UNA BATALLA TRAS OTRA: A VECES EL RUIDO VALE MÁS QUE LAS NUECES

Una batalla tras otra sigue a un grupo de personajes atrapados en el laberinto burocrático y paranoico de una guerra contra la migración que parece no tener fin. Entre informes falsos, traiciones y conflictos raciales, la realidad se disuelve en una sátira feroz del orden militar y político. Un caos narrativo donde la verdad es la primera víctima.

Un director es un pequeño dios. Un dios de macetero, pero dios al fin. El enemigo de un dios es la lógica, la causalidad. No se puede crear cualquier cosa, así porque sí. No puede Dios crear en el primer día la luz, la tarde, la mañana y el día; y luego, en el cuarto, crear el Sol. ¿O sí?

Paul Thomas Anderson controla su microcosmos a voluntad. Pero el poder absoluto no lo corrompe absolutamente. No hace de su omnipotencia (y de nuestra atención mientras dura el filme), un insulto a la inteligencia.  Baila con la lógica, sin que esta se vuelva una camisa de fuerza.

DiCaprio funge, digámoslo, más bien como una carnada para el espectador incauto, que cree que esta película se trata sobre él (un hombre, blanco, heterosexual), y no sobre mujeres ultraizquierdistas, afroamericanas, woke estereotipadas (de lo cual Anderson se ríe bastante). Pero hay más que eso, hay algunas medias tintas que enriquecen la cinta. Personajes que crees que son A, pero finalmente se revelan Ñ. DiCaprio no es el gozne en el cual giran todos los astros. Es el enganche, un personaje raro, críptico, a veces más performático que convincente, tal vez el más complejo de la trama, pero que, sin perjuicio, aun cuando es el protagonista, se sumerge en la categoría de actor secundario. Lo cual no es para nada malo. Los roles de Teyana Taylor y Sean Penn, con un poco más de desarrollo, y riesgo, hubieran sido una pareja devastadora emocionalmente. Mención especial para el personaje de Benicio del Toro, es menor, pero de un cinismo insondable. De lo mejor del filme.

Por cierto, Una batalla tras otra no está a la altura de cumbres como Magnolia, Boogie Nights, There Will Be Blood o la siempre olvidada Hard Eight. ¿Por qué? Porque en todas esas películas se respiraba una libertad, un aire de desparpajo, una inocencia valiente, aunque, siempre coherentes.

Una batalla tras otra tiene una tesitura política de denuncia. Eso ya la enmarca en un patrón de reglas y bordes éticos más nítidos, más discernibles y menos ambiguos como en otros de sus filmes. Y al haber menos riesgo, se vuelve menos interesante. Interesante para lo que uno espera de Anderson.

Es verdad que juega a reírse de esos mismos postulados y consignas, de ese voluntarismo panfletero disfrazado de épica moral. Sin embargo, esa opacidad interpretativa se esfuma con un soplo de hermenéutica, con un poco de sentido crítico. Y en realidad nunca confundimos quienes son los buenos y malos. Los buenos pueden ser tontos, cándidos, pero siempre son buenos. Los malos pueden tener sus razones, pero siempre son malos. ¿Era bueno o malo el viejo mentor en Hard Eight? (encarnado por el sublime Philip Baker Hall). No hay una respuesta tan clara. Y ese hecho dificulta la interpretación, por tanto, la película se queda contigo, permaneces rumiando un sentido. Aquí las minorías son intrínsecamente probas, y los poderes hegemónicos, irremediablemente execrables.

Ahora bien, uno cae en la cuenta del fuste de PTA como realizador, de su plasticidad para encarar registros completamente disímiles en cada cinta. Anderson no ha caído en lo que tropiezan muchos directores. Empezar a hacer películas a la manera de sí mismos. Como el otro Anderson, Wes, que viene repitiéndose ad nauseam con cada nueva película. Aunque sigue facturando…

Nada puede estar más en las antípodas de un Anderson que otro Anderson.

Una batalla tras otra vale la pena ser vista en IMAX. Es invasiva, compulsiva y se inmiscuye en tus tejidos como los escarabajos en La Momia (1999). Tal vez esa imagen pueril sea mucho decir, pero en lo que a forma respecta, PTA demuestra que sabe moverse tan bien el barro, en el pantano de la acción como lo puede hacer un Rápido y Furioso. Ahora, si le sumas inteligencia a la ecuación, el cóctel es particularmente persuasivo. Anderson no mira con desdén la entretención (desdén que siempre oculta un miedo). ¡Hasta hay una secuencia de persecución de autos! Un simple truco de longitud focal y una carretera con forma de montaña rusa harán un efecto implacable en la psique y el pulso cardiaco del espectador.

¿Quién diría eso de alguien puede filmar cosas tan aquilatadas y contemplativas como El hilo fantasma?

Pero no nos confundamos, Una batalla tras otra está intelectual y estilísticamente a un abismo de distancia de cualquier cine convencional. Y no es una cuestión de recursos o de oportunidades. Es tan solo el entendimiento más profundo de un arte cuyas leyes son siempre refractarias a la domesticación. Cada vez que se inventa una fórmula, queda inmediatamente derogada. De no ser así todas las películas que siguen las recetas serían éxitos comerciales y artísticamente memorables. Cosa que no ocurre. Siempre hay algo, una verdad que se escapa a los algoritmos como una fatamorgana. Eso que Benjamin y Heidegger llamaban aura y alétheia respectivamente. Hacer una película estúpida y abyecta es, por definición, una tarea ciclópea. Hacer algo que valga la pena… una empresa casi imposible.

Una batalla tras otra, aun cuando se le notan las costuras morales, tiene vida, música, errores. Tiene la culpa de un dios creador. Y no el estigma de una IA humanizadora. PP

One Battle After Another. Dirección: Paul Thomas Anderson. Guion: Paul Thomas Anderson y Thomas Pynchon. Reparto: Leonardo DiCaprio, Regina Hall, Sean Penn, Benicio del Toro, Alana Haim, Teyana Taylor, Chase Infiniti. Casa productora: Ghoulardi Film Company. Comedia, drama, acción. Duración: 162 min. Estados Unidos, 2025.

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