. Desde los años 80, Chile ha sido un laboratorio privilegiado del modelo neoliberal, no solo en lo económico, sino también en la forma en que comprendemos el lugar del individuo en el mundo. El cine no ha estado ajeno a ese desplazamiento. Lo que antes era una narrativa orientada al nosotros, se ha vuelto una exploración del yo frente al mundo.

«Ya no basta con rezar» de Aldo Francia.

La pregunta es inevitable: ¿qué ocurrió con el relato del país, con la épica popular, con la urgencia de mirar la desigualdad desde una perspectiva compartida?

Quienes recuerdan la fuerza del cine chileno de los años 60 y 70 saben que ese cine hablaba desde y hacia un colectivo. Las películas de esa época hacían visible la lucha de las clases trabajadoras, el conflicto social, la búsqueda de una identidad común. Se trataba de una cinematografía que además de representar al país lo pensaba activamente, proponiendo un diálogo con su presente convulso.

Con la consolidación de las lógicas neoliberales, ese horizonte común se diluyó. La noción de individuo como centro de toda narrativa cobró fuerza, y con ella emergió un tipo de cine más introspectivo, que se distancia de lo estructural para privilegiar lo subjetivo. Hoy, los protagonistas de las películas chilenas ya no son obreros organizados, pobladores movilizados ni estudiantes en lucha. Son mujeres solas, hombres atrapados en crisis afectivas, jóvenes que buscan su destino en la atomización de las grandes ciudades.

Este tipo de cine no carece de valor. De hecho, muchas de estas obras han alcanzado una enorme potencia estética y emocional. Sin embargo, su hegemonía deja una pregunta incómoda: ¿puede el arte mantener silencio frente a la fractura social? ¿Qué se pierde cuando la representación del lazo social se convierte en excepción y no en norma?

Curiosamente, es el cine documental el que ha conservado –e incluso potenciado– esa sensibilidad hacia lo colectivo. Mientras la ficción se repliega hacia lo privado, el documental chileno contemporáneo ha sabido instalar en la pantalla los conflictos que atraviesan la sociedad: la memoria herida por la dictadura, la precarización de la vida cotidiana, los movimientos sociales, la desigualdad persistente. Son filmes que interpelan, que sitúan a quien los ve no como testigo/a, sino como parte implicada en una historia que sigue escribiéndose.

«Pampas marcianas» documental de Aníbal Jofré (Colectivo MAFI).

En este terreno, han surgido películas que logran equilibrar lo íntimo y lo político, lo testimonial y lo poético. Mediante recursos formales diversos, el documental chileno ha resistido la tentación de la indiferencia, instalando una contracorriente en la que el nosotros aún respira.

La encrucijada actual del cine chileno plantea, entonces, un desafío. En tiempos de urgencias compartidas –crisis ecológica, fractura social, explosiones de protesta–, es necesario repensar el lugar de la comunidad en las narrativas nacionales. El individualismo no es solo una estética: es también una política de representación. Volver a lo colectivo no implica desechar lo íntimo, sino rearticularlo dentro de un entramado social que le dé sentido.

Tal vez, el gesto más radical que puede ofrecer el cine hoy sea volver a decir nosotros. No como nostalgia de un pasado épico, sino como apuesta por una sensibilidad nueva, capaz de recomponer los vínculos en un mundo que insiste en separarnos.

Foto de portada: «La vida de los peces» de Matías Bice.

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