De buenas a primeras hacer el retrato de un enfermo puede ser un golpe bajo para cualquier espectador. Si a eso sumamos que el paciente es una figura todavía conocida por parte del público local, el golpe será seguro, pero si la enfermedad es una de las que parecen metáfora de la modernidad, como decía Susan Sontag, todo puede correr el riesgo fácil de desabarrancarse por un tobogán lacrimógeno. Peligros que La memoria infinita parece considerar con profunda prudencia en todo momento.
Quien escribe está expuesto mayormente, dado su conocimiento personal de los protagonistas. Las precauciones emocionales con que he asistido a la proyección no han sido suficientes para evitar respuestas físicas ante las imágenes propuestas por Maite Alberdi. Pero quizás no debiéramos poner tanto dique al corazón si el cerebro acepta el dolor como parte de la belleza de la vida.
La historia, como a veces la verdad, es sencilla: Augusto Góngora, conocido periodista, está enfermo de Alzheimer y su esposa Paulina Urrutia, conocida actriz, lo cuida amorosamente. Todos sabemos desde el principio que no hay vuelta atrás y el relato nunca lo recuerda, afortunadamente. Pero la navegación hacia el mar definitivo estará repleta de momentos entrañables, que lo serán también para el espectador extranjero, que, como los más jóvenes, obviamente nada sabe de los personajes. Ya con eso la empresa tiene todas las de ganar en el campo emocional.
Una de las ausencias vistosas del cine chileno es la de las historias de amor. Quizás qué razón tendrá el país de Neruda para no narrar bien sus palpitaciones de pareja. Pero La memoria infinita viene a colmar ese vacío en forma contundente. Va dicho: este documental contiene, antes que nada, una historia de amor. Bajo ese envoltorio viene todo lo demás, que no será poco.
Góngora y Urrutia estuvieron más de dos décadas juntos y los últimos nueve años fueron particularmente exigentes por causa de la enfermedad, aquella que va borrando paulatinamente los archivos mentales, en este caso de un periodista que se encargó de nutrir la memoria colectiva de Chile con su labor de resistencia a la dictadura. Entonces es inevitable establecer ese paralelo paradójico, que llega en un particular momento a las pantallas, justo cuando Chile, y no solo Chile, recuerdan los cincuenta años de aquel quiebre del respeto a la dignidad humana que ya sabemos. El sentido de la oportunidad del estreno pudiera resultar sospechoso, pero el fallecimiento en mayo pasado de Góngora debiera despejar toda suspicacia, aunque el filme haya sido presentado antes en el Festival de Berlín.
A este punto cabría preguntarse sobre la utilidad de ver esta historia ya conocida. Es ahí donde el interés del trabajo de Alberdi encuentra su natural justificación. La excepcionalidad está en la historia de amor, ejemplar sin duda, pero la personalidad de los protagonistas añade particular interés. Todo podría reducirse a una anécdota entre famosos, para nosotros los chilenos, sino fuera justamente por el contexto, por los ecos sociales de la historia, por la rigurosa dignidad de esta mirada íntima a una pareja probada por las circunstancias, por la belleza de su tratamiento narrativo.
Decir que Maité Alberdi es una de nuestras mayores cineastas a estas alturas es casi un pleonasmo, pero la obra de todo creador está siempre en peligro, la creación es siempre un riesgo y cada material requiere cambios de estrategias para llegar a formularse. Todo el tono risueño y amable de El agente topo aquí no tiene cabida, pero sí la finura de una mirada compasiva con el dolor ajeno, el pudor justo, la cercanía íntima y, curiosamente, el grado de imperfección que contribuye a la incontestable verosimilitud del conjunto. Parte del material fue grabado durante la pandemia, lo que obligó a la suspensión de las visitas del equipo técnico al hogar de Augusto y Paulina. Entonces la propia actriz colocó la cámara en los ángulos que la cineasta indicaba por teléfono y grabó con evidentes errores, como el desenfoque manifiesto de la primera escena, todo lo que contribuyó a otorgar un elemento aleatorio, que hace penetrar en los arcanos de esa vida puertas adentro como si casualmente observáramos lo que allí sucede. Esto se extiende hacia la estructura, que a veces parece redundar en información o ramificarse a escenas prescindibles desde el punto de vista narrativo, pero que refuerzan la sencilla verdad de la totalidad. En tiempos de intervenciones, trucos y manipulaciones varias, ver La memoria infinita devuelve la frescura de los materiales prístinos, de la verdad que no requiere de envoltorios ni de énfasis.
Es ahí donde el documental obtiene sus mayores logros, en hacernos sentir (también a través de una espléndida selección musical) la evidencia de verdad de este registro íntimo sobre el proceso del atardecer de una conciencia. Ambos protagonistas aceptan la cámara, como han aceptado el destino que les ha tocado y esto conmueve más que los duros momentos en que la enfermedad se manifiesta con toda su crudeza. De dicha aceptación es que surge esa máxima universal popular por la que toda expresión artística es antes que nada un ejemplo del vivir. Un ejemplo que desprende su belleza por el bien que contiene el gesto de compartir también el dolor y la alegría de encaminarse juntos, tomados de la mano de vuelta hacia la amada casa, los libros, el afiche del No, los archivos de la historia que Augusto ayudó a plasmar para que todos los demás no podamos olvidar nunca, lo que nunca debemos olvidar, aunque él ya no lo recuerde. PP.
La memoria infinita. Dirección: Maite Alberdi. Montaje: Carolina Siraqyan. Fotografía: Pablo Valdés. Música original: Miguel Miranda y José Miguel Tobar. Productores: Maite Alberdi, Juan de Dios Larraín, Pablo Larraín, Rocío Jadue. Documental. 84 minutos. Chile, 2023.