«EL CONDE»: LA MONSTRUOSIDAD COMO COARTADA

La historia de El Conde, de Pablo Larraín, no comienza en el Chile de los años setenta, como cabría esperar de un filme sobre Pinochet estrenado la misma semana en que se cumplen 50 años del golpe de Estado. Empieza en la Francia prerrevolucionaria, con el nacimiento del vampiro Claude Pinoche, futuro oficial de Luis XVI. Solo muchos años más tarde, Claude se refugia en Chile con la intención de convertirse en rey del país. Una vez allí cambiará su nombre por el de Augusto Pinochet. Salta a la vista que Larraín quiere hacer de Pinochet un vástago monstruoso del Antiguo Régimen. Pero, a la vez, le confiere una alcurnia europea al personaje, por donde se cuela una nostalgia del Viejo Mundo con tufillo eurocéntrico. La narradora, con su perfecto inglés británico, refuerza ese efecto desde el comienzo. Hacia el final, contribuirá a “elevar” aún más el origen de Pinoche.

En los primeros minutos abundan las citas satíricas. Pinoche afirma en pleno siglo XVIII: “No me acuerdo, pero no es cierto. No es cierto y si fue cierto, no me acuerdo”. Cualquier espectador chileno reconocerá la displicente respuesta que en su día el Pinochet histórico dio a la justicia. También se recrea la foto de Chas Gerretsen del dictador con gafas de sol, aunque no se sitúa en el Tedeum de 1973. Posteriormente, se muestra al general fingiendo su propia muerte y abriendo un ojo dentro del ataúd, en lo que parece ser una cita de la contraportada publicada por The Clinic con motivo de la muerte de Pinochet. A pesar de esas referencias, el estilo de El Conde huye del historicismo, Larraín opta por una fotografía en blanco y negro que recuerda al romántico Drácula (1931) de Tod Browning, y muestra durante casi todo el filme a Pinochet aislado en su estancia ruinosa de la Patagonia, como si fuera Bela Lugosi en su brumoso castillo de los Cárpatos. Todo cuidadosamente sazonado con música de Fauré, Vivaldi, Shostakóvich, Part y diálogos estudiados que deberían parecernos exquisitamente agudos e ingeniosos.

Pasadas las escenas introductorias, el formalismo de Larraín acaba revelándose como una elegante cortina del más fino terciopelo, con la que se oculta que la vida, obra, figura y herencia de Pinochet son bastante menos sofisticadas de lo que el filme pretende. Al contrario de lo que quisiera la película, Pinochet no fue una figura mefistofélica e inmortal nacida en la añosa Francia del siglo XVIII, sino un hombre de carne y hueso que rigió con mano de hierro el país gracias al apoyo y la complicidad de amplios sectores de la población, particularmente la alta burguesía. La soledad de Pinochet en los salones de su mansión es aún menos creíble que ver a un vampiro con el uniforme de capitán general sobrevolando los cielos de Santiago. Pinochet nunca estuvo solo, ni siquiera en sus últimos años, lo rodeó siempre una corte de aduladores –incluyendo varios políticos– que Larraín omite y, con ello, cubre y protege bajo su elegante cortinaje. El filme entero sirve como un artefacto de desmemoria.

La representación estilizada de Pinochet, como un émulo de Bela Lugosi, dice mucho del gusto de Larraín por el esteticismo y su obsesión con la aristocracia y los palacios, pero revela poco de la figura histórica a la que se supone que el filme satiriza. Si El Conde es una sátira de algo, lo es de la tendencia a la grandilocuencia, al gesto ampuloso y los artificios recargados que Larraín ha mostrado en filmes como Fuga (2006), Neruda (2016) o Spencer (2021) y a los que vuelve aquí, una y otra vez. Al ser sobrehumano que pinta Larraín habría que oponerle el retrato magistral de Pinochet que hizo Pedro Lemebel en Tengo miedo torero: un militar ramplón, huraño, desconfiado y misógino, incapaz de cualquier sutileza, mucho más acostumbrado a los chillidos que a las argumentaciones.

Se podría argüir que algo de eso hay en El Conde, sobre todo en la dirección de arte que trata de mostrar el mal gusto de la familia Pinochet. En efecto, la decoración se inspira en el documental Pinochet y sus tres generales (2004) de José María Berzosa; los platos de porcelana en las paredes, los retratos horrorosos y las estatuillas de Napoleón, están también en los despachos reales de los miembros de la Junta que Berzosa filmó en los años setenta, buscando desnudar la vulgaridad, ignorancia y autoritarismo de Pinochet, Merino, Leigh y Mendoza. De ese filme, y del hecho de que se trata de la música marcial que abre tradicionalmente las paradas del 19 de septiembre, tomó también la asociación de Pinochet con la Marcha de Radetzky de Strauss.

Sin embargo, en El Conde esos aspectos se ven vigorosamente contrarrestados, hasta volverse inocuos, por la solemnidad de la cámara en blanco y negro, las tomas largas, flotantes y pausadas, los corredores suntuosos y la música selecta. Larraín solo aparenta envilecer a Pinochet, realmente lo que hace es convertirlo en un dandi seductor de jóvenes mujeres. Su poder es tan magnético y arrebatador, que el dictador-vampiro conduce a su más férrea enemiga a un orgasmo monumental que la hace flotar por los aires, mientras la cámara y el filme entero se contagian de libido pinochetista.

A diferencia de lo que muestra Larraín, la monstruosidad de Pinochet y sus cómplices reside precisamente en que no eran seres sobrenaturales, sino personas corrientes que tenían familias, hijos y preocupaciones cotidianas, pero que aun así fueron capaces de las peores atrocidades. Al hacer de Pinochet un vampiro inmortal, Larraín sigue el camino opuesto al que emprendió la filósofa Hannah Arendt cuando creó el concepto de la “banalidad del mal” en 1963. En su libro Eichmann en Jerusalén, Arendt defiende la tesis de que el nazi Adolf Eichmann, corresponsable por la muerte de millones de judíos, no era un monstruo desalmado, sino un ser gris, anodino y oportunista, preocupado por su carrera. Eichmann y Pinochet son diferentes, pero la banalidad persiste en ambos. Habría que agregar que ningún tipo de banalidad exime a nadie de sus responsabilidades; al contrario, hace sus acciones aún más aterradoras e insoportables, precisamente porque proceden de alguien cuya naturaleza no es muy diferente de nosotros mismos.

Hacer de Pinochet un ser sobrenatural significa situarlo fuera de la esfera humana, lo que sirve como pretexto para su conducta. La vampirización de Pinochet desideologiza la dictadura y la trivializa, de la misma forma que la violencia explícita del filme –con sus decapitaciones, sus extracciones de corazones, sus licuadoras con sangre– banaliza la violencia real de la que fueron víctimas miles de personas durante 17 años de dictadura. La fuerte tensión sexual con que el filme reviste los crímenes y la estampa de Pinochet –y en menor medida de Krassnoff– resulta fuertemente insensible e inadecuada si recordamos las brutales vejaciones y sevicias sexuales, de todo tipo, a las que fueron sometidas cientos de mujeres en las salas de tortura.

El Conde reabre el viejo debate sobre la representación cinematográfica del horror histórico. Cualquier imagen es posible, pero no cualquier imagen es aceptable. Al ver las cuidadas escenas en las que Pablo Larraín filma a Augusto Pinochet bebiendo sangre, al ver la maestría con la que muestra el vaso con restos de sangre en primer plano y el vampiro en el fondo, me vienen a la cabeza las certeras palabras que Jacques Rivette escribió sobre la estetización de los campos de concentración nazis en el filme Kapo de Gillo Pontecorvo:

“Observen, en Kapo, el plano en que Riva se suicida arrojándose sobre los alambres de púa electrificados: el hombre que en ese momento decide hacer un travelling hacia adelante para encuadrar el cadáver en contrapicado, teniendo el cuidado de inscribir exactamente la mano levantada en un ángulo del encuadre final, ese hombre merece el más profundo desprecio”.

Del debate sobre Kapo procede la famosa máxima “la moral es una cuestión de travellings”, que parece venirle como un guante (de terciopelo, claro) a El Conde.  

Finalmente hay dos asuntos secundarios a los que vale la pena dedicar un par de líneas. El primero de ellos tiene que ver con la comparación entre el estilo cinematográfico de El Conde y No. En No (2012) Larraín echó mano del hiperrealismo para elaborar una ácida crítica contra la Concertación de Partidos por el No, en lo que puede verse como una lectura a contrapelo de la narración fundacional de la transición. El hiperrealismo llegó a tal punto que no solo filmó con cámaras de los años ochenta para emular la imagen televisiva de la época, sino que jugó a confundir el registro ficcional y el archivo documental, facilitando lo que Roger Odin llamó una lectura documentalizante. Es decir, interpretar la ficción como si fuera un documental. Sin embargo, cuando el blanco de sus dardos no es la centroizquierda sino un caudillo de derecha, como Pinochet, Larraín abandona el hiperrealismo y se repliega en la alegoría, la opacidad narrativa y el simbolismo. Parafraseando a Borges, se diría que Larraín predica con parábolas para no comprometerse. Esa decisión tiene consecuencias políticas evidentes.

El segundo aspecto está relacionado con una cuestión etaria. Pablo Larraín pertenece a la misma generación que cineastas como Macarena Aguiló, Marcia Tambutti Allende, German Berger-Hertz, Antonia Rossi y escritores como Nona Fernández, Alejandra Costamagna y Alejandro Zambra. Me refiero a los célebres “hijos de la dictadura”, que poseen obras donde abordan ese pasado desde una perspectiva subjetiva y memorialista. Muchas de ellas, como Aguiló en El edificio de los chilenos (2010), Rossi en El eco de las canciones (2010) yTambutti en Allende, mi abuelo Allende,tuvieron la valentía de cuestionar las opciones políticas y existenciales de sus padres o abuelos. Años más tarde, los jóvenes Lissette Orozco y Andrés Lubbert en El pacto de Adriana (2017) y El color del camaleón (2017), respectivamente, se atrevieron a abordar la pesada carga que significa tener un familiar directo que colaboró con el régimen o fue uno de sus perpetradores. Larraín también es hijo de la dictadura, pero a diferencia de los casos anteriores, siempre ha evitado cualquier alusión a las responsabilidades históricas de su padre, Hernán Larraín, insigne defensor de Colonia Dignidad. No parece coherente pretender elaborar una reflexión audiovisual sobre el pasado traumático de Chile y negarse a asumir las propias herencias del ayer. Cuando no se quiere mirar hacia esas zonas oscuras, la alternativa es optar por la represión. Pero lo reprimido siempre pugna por salir a la luz, muchas veces bajo formas enmascaradas. Nacen así los monstruos y otros seres fantásticos a los que echarles la culpa de todo. El terreno se vuelve fértil para brujas, ogros y, por supuesto, vampiros.

El Conde. Dirección: Pablo Larraín. Guion: Guillermo Calderón y Pablo Larraín. Elenco: Jaime Vadell, Gloria Münchmeyer, Alfredo Castro, Paula Luchsinger, Stella Gonet, Antonia Zegers, Amparo Noguera, Diego Muñoz, Marcial Tagle, Catalina Guerra. Director de Fotografía: Edward Lachman. Dirección de arte: Tatiana Maulén. Sonido: Juan Carlos Maldonado. Montaje: Sofía Subercaseaux. Casa Productora: Fábula. Ficción.110 minutos. Chile, 2023.

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