Una primera consideración: esta película no es una apología a la naturaleza, a la Madre Tierra, proba y bondadosa que nosotros, los advenedizos homo sapiens, hemos venido a expoliar y consumir. Incluso, pareciera que se trata de justamente lo contrario. El que crea que detrás de todo esto hay un abogar por un ideal ecológico, es porque no ha entendido nada.
Es tal vez la película más filosóficamente violenta, peligrosa, sobrevalorada y contracultural que podremos ver en el último lustro. Pocas obras pueden dejar esa sensación de pesadez y desesperanza en el proyecto civilizatorio como El mal no existe. No recuerdo algo similar desde El caballo de Turín (2011) y Saló, o 120 días de Sodoma (1975). No porque haya un parecido de orden temático, estético o narrativo con esas películas, sino más bien por los efectos secundarios que inundan la mente y el espíritu del espectador una vez finalizado el filme. “Un fantasma recorre Europa” pregonaba Marx, pero ese fantasma, en esta película no es el comunismo, sino el silencio de la physis, de la natura naturans, en una palabra: el silencio de Dios…
¿El mal no existe? Fuerte declaración. Si un título tiene por objeto captar la atención, hacerse un espacio en la vorágine de imágenes y textos que acechan a cada instante y a cada scrolling, éste lo logra, creo, ejemplarmente. Un título debe evocar y provocar en partes iguales. Un ejemplo: Carretera perdida (1997), invade parasitariamente nuestro imaginario con una tesitura inconcebible, ¿cómo puede una carretera llegar a perderse? Un sinnúmero de posibilidades se agolpan en nuestra psiquis. Pero en El mal no existe pareciera ser el ejercicio inverso, es una implosión: un derrumbe de la catedral gótica que representa nuestras certezas. Lo bueno, lo bello y verdadero han estado desde antiguo unidos. Pero pareciera que ahora ese axioma dejará de tener lugar.
Una prevención frente a El mal no existe: es lenta y no hay explosiones, nada de violencia en el sentido tarantiniano del término… ¿o tal vez sí, en el desconcertante final?
Esta película tiene una prima hermana chilena, y se llama El cielo, la tierra y la lluvia (2008). El travelling con los árboles en nadir al inicio, la forma de describir la naturaleza, la parquedad de los personajes, lo hierático de sus representaciones, resuena en forma y fondo con la lúcida obra de José Luis Torres Leiva.
2
Como todo lo japonés, el pathos en El mal no existe es una condición reprimida. No extraña ver planos excesivamente largos, describiendo acciones mecánicas. Quien la vea, saldrá aprendiendo mucho de cómo cortar leña, de cómo hacer el golpe preciso con el hacha, lo que no está mal…. Pero es en esas acciones aparentemente inocuas, donde esta película, si se le da el beneficio de la duda y la paciencia correspondiente, brilla de forma excepcional. Probablemente Tarkovsky y Haneke estarían muy complacidos con este filme.
3
Es verdad, esta película se entrampa a veces en pretensiones que suenan más a voladores de luces que a genuina narración. Por instantes Ryusuke Hamaguchi, el director y guionista, pareciera asumir que el espectador es una suerte de inteligencia artificial que está computando y enlistando cada mínima pista. Eso a ratos se vuelve agotador y pueril. Están bien los acertijos y las paradojas (como el monolito en 2001: odisea del espacio), pero todo dentro del ámbito deducible, de la verosimilitud, eso que tanto le gustaba a Aristóteles. Pero si ocultaste demasiado las cosas, en un grado tal que no son comprensibles por un espectador atento, es sólo que fuiste un mal narrador, nada más. Algo de luz arroja el enrevesado y oscuro Nietzsche al respecto:
“Quien se sabe profundo, se esfuerza en ser claro; quien quiere parecer profundo a los ojos de la multitud se esfuerza en ser oscuro. Pues la multitud tiene por profundo todo aquello cuya profundidad no logra ver, ¡tiene tanto miedo a ahogarse!”. (La gaya ciencia, Aforismo 173).
Pero sería absurdamente injusto considerar esta película como un mero charco oscuro con ánimos de ser un pozo profundo. Diría más bien que son las dos cosas al mismo tiempo. Hay una narración que a ratos no va concatenando plausiblemente todas las variables, y por tanto emana de ahí una opacidad interpretativa. Pero por otro, esa misma libertad lógica, le permite acceder a bolsones expresivos no muchas veces explorados en el cine. A fin de cuentas, la naturaleza no obra en base a un principio de razón, sino de instinto, ¿por qué esta película debería operar diferente?
Ahora bien, ¿de qué va la trama, superficialmente? De un hombre, viudo (?), que vive solo junto a su hija, e intenta proteger el santuario natural donde vive de un proyecto inmobiliario turístico, que vendrá a contaminar las aguas y a trastocar toda la jerarquía social propia del lugar.
Pero El mal no existe es una reflexión más honda que eso. Aunque a ratos inconexa, pero paradójicamente a raíz de eso, logra adentrarse en las más extrañas pulsiones que mueven el aparato psíquico de nuestra especie. Nada de santificar a la naturaleza y de condenar nuestros crímenes. Si el mal no existe, el bien tampoco, ese es uno de los postulados más nítidos de la película. Cada acto de heroísmo, de traición, de sacrificio, de asesinato, de perdón, de violación, de arte y ciencia, son actos de la voluntad. Esa pulsión inconsciente que mueve nuestras acciones (como enseña Freud), y donde la razón es solo un ente regulador esporádico. Y, en consecuencia, si nuestros actos son obra de la naturaleza misma, estas acciones dejan de entrar en la categoría de lo moralmente correcto e incorrecto. El mal no existe porque la naturaleza es amoral, y nosotros somos una extensión de ella misma, no una cosa aparte, no una alteridad que pueda expoliarla. Nosotros somos la physis.
Vaya película peligrosa a la que nos enfrentamos. Y al mismo tiempo necesaria, porque pone en evidencia que nuestras nociones de bien y mal no son otra cosa que sólo ficciones. A un paso de derrumbarse. PP.
El mal no existe. Dirección: Ryusuke Hamaguchi. Reparto: Hitoshi Omika ,RyoNishikawa, Ryuji Kosaka. Música: Eiko Ishibashi. Drama. Producción: Neopa Co, Fictive. 106 minutos.
Japón, 2023.
Fuente de las fotos: Centro Arte Alameda Distribución