ENTRE EL ARTE Y LA VIDA, O LA VIDA DEL ARTE

La seducción vintage de una película que tendría todo para resultar olvidable, pero que encanta a las retinas cultas y a las populares con igual porfía. ¿Cuál será la razón? Más bien: las razones. Porque parecen ser más de las sospechadas.

Quien escribe debe saber confesar también sus pecados. En cierta ocasión en el Festival de Venecia de 1982 estaba conversando con alguien importante y un señor de edad, medio pelado y con aspecto corriente, parado al lado, se daba vuelta para tratar de participar en la conversación, pero en inglés y quizás por eso no le dimos oportunidad de compartir  con él. Finalmente mi interlocutor, un crítico importante de la Fipresci (Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica), me dijo si quería ser presentado a Michael Powell. En aquellos años, comienzos de los 80, el nombre no me decía gran cosa… Para cuando logré recordar que se trataba del británico aquel de Las zapatillas rojas, y que era justamente a quien teníamos al lado, me quise dirigir a darle un tardío saludo, pero los fotógrafos habían caído sobre él y fue prudente retirarse: ese año Venecia lo homenajeaba junto a Carné, Kurosawa, Tarkowski y Godard.

En ese momento homenajear a un cineasta popular no era un gesto tan audaz. Poco después comenzaría la revalorización de este cineasta que solo aspiraba a hacer las cosas bien y gustar a su público, del que tenía un concepto similar al de su vecindario.

El público británico del año 48 vivía doblegado por el triste realismo de la post-guerra y el único gran espectáculo popular lo había ofrecido el matrimonio de la princesa Isabel con el príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca. El argumento de Las zapatillas rojas, una fantasía escapista tal vez, había sido escrito por Emeric Pressburger, adaptando una historia de Hans Christian Andersen, quien a su vez se basó en una narración folclórica recopilada por los hermanos Grimm.

El protagonista, a su vez, está inspirado en el célebre empresario ruso de ballet Serguei Diaghilev y en la extravagante figura del chileno Marqués de Cuevas y su Ballet de Montecarlo: Lermontov (Anton Wallbrook), director de una prestigiosa compañía de ballet, se enamora de una bailarina pelirroja (Moira Shearer) y monta para ella una pieza inspirada en la historia de Andersen. Pero, el joven compositor de la música también está enamorado de la chica y la convence de abandonar la danza para ser su mujer. Ella optará, como es lógico, por el amor, aunque eso es muy ilógico, si el demonio del arte domina la mente de la intérprete. Entre la razón y la sinrazón está la cosa.

Tal simplificación poco dice de la textura compleja de una película que, junto a narrar, experimenta con las formas y que contiene como pocas la síntesis entre convenciones y descubrimientos.

Dividida entre la novedad de unos nuevos tiempos (el compositor) y la culminación de unas formas agotadas (el coreógrafo), la protagonista parece encarnar una cultura en la encrucijada entre opciones excluyentes, que solo pueden conducir a una entrega sin medios términos.

Hoy la película tiene el aspecto anticuado de un melodrama en glorioso Technicolor (Jack Cardiff, el responsable) y con escenografía suntuosa (Oscar en la categoría), pero que conmueve misteriosa y profundamente por el raro equilibrio entre las convenciones del género y sus aspectos experimentales, en los que Powell lograba obtener resultados tan brillantes como insólitos para alguien que buscaba por necesidad y no por curiosidad artística.

Ejemplo supremo es la plástica de la secuencia del ballet, que aparece a mitad de la película como resumen de todo el argumento, pero traspasando el aparente realismo del relato para entregarse a una estilización, casi abstracta, de ciertas secuencias, en las que se anuncia sutilmente que el ensueño es el único mundo posible del arte.

La extraordinaria secuencia del ballet resume el argumento, y también anuncia el cine por venir y mucho de sus experimentos narrativos. Bergman, Hitchcock y Fellini, con sus relatos subjetivos y ensoñaciones más o menos concientes, tienen aquí el modelo del que sacaron más de una idea.

Hoy es posible ver que toda la película está empapada de materiales oníricos (la subida de la protagonista por las escaleras de la residencia de Lermontov, vestida de noche y con una casi ridícula coronita) y de visiones subjetivas, a las que Powell estuvo siempre inclinado. Todo esto se traduce en un estilo saturado de actuación, un colorido demodé e irreal y un tono poético que envuelve todo el conjunto del relato. Rara, rarísima ocasión en que una película popular y una experiencia vanguardista se dan la mano con tan efectivo equilibrio.

Las zapatillas rojas  puede ser el más popular de los títulos de Michael Powell, pero no el único que ha alcanzado categoría mitológica. (El ladrón de Bagdad, puede también ser el signo de una generación del siglo XX, como el melodrama desaforado Narciso negro, la aventura fantástica de Un asunto de vida o muerte, la revisión histórica de El coronel Blimp, y la perturbadora Peeping Tom).

Existe una leyenda que dice que esta era la película que obsesionó a Marilyn Monroe, por verse reflejada en ella como en ninguna otra. Pero no hay nada escrito que lo avale. ¿será necesario? PP

Las zapatillas rojas. Dirección: Michael Powell. Guion: Emeric Pressburger. Elenco: Moira Shearer, Anton  Wallbrook, Marius Goring, Jean Short, Leonid Massine, Robert Helpmann, Ludmila Tcherina. Dirección de fotografía: Jack Cardiff. Escenografía y vestuario: Hein Hockroth. Música: Brian Easdale. Casa producción: Archers Duración: 133 min. Gran Bretaña, 1948.

Nota de la Edición:

La única función de Las zapatillas rojas es el martes 29 de julio, a las 19 horas en el Teatro Oriente.

Otros filmes del ciclo: Nijinsky, una historia real (miércoles 30 de julio) y Roberto Bolle: el arte de la danza (jueves 31 de julio).

Entrada liberada para todas las funciones. Cupos limitados.

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