Tribuna que serpentea temas de interés tanto para la elite como el mundo popular, significando una fuente de conocimiento mediada por la calidad de la pluma de quien escribe, la crónica en Chile tuvo cumbres altas en Joaquín Edwards Bello, a principios del siglo XX, y posteriormente Ricardo Latcham, Alfonso Calderón o Enrique Lafourcade. Sin embargo, las crónicas sobre el cine chileno son escasas.
Juan Cristóbal dedicó un cuidado retrato de Alejandro Flores en los lejanos años 30 del siglo pasado, y Mario Godoy Quezada recuperó la voz del cine silente en la extinta revista Ecran, pero mucho más no hay. Por ello, Yenny Cáceres con Los años chilenos de Raúl Ruiz bien viene a situarse en esta ruta, desde una vereda contemporánea ciertamente, en la que propone la crónica de un país que ya no existe, como señala en su prólogo.
Lo que Raúl Ruiz (1941-2011) fue al cine chileno, es equivalente a lo que fue Jorge Teillier en la poesía, José Donoso en la narrativa o Violeta Parra en la música: una ruptura con el criollismo precedente. El objetivo de esta generación de intelectuales estaba dado por la exploración de una tradición cultural menoscabada, que se manifestaba en rasgos sicológicos muchas veces oscuros o reñidos con una visión publicitaria de la nación. Así, lo que inicialmente promete ser el retrato biográfico de uno de los principales cineastas chilenos, acaba por documentar las ruinas y vestigios de un modelo cultural que situaba la experiencia como elemento central a la hora de indagar sobre nuestras identidades.
El libro de Cáceres se estructura en dos relatos paralelos. Por una parte, la voz del propio Ruiz, quien mediante entrevistas traza recuerdos y reflexiones en el rango que va desde 1959 y hasta 1975, un periodo que abarca desde su llegada a estudiar a Santiago, su incursión en el teatro, sus vínculos con la bohemia de los años sesenta, el activismo militante en los años de la Unidad Popular y hasta sus primeros años de exilio. Con precisión se rememora el clima de extintos lugares de la bohemia santiaguina, como Il Bosco, donde pululaban escritores tan diversos como Teófilo Cid, Stella Díaz Varín o Eduardo Molina Ventura que, entre líneas, permearán sus películas de igual manera que sus estudios de teología, su experiencia como dramaturgo, sus pasos por la televisión universitaria o sus lecturas.
Raúl Ruiz rompió una tendencia maniquea de entender la chilenidad, cristalizada en cierto cine de entretención que replicaba una estética decimonónica, caracterizado entre sus precedentes en José Bohr, y luego entre sus contemporáneos por Germán Becker. Cuando estrena Tres tristes tigres (1968) y Nadie dijo nada (1971), la tendencia está claramente enfocada en reorientar lo que se entiende por un ser chileno, y para ello incorpora nuevos actores sociales, un paisaje que transita por cabareteras y cantantes de tango, estafetas y asaltantes, poetas y empleados públicos.
La autora bien identifica esto como parte una ciudad secreta, permitiendo entender que la voz de Ruiz se situaba en paisajes urbanos nunca antes filmados. Esa misma sensibilidad lo lleva, por ejemplo, a la adaptación de la novela de Enrique Lafourcade Palomita blanca (1973), mal mirada hasta el día de hoy por la intelectualidad, pero que sigue siendo del gusto popular, demostrando cómo lo vernáculo, si no es visto de soslayo, otorga una riqueza viva a nuestro patrimonio cultural, mientras que también abre la pregunta respecto a cuánto se ha elitizado la obra de un cineasta que se dedicó permanentemente a pensar el cotidiano chileno como un territorio simbólico.
Por otra parte, el libro incorpora la voz de los propios protagonistas de ese clima cultural subterráneo, entrevistas que con curiosas anécdotas permiten comprender los procesos exploratorios que Ruiz desarrolla, y que terminan por convertirlo en uno de los cineastas más rupturistas del periodo con tan solo veinte años. En esta línea, otro acierto de Cáceres está en revalorar películas pocas veces estudiadas en el campo académico, como son La colonia penal (1970) o una serie de cortometrajes realizados como parte de su militancia en el Partido Socialista, y que actualmente están desaparecidos.
La autora rompe con la clásica tiranía del cine de autor, que generalmente predomina cuando se estudia el periodo de los 60, y demuestra que ese cine chileno se realizaba entre amigos, con sensibilidades cómplices, modestia y superando los precarios medios con los que contaba el país. La erudición de Ruiz y su obsesión por filmar permanentemente, lo convierten en un mito que, en esta publicación, es humanizado sin caer en apologías. Los años chilenos de Raúl Ruiz es una puerta de entrada amigable a un cineasta muchas veces tildado como hermético e intelectual, algo que es subvertido en esta publicación. Aflora acá ese sujeto que señalaba no está lejos la felicidad de las cosas simples, acercando con ello sus películas a nuevos públicos, quienes podrán constatar el valor y la frescura que en ellas sigue perdurando.
Foto de apertura: Archivo Cineteca Nacional de Chile. Ruiz en un descanso de Palomita Blanca.
Los años chilenos de Raúl Ruiz. Yenny Cáceres. Catalonia – Escuela de Periodismo Universidad Diego Portales. Santiago de Chile, 2019.