En un gran plano general, sobran los motivos para admirar a Pedro Chaskel. Su trayectoria, indisoluble con la de su generación cincue-sesentera de cineastas chilenos, trasciende hasta nuestros días en la obra de todos ellos.
Pudimos comprobarlo en 1999. Dieter Strauss, entonces director del Instituto Goethe de Santiago logró traer desde Alemania lo que Heiner Ross, de la Cineteca Alemana y gran amigo de Pedro, se llevó tras su incursión en el Chile de la Unidad Popular: copias de películas –en su mayoría documentales– de las obras realizadas por los cineastas chilenos. Copias de esas copias en manos de la Cineteca Alemana nutrieron por mucho tiempo una solidaridad inagotable de los jóvenes alemanes con el Chile bajo dictadura.
En el año en que dejábamos atrás el siglo del golpe militar, una muestra de cine, originalmente de pocos días con las copias traídas a Chile por Ross, se convirtió –en palabras de Strauss– en el programa más largo y exitoso del Instituto Goethe, en años. Heiner Ross fue honrado en ese entonces por el gobierno de Lagos con una Orden al Mérito Cultural, creada para esa ocasión.
Una imagen imborrable de entonces: un muchacho de unos 15 años -y junto a él otros y otras boquiabiertos-, deslumbrado con Venceremos, por esas caras en la pantalla grande; esas voces y esos paisajes en blanco y negro de un Chile lejano y cercano a la vez, y esa gente que marcha por unas calles ocupadas por consignas que, en su dimensión de 1999, rebotan con una frescura inusual en las paredes de una sala atiborrada del Instituto Goethe.
El arte, la magia del cine y esa memoria, que se alimenta de imágenes, hicieron visible lo que no está a simple vista. Las imágenes se funden en la emoción, para anidarse en la mente de esos chicos: “allí en la pantalla están mis padres, mis tías, mis abuelos, mis amigos, las calles y… los argumentos de siempre” – pensarán, de seguro. Asombro en esos rostros, curiosidad por lo que fuimos y hubiéramos podido ser.
Pedro Chaskel era poco locuaz en todo lo que tocara su esfera personal, pero un día se refirió a la suerte que tuvo en su vida: por escapar por un pelo, a los 7 años, de la Alemania nazi; luego, en Chile, por encontrar su pasión por el cine, a Fedora –Yeya-, su gran amor, y por conocer a personas que le despertaron una mirada nueva, de asombro y cariño, por su nuevo país. Y, claro, la suerte nuestra, debemos decirlo, porque él compartió todo esto con nosotros, tanto tiempo.
Hay muchos motivos para querer a Pedro Chaskel, más aun en un plano medio. De risa fácil, cálido, cariñoso, locuaz. La “r” nunca lo quiso mucho y así es como la “g” la reemplazó y lo hizo inconfundible hasta el final –Pedgo, le decíamos en broma. Nunca se enojó por eso, al revés, se reía. Cuando, a mediados de los años 70, lo escuché hablar en alemán, por primera vez me di cuenta de que no era su idioma de niño el culpable de la “g” invasora. La “g” era el sello personal de aquella voz que se nos quedó para siempre.
Cuando los organizadores del Festival Internacional de Cine Documental de Leipzig supieron que Pedro había nacido en Sajonia, más precisamente en Annaberg Buchholz, le ofrecieron un auto con chofer para ir por el día a su ciudad natal. Pedro inventó algunos pretextos para no ir. Sabía que la ciudad de la cual emigró de su primer exilio estaba cerca, pero no quería volver, como si quisiera mantenerla allí, lejana. En un principio me pareció extraño, pero cuando conocí a Siegfried, su padre, comprendí el porqué de sus porqués. En otra oportunidad lo convencimos y así fue como, finalmente, emprendió un viaje interior a la memoria del niño de 7 años que , escapando del terror nazi, abandonó la ciudad junto a Susan, su hermana melliza, Margitsu madre -fotógrafa de origen húngaro- y Siegfried, su padre, quienes debieron enfrentar hasta el último minuto un escollo casi insalvable: la Gestapo.
Volvió algo decepcionado. Nada le evocó ese lugar, menos en ese día cubierto por una espesa niebla. Allí, a pocos kilómetros de la frontera checa, la familia judío-alemana de Pedro poseía una de las casas comerciales más prestigiosas de la ciudad, negocio usurpado por los nazis, que les quitaron todo. Al parecer, la espesa niebla de su primer exilio, la del olvido, comenzó a cubrir la memoria de Peter, el niño.
Fue gracias a muchos flashbacks con Siegfried que tuve una mirada más cercana en la vida de Pedro. “Soy el padre de Peter”, me dijo al abrirle la puerta, eso bastó para que se instalara en mi vida por varios años. Su esposa Margit había muerto y él vivía en Israel con Susan, su hija, casada con un piloto británico. Pedro, en esos momentos, vivía en Cuba con Yeya y sus hijos Paula y Pedro David.
La ruta de Israel a Cuba pasaba obligadamente por Berlín Occidental, donde en ese entonces Siegfried me tenía a mí y a un primo muy querido. Allí podía atravesar el muro y, en Berlín Oriental, tomar un vuelo a la Habana.
Debe haber sido por el año 76 cuando él, de 76 años, tocó mi puerta por primera vez en el tercer piso de la Adalbertstrase 20. Fue el año en que me pidió que lo acompañara a visitar los lugares donde vivieron alguna vez parientes y amigos gaseados por los nazis. Aplanamos la ciudad, Siegfried miró desde lejos, largo rato y, en silencio, las ventanas de unos departamentos berlineses que parecían evocar, en sus recuerdos, algo más que un viejo dolor. “No me atrevía a hacerlo solo”, me dijo cuando volvíamos, y me dio las gracias.
Supe entonces que habían conseguido la preciada visa que les salvó la vida por una gestión de su primo de Berlín quien, igual que ellos, trataba entonces de escapar a Chile. Siegfried tenía 39 años cuando abordó con su familia el avión que los llevaría de Berlín a Amberes, primera escala de su travesía transatlántica a Chile en la motonave de carga y pasajeros Copiapó de la Compañía Sudamericana de Vapores. El único equipaje de la familia, en el que invirtieron todo lo que les quedaba, fue una cámara y un sistema nuevo de foto a color. Margit había trabajado en fotografía y veía en esa inversión una futura profesión en el lejano país que los recibiría.
En unas investigaciones en Berlín para un proyecto de documental sobre la emigración alemana a Chile, el episodio del Copiapó capturó de inmediato mi atención. Pero no lo relacioné con el relato de Siegfried, en el que nunca mencionó el nombre del barco salvador. En un pasaje del concepto de mi proyecto escribí: “… se trata del vapor chileno ‘Copiapó’, atracado en el puerto de Bremerhaven, abarrotado con familias judías con visas chilenas otorgadas por Pedro Aguirre Cerda. Cuando la Gestapo le ordena al capitán Roberto Muñoz que desembarque a sus pasajeros, este resiste provocando un conflicto diplomático. Tras varios días de acoso y negociaciones, logra zarpar. Durante la travesía del Copiapó por el Atlántico comienza la Segunda Guerra Mundial. En Santiago son recibidos en la Estación Mapocho por las autoridades chilenas y todo hubiese terminado bien si no fuese por alguno por ahí que pensó que, como hablaban alemán, su lugar natural debía ser el extremo sur. Algunas familias judías son embarcadas en trenes de carga y, al despertar a la mañana siguiente, vieron flamear, en los techos de las casas de Llanquihue, sendas banderas nazis de nuestros colonos alemanes del sur. La rápida intervención civil y de familias judías de Santiago lograron traerlos de vuelta”.
Lo que la familia Chaskel parece no haber sabido, y que pone en un relieve aún más dramático el gesto del capitán Roberto Muñoz, es que el gobierno chileno, además del Copiapó, había contratado a un vapor alemán de la Hapag-Lloyd, el que sí cedió al ultimátum y entregó a la Gestapo a sus pasajeros de origen judío.
Cuando la portada de un periódico chileno anunciaba el arribo a Valparaíso del Winnipeg con una carga preciosa de refugiados que escapaban de ese otro horror que fue la guerra civil española; un pequeño recuadro informaba de la liberación del Copiapó en Alemania, el 30 de agosto de 1939. La Segunda Guerra comenzaba oficialmente dos días más tarde, el 1 de septiembre de 1939.
El capitán Roberto Muñoz tenía ante sí un Atlántico infectado de submarinos alemanes. Una noche, al ser interceptado por uno de ellos se la juega y, con una linterna de señales le telegrafía en morse un mensaje en alemán: Neutrales chilenisches Schiff, Zivilisten an Bord (“Nave chilena neutral, civiles a bordo”). La espera es eterna, pero los alemanes se la creen, el Copiapó pudo continuar. Me da gusto poder imaginar que Pedro, el de la suerte, y Susan, su hermana melliza, dormían plácidamente en sus literas depués de haber jugado todo el día en la cubierta del barco.
Un primer plano con un dolly-in hacia el final, debiera darnos una buena toma del artista que fue Pedro Chaskel. Sostengo que, para explicarnos su talento estructurador, existen al menos dos vertientes. La primera: hablaba alemán, llamado el lenguaje de los filósofos – quizás porque con menos puedes decir mucho. En alemán “ein Dichter” significa “un poeta”, el acto de escribir poesía “dichten”, el adjetivo “dicht” significa “denso” y, “Dichte”, “densidad”, “concentración”. El alemán fue el idioma de Chaskel y el de sus padres, el alemán configuró su mente de poeta de la imagen. Los poemas de Bertolt Brecht son “implosiones”, son esenciales en el sentido más profundo de la palabra. Chaskel fue un “esencialista”, que sumó a su talento conceptual una segunda vertiente: la arquitectura, el oficio de la forma, del espacio, de la estructura, de la Bauhaus y la Gestalt con Mies van der Rohe, el arquitecto inventor de una frase que retrata la mente de nuestro Pedro Chaskel: “menos es más”,cuya versión criolla puede describirse como “el que mucho abarca poco aprieta”.
Su propia persona, por lo demás, da cuenta de una sencillez minimalista cuya complejidad no se dejaba entrever a primera vista y que hizo posible que, a las tres partes de La Batalla de Chile (Guzmán,1975-1979), a Somos más (Salas y Chaskel, 1986), al bombardeo de la Moneda, a sus documentales de El sur del mundo (1983-2001), y a toda su obra, no les faltara ni le sobrara nada. En todas estos trabajos es posible explicarse el título de este texto: “menos es más”.
Todo guionista y, con mayor razón, todo montajista del talante de Chaskel, se enfrenta al dilema de la creación de manera similar al gran Miguel Ángel, quien develó el secreto de la belleza de sus esculturas con una frase aparentemente simple: “Muy fácil, tomo un pedazo de mármol y le saco lo que le sobra”. De la complejidad de esa frase se hace cargo el talento de Chaskel. Sí, porque saber lo que sobra es sólo el principio. Tienes que saber qué es lo que sí va, lo que no sobra, lo que le da sentido final a la obra. Llámese idea fuerza, en términos simples, o tema, en términos más complejos. Esto es tan relevante para la construcción del relato cinematográfico (y por ende para la edición), como lo fue la Cruz del Sur para los navegantes de carabelas.
Gracias a este principio las horas de material grabado en la multitudinaria manifestación pacífica de mujeres del 30 de octubre de 1985, se convirtieron en un premiado documental de sólo 17 minutos: Somos más, cuya autoría corresponde a Pedro Chaskel y a Pablo Salas. Es un relato fílmico de alta densidad dramática, que pone en su centro la lucha de mujeres chilenas, protagonistas de un acto de resistencia pasiva contra la dictadura, reprimido cínicamente por la policía con bombas lacrimógenas y golpizas. La eficacia de este documental es el resultado del montaje, del descarte de planos, lo que favorece la densidad dramática de los relatos, evitando los lugares comunes y la dispersión temática.
Este talento esencialista, del cual ya hemos hablado, se expresa también en el manejo del tiempo y en la mirada estructuradora del arquitecto, que siempre coexistió en el cineasta Pedro Chaskel. Algo similar sucede con el desafío mayor de editar los tres capítulos de La batalla de Chile, donde pudo usar su vasto conocimiento de la idiosincrasia chilena y la mirada compartida con Patricio Guzmán, quien tras años de vivir en España alimentaba una gran admiración por el proceso chileno. En los episodios de la serie documental Al sur del mundo, en el que intervino como montajista o director, vuelve a testimoniar su cariño por la cultura popular chilena y su gente, poniendo en el centro la lucha existencial del pueblo al que hizo suyo. Nos ha abandonado un grande, quien, a sus minúsculos 7 años, en su primer exilio, ya supo que con lo que perdía al dejar su país natal, con suerte –que la tuvo– ganaba en Chile un espacio de vida que incluía a su amada Yeya, fallecida en 1997, madre de Paula y Pedro David, sus dos hijos, dejando un inconmensurable legado que compromete al cine chileno y latinoamericano.PP.