JAFAR PANAHI: UN LEOPARDO, UN LEÓN, UN OSO Y LA PALMA

Jafar Panahi (1960) pertenece a la segunda gran generación de cineastas iraníes que se han impuesto en el mundo con sus finas observaciones sobre su propia cultura, cautiva de un  régimen digno de la fantasía de uno de sus milenarios narradores, capaces de imaginar los prodigios y los maleficios más recónditos de un país varias veces milenario, pero que rara vez se ha permitido demasiadas libertades de expresión.

El clip de «Solo fue un accidente» realizado para el Festival de Cannes.

Persia y su vecindario ha contado con mil y una noches de experiencias narrativas y lo raro sería que eso no tuviera alguna consecuencia hasta el presente.

Pero lo raro dominó por largo tiempo sobre la monarquía más antigua del mundo y cuando un día a la reina Victoria le anunciaron la próxima visita del Sha de Persia ella se sorprendió, se cuenta, de que no llegara en una alfombra voladora. Si bien la anécdota es improbable, no lo fue para el resto de los británicos, que se asomaron a las calles para ver las lámparas maravillosas, los genios y elefantes que, suponían, debían acompañar al exótico personaje. ¿Recuerdan la entrada de Aladdin en la película homónima, acompañada de la canción Príncipe Alí?

Es  evidente que en los siglos intermedios no hubo un cambio muy significativo en lo que Europa imaginaba sobre el país de Omar Khayyam

y de Avicena. Tal es la fuerza de la narrativa en la creación del imaginario popular: un tesoro digno de Alí Babá. Pero como a todo tesoro hay que resguardarlo, los guardianes de la Ley se preocuparán de hacer la vida imposible a los agentes del Deseo.

Y esto viene ocurriendo desde que el tiempo empezó a ocupar el espacio y en todas las sociedades, más o menos humanas, que en el mundo han sido. Hoy la dictadura shiíta, una de las corrientes del Islam que glorifica la flagelación, la penitencia y el martirio, se preocupa obsesivamente de cubrir la cabeza de las mujeres, con la seguridad que eso garantizará su sometimiento al dominio masculino, supuestamente autocontrolado y garantía de ortodoxia eterna.

Así la antigua Persia (es decir la tierra de Perseo, el que derrotó a la Medusa y su mirada petrificante y que salvó a la desnuda Andrómeda de su triste destino, con la que se transformó en padre mítico de los soberanos persas) devino en el actual Irán, que suena como tierra de la Ira.

 “MÁS DISCURRE EL NECESITADO QUE EL SATISFECHO”

 “El arte vive de cadenas y muere de libertades” dijo el escritor André Gide, que de censuras conoció todos sus efectos en vida.

Harry Lime, el villano inolvidable de El tercer hombre (1948) de Carol Reed, interpretado muy cercanamente por Orson Welles, le dice al protagonista que mientras en Italia Leonardo, Miguel Ángel y Rafael creaban sus obras inmortales, al mismo tiempo los Borgia asesinaban y hacían las peores guerras. Con eso el gran cineasta, verdadero autor de su personaje, aludía a las necesarias restricciones que toda creación requiere para poder avanzar en su profundidad exploratoria del alma humana. (En vez, la tranquila y tolerante Suiza en sus ochocientos años de democracia solo ha producido el chocolate y los relojes cucú).

Irán no es una nación árabe, aunque si musulmana, shiíta. Eso explica la profunda diferencia cultural con su vecindario y que le facilita las cosas a la hora de filmar y le dificulta todo lo demás con su vecindario sunita. En la antigua Persia no existía el tabú contra las imágenes y la representación de la figura humana, por lo que se desarrolló una rica tradición plástica y teatral, cuyas raíces se pierden en la memoria histórica y esto asegura, en toda cultura, las bases para el desarrollo solvente de lo cinematográfico. La llegada del Islam en el siglo VII, cambió las cosas, pero no logró borrar la historia anterior.

Está claro que las ecuaciones no sirven para explicar la creatividad. No se deduce que las censuras sean un estímulo infalible para la creación, o que  todas las libertades darán como resultado obras de arte. Toda creación no está resuelta cuando comienza su gestación y todo lo que se le opone potencia o perfecciona sus formas, dándole la pureza que el alma del autor desea o imagina, pero que las más de las veces no logra obtener por sí solo. Finalmente la creación es siempre libre y responde a la moral de su propio proceso. Eso la hace desde siempre sospechosa a los ojos de los poderosos.

Al cine iraní, muy vigilado por el poder político, y a la vez religioso, que hoy domina un país de refinada tradición estética, se lo ha visto florecer espléndidamente bajo la dictadura de los Ayatollah. Mientras que durante el reinado del Sha Mohamed Reza II, que amaba el cine y que hizo grandes inversiones en infraestructura y tecnología cinematográfica, no produjo resultados apreciables fuera de las fronteras del viejo país y tampoco muy significativos dentro.

UNA COSA NUEVA

Irán, tierra de los arios que así pasó a llamarse en 1925, nunca ha imaginado mucho la democracia, pero sí la modernización, la tecnología y el consumo que el petróleo trajo consigo. Los cineastas de los años noventa habían vivido y madurado el cambio de régimen político y en la escala valórica que siguió al derrumbe de la antiquísima monarquía.

Las restricciones al comportamiento social y las normativas estrictas a los medios de comunicación, como Borges profetizó, hicieron florecer las metáforas.

Hijo directo del neorrealismo italiano, el cine iraní es cosa nueva y se ha impuesto en el extranjero desde los años noventa. Primero en los festivales internacionales y luego también en el circuito comercial, llegando incluso al, a menudo, refractario mercado estadounidense. En Hollywood ha ganado dos veces el Oscar y ha sido candidato varias veces más.

Con su suelto naturalismo, sus maravillosos niños protagonistas y sus historias sencillas, pero en las que subyacen brillos preciosos y nacaradas  opalescencias de poesía y de antiguos relatos orientales, el cine es quizás el más potente opositor a la teocracia en el poder.

«El color del paraíso» de Mahid Mahidi.

Desde el gran éxito de público que Mahid Mahidi obtuvo con dos bellos melodramas infantiles, (Los niños del cielo y El color del paraíso) y el triunfo en Cannes de Abbas Kiarostami con El sabor de la cereza (1997), el cine iraní dejó de ser un desconocido en el panorama actual. Kiarostami pasó a ubicarse entre los mayores cineastas del mundo (Copia certificada, Detrás de los olivos, El viento nos llevará, Diez) y el interés mundial alcanzó  también a Moshe Majmalbaf (Kandahar) y sus hijas Hana (Buda explotó por vergüenza) y Samira, responsable de la premiada La manzana, dirigida a los 18 años y que, a pesar de su sexo, ha logrado imponerse dentro de una cultura tan tradicionalista como esa. Asghard Farhadi, además excelente guionista, ha sido el ganador de dos Oscar para su país (La separación y El viajante, además de Canaan, Un héroe). También están Mohammad Rasoulof (La vida de los demás, La semilla de la higuera sagrada), la animadora residente en Francia Marjane Satrapi (Persepolis),  Bahman Ghobadi  (Las tortugas también vuelan) y algunos otros nombres protegidos por necesario anonimato.

«Persépolis» de la animadora Marjane Satrapi.

SEGUNDA GENERACION

Jafar Panahi (1960) pertenece a la segunda gran generación de cineastas iraníes que se han impuesto en el mundo con sus finas observaciones sobre su propia cultura, cautiva de un  régimen digno de la fantasía de uno de sus milenarios narradores, capaces de imaginar los prodigios y los maleficios más recónditos de un país varias veces milenario, pero que rara vez se ha permitido demasiadas libertades de expresión.

El régimen actual, no es en esto demasiado lejano al anterior, pero ha alcanzado tales excesos que ha hecho recordar con más simpatía a aquel Sha, el último, que en los años setenta era capaz de opacar la mala fama de un dictador latinoamericano al que nadie había imaginado antes y que por ello nadie neutralizó a tiempo.

De carácter afable, parco en palabras y modales que denotan una educación esmerada, Panahi posee la eficaz fotogenia de alguien que no buscó estar delante de la cámara para lucirse. Se vio obligado a ello por las circunstancias que reforzaron su voluntad de sobriedad y discreción.

Su cine está siempre a la altura de sus humildes personajes y ha hecho de la vida cotidiana el epicentro de sus preocupaciones expresivas. Algunos de sus títulos pueden ser vistos como auténticas lámparas maravillosas para iluminar la caverna oscura, quizás un bunker, en que buena parte de la sociedad iraní parece sumida.

«El globo blanco».

El globo blanco (1995): la sencillez puede ser estrategia arriesgada para comprender la realidad, ya que caer en la flojera del simplismo no cuesta nada y es engañoso creer que lo simple es sinónimo de lo verdadero. Esta película, de desarmante pureza y compleja sencillez, abrió a Panahi la fama internacional. El acierto de su forma sobria está en el grado de emoción que produce y su persistencia en la memoria. Una niña de barrio popular logra que su madre le dé el dinero para comprar un pececito para celebrar el Año Nuevo, pero se le cae el billete en una reja de alcantarilla. El rescate del billete será el relato. Unos intérpretes que hacen invisible la presencia de la cámara, una ambientación tan concentrada y realista como simbólica y un final que deja instalado ese globo blanco como un llamado a la conciencia solidaria del mundo. Cuesta creer que fuera filmada hace treinta años. El guión es de Abbas Kiarostami (1940-2016) maestro y mentor de Panahi.

El círculo (2000): hay comienzos de relatos que pueden ser notables, ya sea por la originalidad o por la capacidad de sintetizar un tema o un motivo. Una señora recibe a través de una blanca ventanilla la noticia de que le ha nacido una nieta, lo que le causa una profunda desazón. El relato seguirá por otros derroteros, pero se mantendrá alrededor de los temas de la condición de la mujer y de la cárcel, metáfora algo evidente de una sociedad que valoriza lo masculino y la represión. En un momento, una mujer no puede comprar un boleto de bus por no ir acompañada de un hombre; otra no puede fumar un cigarrillo en la vía pública; a una tercera no le permiten entrar a un servicio de salud de urgencia sin ponerse encima un chador. Las protagonistas se van turnando y desapareciendo del relato hasta que, finalmente, las veremos cerca de la ventanilla gris al interior de una celda, recordando la escena del comienzo. Sin llegar a mecanizar su estructura circular, la película obtiene momentos emocionantes ausentes de proclamas y discursos hechos, sin apuntar con el dedo y dejando que las omisiones remuevan nuestra imaginación.

Esto no es una película (2011): ya condenado, en la vida real, y obligado al arresto domiciliario en espera de la cárcel, Panahi se hace filmar por su amigo Motjaba Mirtahmasb leyendo el guion de la película que tiene prohibido realizar. En el living de su casa traza una posible escenografía, mientras Igi, su iguana, se entromete y el cineasta reflexiona sobre su situación digna de Kafka y sobre los mecanismos expresivos del cine. En apariencia el relato podría ser autorreferencial, pero la falta de pretensiones y las restricciones impuestas por las autoridades potencian sus significados mucho más allá, incluyendo una buena dosis de emoción. Termina siendo una película al cubo cuando Panahi observa desde el patio de su edificio, del que tenía prohibido salir, lo que ocurre en la calle.

Taxi Teherán (2015): a Panahi se le prohibió volver a filmar y él, para ganarse la vida, decidió manejar un taxi. Pero dentro del vehículo instaló una cámara y con ella registró las conversaciones de una sucesión de pasajeros. Las filmaciones terminan siendo un destilado de la sociedad iraní y de sus problemas. Como siempre en su cine, la diferencia entre lo que es documental y la ficción no interesa mucho, ya que los niveles de verosimilitud de la acción parecen borrar cualquier frontera. Sin duda hay una selección de los episodios y la suma de estos no se ahorra críticas hacia una sociedad poco dispuesta a escucharlas. La película concluye con un texto provocador: “El Ministerio de Orientación Islámico aprueba los títulos finales de las películas distribuidas. Con gran disgusto mío, este filme no tiene títulos finales”. Oso de Oro en Berlín.

El propio Jafar Pahani en «Taxi Teherán».

Tres rostros (2018): en la realidad, una conocida actriz de cine y televisión recibe una cinta de  video en la que una muchacha se ahorca por no poder ser actriz. Esto motiva el viaje de Panahi y de la actriz hasta la lejana frontera con Turquía para buscar la verdad tras el video. Descubrirán un mundo que vive entre la superstición, la pobreza y la ilusión. Autorizado a filmar, después de siete años de ser condenado a la cárcel, Panahi se retrata aludiendo a las represiones y al machismo del régimen, sin mencionarlo nunca y siguiendo una historia original y conmovedora, que no descansa hasta su intrigante final, que parece citar aquel famoso de El viento nos llevará de Kiarostami. Obtuvo el premio al Mejor Guion en el Festival de Cannes.

Sin osos (2020): presentada a concurso en el Festival de Venecia, ganó el Premio Especial del Jurado, mientras Panahi cumplía con una nueva condena efectiva a seis años de cárcel, obtenida por defender al cineasta Mohammad Rasoulof, quien en 2020 ganó el Oso de Oro en Berlín con La vida de los demás y que cometió también el horripilante, deleznable y abominable crimen de… criticar a su gobierno. El italiano Luca Guadagnino (Llámame por tu nombre) que ganó entonces el León de Plata, dedicó a ambos su premio. Como en los casos anteriores el protagonista es el propio Panahi, nuevamente relegado y bajo observación en una aldea cercana a la frontera turca. De pocas palabras y mucha curiosidad, pasa los días observando el entorno, sacando fotos y haciendo anotaciones para alguna futura película.

En forma distraída pasa su cámara al simplón aldeano que le arrienda la habitación en que reside para que grabe una ceremonia tradicional que ocurrirá fuera de la aldea. Saca fotos a unos niños, come lo que la madre del aldeano prepara. Todo bastante anodino, pero igualmente los hombres son capaces de hacer surgir un conflicto amenazante de todo eso. En la foto de los niños parece que se ve algo que no debiera estar sucediendo. Todos comienzan a imaginar que él lo hizo para molestarlos a todos y la situación se vuelve amenazante. Un oculto poder represivo se cierne sobre Jafar y cruzar la frontera parece la única salida posible para solucionar la historia de amor trágico que está por desatarse.  Una suerte de Blow up, gran obra de Michelangelo Antonioni y muy admirado por Panahi, que en 1966 ganó en Cannes y que fue un éxito internacional de taquilla. Ahí también un fotógrafo inocentemente captaba algo oculto y que le traía consecuencias inesperadas. Solo que en este caso las consecuencias son las esperables de un sistema que dejó a Kafka como esbozo infantil de una pesadilla futura.

DE NUEVO EL CÍRCULO

Solo fue un accidente (2005) le ha permitido ganar la Palma de Oro en el pasado Festival de Cannes y con eso ha completado un repertorio de premios casi inigualable: Leopardo de Oro en Locarno por El espejo (1997);  León de Oro de Venecia por El círculo (2000); Taxi Teherán (2015) Oso de Oro en Berlín y ahora la Palma. Solo estaría faltando el Oscar del año próximo, que de obtenerlo superaría la marca dejada por Michelangelo Antonioni, único ganador anterior de todos esos premios.

Su reciente película fue filmada con todas las restricciones imaginables por un cineasta bajo la lupa de uno de los estados más obsesivamente represivos pero que se sabe, a su vez, observado por todos los demás. Panahi ha recordado que, si bien se inspiró en parte de su experiencia de varios meses de prisión e interrogatorios, lo que primero se le vino a la cabeza fue recordar Esperando a Godot, la obra teatral de Samuel Beckett, y el paisaje de un árbol solitario y una tumba.  El realismo jamás ahoga la fascinación del espectador y se esfuma el peligro de que todo se transforme en una mera intriga judicial, ejemplificadora y moralista, que es lo que el sistema político quizás hubiese deseado, como también el público más conservador. Pero Panahi no se permite las simplificaciones y nunca le falta el humor, el respeto por las convenciones de los géneros y la reflexión moral, tan propia del cine iraní.

No es simplemente un cine de denuncia de lo que le ha sucedido personalmente, o que le ha sucedido a otros como a él. Es una mirada a la condición humana sometida a la violencia de sistemas que sufren a su vez del miedo a la venganza de sus víctimas. Como todo gran narrador ha sabido usar las restricciones políticas para hablar de política, sin caer en la tentación facilona de las proclamas o de la superioridad moral de quien sufre por sobre quien hace sufrir. La amenaza que todo se vuelva una venganza interminable de unos y otros, es una de las preocupaciones de Panahi, como antes lo fuera de Primo Levi y del poeta turco Nazim Hikmet.

El cineasta no ha vivido la llamada Guerra de los 12 días, entre Irán, Israel y Estados Unidos. Se ha quedado momentáneamente en Australia, donde estaba presentando su película. Le fue imposible regresar al país al que, a pesar de todo, desea volver, porque es el suyo. “Estoy encerrado fuera de mi patria”.

ALARGUE

«Hit the road» de Panah, hijo de Jafar.

Hit the road (2021): la película de debut de Panah, hijo de Jafar, ha obtenido ya buenas críticas y premios en tres festivales. Heredando algo de los temas paternos (la frontera, la familia) y algo de las formas de Kiarostami (el paisaje, las elipsis, el plano-secuencia, la música clásica) es un retrato rico en encanto poético de los afectos familiares. Una pareja intenta por todos los medios de hacer cruzar la frontera al hijo mayor. Panah sabía todo sobre su historia, la había vivido con Salnaz, su hermana que debió exiliarse del país por haber sido amenazada, principalmente para controlar a su padre.

Ver cualquiera de estas películas es un acto de participación activa en la defensa  de valores que están siendo puestos a prueba por la situación actual. Además, es un acto que se disfruta por la belleza de unas obras serenamente desafiantes a la tiranía que las ha motivado.

Foto portada: Jafar Panahi filmando «Sin osos».

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