Este es el debut en dirección y guionismo de la noruega Emilie Blichfeldt, hoy de 34 años, en su primer largometraje, tras un par de cortos en torno a su idea de que el camino de una mujer hacia el encuentro de su identidad personal, siempre está determinado por lo corporal; el sentirse cómoda o no con su propio cuerpo, sostiene, es una experiencia visceral.
Desde joven esta certeza rondó en su mente, hasta fijarse en los personajes de las vilipendiadas hermanastras de La Cenicienta en el cuento de hadas de ese nombre proveniente de la tradición popular. Ellas —al menos en la versión recopilada por los hermanos Grimm, alemanes— no dudan en cortarse partes de sus pies a fin de calzar el zapatito de cristal; el premio, ya se sabe, es ser la elegida para casarse con el apuesto príncipe.
En otro cauce, a la dulzona cinta de dibujos animados de Walt Disney, de 1950, a partir del registro del mismo relato folklórico, pero del francés Charles Perrault, se le debe en buena medida el haber establecido el falso aserto de que la hermosura física y la belleza interior van de la mano. Blichfeld ha declarado que en esa imagen del dedo o el talón cercenados pudo reconocer su propia inseguridad de atraer a los chicos a causa de sus pies grandes.
Eso y su gusto por el cine de terror, específicamente el llamado body horror —el horror fisiológico, a lo corporal y a los humores y residuos orgánicos (cine del cual el canadiense David Cronenberg se erigió como máximo exponente en las últimas décadas del siglo pasado)— llevaron a la debutante a optar por el lenguaje que emplearía en su opera prima, una coproducción noruega con aportes de Polonia, Suecia y Dinamarca.

Así que lo que encontramos en el filme es una reinvención del cuento de La Cenicienta con el eje puesto en el punto de vista de la hermanastra fea, una de las antagonistas centrales de la fuente original, que aquí se llama Elvira. Ambientada en el medio aristocrático en un momento indeterminado allá por el siglo XIX, la versión se apega libremente a la estructura general del cuento. Elvira y su poco agraciada hermana Alma ganan una hermanastra cuando su madre viuda se casa en segundas nupcias con un noble; Agnes (La Cenicienta) es hija de éste. El panorama cambia cuando el nuevo marido muere de un ataque fulminante y, lo peor, la matriarca descubre que —contrario a lo que suponía— el difunto estaba arruinado. Entonces ella hará todo lo posible para que sus hijas, ahora tres, se casen bien a fin de que le aseguren su futuro financiero; empezando por la mayor, Elvira, que no es lo que se dice fea, pero sí narigona y regordeta.
A instancias de su madre principalmente, acepta una serie de intervenciones físicas para mejorar sus posibilidades: se deja coser pestañas postizas al párpado con una aguja, se somete a una rústica rinoplastia que le obliga a andar buena parte del metraje con un artilugio mecánico sobre el rostro, e ingiere un huevo de lombriz solitaria la que contrarrestará su glotonería.
Es, por cierto, un relato feérico sin hadas madrinas. Un problema no menor radica en que el guion no ayuda gran cosa a procesar las numerosas modificaciones sobre la fuente; también puesto que se trata de una guionista debutante y el público tiene un modelo internalizado a seguir. Pero en rigor no pocas veces a uno le cuesta entender lo que está sucediendo, así como las relaciones entre los personajes. Así y todo, despliega su narración fantástica presentando un mundo monstruosamente cruel y corrupto, rebosante de falsedad y cinismo. En el cual, desde luego, el amor no existe; las personas se casan por motivos estrictamente económicos y en ese acuerdo comercial la apariencia física es importante moneda de cambio.
La protagonista, Elvira, representa aquí a la víctima del sistema: es ingenua, romántica, ama al príncipe (lee y relee el libro de poemas que éste publicó), no sabe nada de sexo y se deja llevar inocentemente por los otros. En cambio, la linda Agnes, aunque friega pisos, es vanidosa, egoísta, segura de sí misma y se deja coger alegremente por el mozo de cuadra en los establos de palacio; está sin duda más cerca del ideal feminista de autonomía (pero es la antagonista). Como en el cuento, los personajes femeninos son el centro, aquí definidos en unos simples trazos funcionales al entramado; peor les va a los personajes masculinos que se asoman brevemente a la pantalla. A los hombres se les retrata invariablemente como superficiales y tontos: creen que sus amadas permanecen vírgenes. Recordemos que el cuento de hadas, y esta variante lo es desde su origen, siempre conlleva un sustrato moral, inexistente aquí.

CERO HUMOR, MUCHO TREMENDISMO
Se debe hacer notar que el filme está hecho con un oficio que le da al resultado un aspecto sólido en términos de cine industrial. Estupendamente filmada y editada, la elegante puesta en escena apoyándose en un impecable diseño de producción, a menudo deslumbra visualmente. Una posible particularidad de estilo es que la cámara suele brindar planos con un enfoque inusualmente bajo, como si el punto de vista estuviera por debajo de la estatura de un adulto, quizás para acentuar el tono distorsionado del registro o dar a las imágenes un aire amenazante. Cada uno de sus componentes —el diestro desempeño actoral, la música, la ambientación y vestuario que incorporan inesperados toques kitsch— resultan meritorios. Todo lo cual favorece su sobrevaloración.
La propuesta quiere ser un pastiche que intenta hacer un sarcasmo feroz acerca de cómo las mujeres —algunas de ellas— recurren al quirófano, las dietas y otros procedimientos radicales para alcanzar el estándar de belleza y juventud que les dará aceptación social. Eso está claro. Pero definida como comedia o sátira, no funciona como tal. Lo grave viene cuando la cinta quiere ser irrebatible en su postura y Blichfeldt pone en acción su premisa de que “si no te produce asco, no es suficiente”, según declaró en Sundance. Así el potencial humorismo si lo hubo, es devorado por lo revulsivo y terrorífico. Para ilustrar los efectos de lo que rechaza, cae en los excesos más extremos e innecesarios con una desmesura y mordacidad, digamos, adolescente. No hacía falta mostrar lo que muestra -automutilaciones, sangre, extensos vómitos, miembros cercenados, narices y dientes rotos- tan detalladamente y a todo lo ancho y largo de la pantalla, para probar su postura. ¿Gracioso ver a la maltrecha Elvira como una mártir? No nos parece en absoluto. Condenar la crueldad y el error siendo crueles, suena malsano.

Ello confirma la sospecha previa de que más de algo no cuadraba bien en la coherencia y sentido general del filme. Porque su propósito se desarrolla con una belleza y elegancia en la forma, que se contradice paso a paso con la cualidad tremendista y nauseabunda de sus argumentos visuales. A lo que se puede agregar, para peor, que el filme despliega un mundo fantástico sin concomitancia alguna con el entorno real de un(a) espectador(a) cualquiera. Y que todos los personajes, incluso Elvira, son repelentes, de esos que uno no querría ni siquiera toparse en la calle; a excepción de Alma, la otra hermana, que a último minuto tiene el único gesto de compasión y humanidad apreciable en la totalidad del metraje. PP
La hermanastra fea. Dirección y guión: Emilie Blichfeldt. Reparto: Lea Myren, Thea Sofie Loch Næss, Ane Dahl Torp, Flo Fagerli, Isac Calmroth, Malte Gårdinger. Fotografía: Marcel Zyskind. Edición: Olivia Neergard-Holm. Música: Vilde Tuv, John Eric Kaada. Casas productoras: MER Film, Lava Films y otros. Ficción. Comedia de terror corporal. Duración: 110 minutos. Noruega, 2025.