EL GRAN FINAL: LA NOSTALGIA ¿ES LA MISMA DE ANTES?

Crimen a medianoche (2001) última gran película de Robert Altman (1925-2006) obtuvo el Óscar al mejor guion, aunque se esperaba que el cineasta lo obtuviera también por su cuidadoso trabajo y por una obra de ironías, humor negro, cambios de tono y algún zarpazo certero sobre el mundo que le tocó filmar. El guionista ganador era todo lo que él no era, ni aspiraba a ser: elegante, aristocrático, británico y distante de sí. Julian Fellowes, hoy Lord Fellowes-Kitchener, fue su preciso guía en la mansión campestre del relato en que se reúne un grupo de personajes que parecen los perfectos caracteres para un argumento de Agatha Christie: un dueño de casa abominable, un grupo de parientes y amigos interesados, una servidumbre cansada y una condesa viuda… interpretada por Maggie Smith, of course.

Esa fue la previa al desarrollo, en tono más amable y cercano al que Altman era capaz de generar, de la serie Downton Abbey que el guionista premiado del que hablábamos lograría desarrollar en su propio país y con el personaje de la condesa viuda como nexo, rico en ironía, entre un pasado privilegiado y un presente poco prometedor. Desde siempre los relatos sobre las vicisitudes de las clases sociales altas han capturado a las masas, ya sea por proyectar en ellas la envidia, o ver didácticamente representadas las pasiones humanas en un espejo más refinado que el de la cotidiana realidad. Ya señalaba esto Aristóteles hace más de un par de milenios. Las desdichas de los semidioses  y de los poderosos han sido motivos permanentes en la narrativa universal.

Los británicos, conscientes de su responsabilidad en la construcción y desmantelamiento del imperio más extendido que haya conocido la historia y cuya estela de desastres políticos y bélicos hoy la tv exhibe en los hogares planetarios en vivo y en directo, han debido también ser eficaces en narrarnos a sus ricos y poderosos. Y en el modo más ecuánime posible.  

Downton Abbey debutó en 2010 y se mantuvo con altos niveles de audiencia hasta 2016, cuando la prudencia (más que las exigencias productivas) de su autor le dictó el punto final. Ese año debutó The crown, biografía novelada de Isabel II que conseguiría un éxito similar. Pero dado el suceso histórico internacional de la serie aparecieron para la pantalla grande, en 2019 y 2022, dos alargues de la historia de la familia Crawley y sus esfuerzos por mantener sus propiedades y estilo de vida, esquivando de la mejor manera los cambios políticos y sociales que los rodean por todos lados, como a las islas.

EL GRAN FINAL DEBIERA SER EL CIERRE DEFINITIVO…

… y es mejor que lo sea. A poco de iniciar el relato se evidencia un agotamiento de las posibilidades de inventiva para levantar material dramático que pueda insuflar bríos a unos personajes que ya no guardan misterios ni sorpresas.

En el caso de la película de 2019 era la breve visita  de los reyes Jorge V y Mary a la sobredimensionada mansión, lo que ponía a todos en movimiento y a varios en su sitio. En la de tres años después, Una nueva era, era una herencia recibida por Lady Violet (Maggie Smith) la que desataba las últimas exploraciones sobre el pasado tempestuoso de la gran matriarca de la ficticia familia.

En el relato actual los sucesos son numerosos y a veces se cruzan, se tropiezan y se anulan mutuamente en sus mejores posibilidades dramáticas.

Todo comienza en una función teatral reconstruida prolijamente. Que la fascinante y determinada Lady Mary (Michelle Dockery) se divorcie, nada puede significar hoy cuando la consorte del rey actual está en todas las pantallas. Si a eso se suma que aquello no tiene consecuencias directas para las relaciones de herencia que han guiado la historia familiar y sus lazos afectivos, vemos pocos nubarrones sobre la familia.

Que Molesley, el eterno aspirante a mayordomo, ahora guionista de cine, parece un intento de metarelato para darle aire inteligente a una operación acosada por el agotamiento de sus menguadas posibilidades.

Que se aluda a la crisis económica de Wall Street con la aparición del tío Harold (Paul Giamatti) y un misterioso socio (Alessandro Nivola), cuyas intenciones son claras hasta para la última fila de la platea (pero no para alguno de los personajes), no ayuda a la tensión necesaria para avivar el amontonamiento de anécdotas y de personajes secundarios, que ya más parecen una bodega de amables figuras guardadas en el entretecho del pasado.

No falla el tono superficialmente irónico que siempre caracterizó a la serie, lo que en televisión funcionó a las mil maravillas, aunque en cine resulte quizás un poco obvio. Como también el ingenio calculado de los diálogos, en que todos los actores ya tienen en la cabeza la réplica perfecta. Nadie vive procesos interiores y el arte de la pausa parece haber retrocedido kilómetros desde la desaparición del personaje de la condesa viuda.

No se espera que esta película aporte algo más allá de la entretención pero, involuntariamente, su carencia de novedades pone al descubierto que el artificio, que alguna vez pudo decir algo sobre la humanidad de ese mundo declinante, ya se enfila por el derrotero de la idealización conservadora.

El gran final, al que alude el título, hace más bien lo contrario: ridiculiza lo que tenía algo de dignidad, reduce a su dimensión más pueril a una sociedad convencional, que se mueve fuera de sus costumbres por departir con una estrella del teatro como Noel Coward (1899-1973) y que éste use la situación para encontrar el título de su obra más famosa Vidas privadas. Pero es una reducción que resulta involuntaria, no significativa, ni expresiva. Una referencia local que, en el presente, intenta dar sabor a un pasado remoto y ya cerrado sobre sí mismo.

Mucho ruido visual y pocas nueces emocionales. Pero bonito el vestuario femenino.

Downton Abbey. El gran final. Dirección: Simon Curtis. Guion: Julian Fellowes. Reparto: Hugh Bonneville, Michelle Dockery, Elizabeth McGovern, Penelope Wilton, Paul Giamatti, Dominic West, Alessandro Nivola, Allen Leech. Fotografía: Ben Smithard; Música: John Lunn. Casa productora: Carnival Films. Duración: 124 min. Reino Unido, 2025.

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