TARDE PARA MORIR JOVEN

El cine chileno de ficción suele tener una relación conflictiva con el pasado. Ante la ausencia de una industria robusta que permita una amplitud de miradas y propuestas que se complementen y superpongan, cada ejercicio parece jugarse demasiado cada vez que intenta retratar un período particular de la historia de Chile.

Criterios de verosimilitud o compromiso, de resistencia o consenso, operan a la hora de enmarcar un cúmulo de películas que, en algunos casos prometen –en otros se les exige– que den amplia y categórica cuenta de cómo ocurrieron determinados acontecimientos.

La tarea suele quedar inconclusa, a causa de múltiples razones. Ya sea por la complejidad misma de un objetivo prácticamente inalcanzable, ya sea por condiciones intrínsecas de nuestro precario sistema productivo, que deja ver por entre los márgenes del cuadro las dificultades para hacer cine en el país.

Siendo la dictadura militar el usual horizonte de sentido para estos relatos, se vuelve interesante preguntarse cómo se articula una narración ubicada dentro de este régimen temporal, pero sin atisbos de esa pretensión general, totalizante, que muchas obras han propuesto recientemente.

Tráiler de Tarde para morir joven.

Tarde para morir joven es el tercer largometraje de la directora Dominga Sotomayor (1985). La película cuenta la cotidianidad de Sofía (Demian Hernández), una adolescente que comparte tardes de verano con su hermano y otros chicos de su edad, dentro de la incipiente Comunidad Ecológica de Peñalolén, en un Santiago para finales de la década de los ochenta o inicios de los noventa del siglo pasado.

Mientras los adultos discuten cómo resolver problemas como la falta de corriente eléctrica o el difícil acceso al agua ante amenazas de incendio, los jóvenes pierden el tiempo confundiéndose con el paisaje, enamorándose, proyectándose a un futuro todavía imposible. Sofía tiene 16 años y pronto la espera una decisión fundamental: seguir viviendo con su padre en los extramuros de la ciudad o irse con su madre, en medio de la civilización, pero bajo la amenaza de la soledad.

La llegada de Ignacio (Matías Oviedo), un joven algo mayor que ella, pero dueño simbólico de la libertad a partir de la motocicleta que conduce, representando las dudas y fantasías de la protagonista, cuando se encuentra en el umbral entre infancia y adultez, indecisa todavía sobre cómo atravesarlo.

Como señalábamos al comienzo, se trata de una propuesta que se acerca al pasado desde una rivera líquida, carente de precisiones científicas. La reconstrucción de época en Tarde para morir joven está dada mucho más por aspectos visuales y decorativos que por referencias nítidas a un momento histórico dado. No hay señales explícitas que revelen el año en que se desarrollan los acontecimientos, no hay propaganda para candidatos de una reciente democracia, no hay consignas vinculadas al devenir de la alegría, o la ausencia de ella. 

Tal vez el único signo epocal está en la banda sonora, con música propia del pop y el rock de aquellos años, pero sin claras ni estrictas delimitaciones. La dirección de arte y fotografía se encargan de armar un tiempo pretérito desde un uso del color deslavado, con bajo contraste y plagado de tonos violeta, propios de una estética del “VHS”.

Así, estos tres elementos se combinan para dar cuenta de una atmósfera nostálgica, pero que se diferencia de ciertas tendencias en la industria del entretenimiento mundial. Menos localizada en objetos y marcas que traigan devuelta lo perdido, y sin recurrir a un formato de registro en desuso (como las cintas Hi8 o Betacam, por ejemplo), el filme apunta más hacia una sensibilidad particular que, en este caso, tiene que ver con la representación de un tiempo y los modos de habitarlo.

Fotograma de la película.

El cine de Dominga Sotomayor transita por un particular margen temporal, improductivo, errático, ocioso. Sus películas transcurren en vacaciones, donde los personajes rara vez trabajan, sino más bien se ven enfrentados a conflictos que surgen en una intimidad atestada, donde las familias están siempre en contacto, sea dentro de un auto, en una pieza de hotel o en una casa.

Es como si determinadas tensiones afloraran con más fuerza en estas franjas de tiempo, y no cuando los individuos están ocupados cumpliendo tareas de otra naturaleza. Este tratamiento, combinado con la indefinición en términos de cronología, configuran uno de los aspectos más interesantes del metraje.

Ya el título remarca esa ambivalencia: tiempo impreciso, tiempo improductivo, dos claves que permiten entender este retrato de una juventud deseante, pero muy susceptible a la frustración. Es una estructura propia del recuerdo, afectado —en tanto que intervenido, pero también sujeto al peso de los afectos— por el uso del lenguaje cinematográfico.

El guion, escrito por la directora, está basado en algunas de sus experiencias de adolescencia, como parte de una colectividad que intentaba asentarse fuera del ruido citadino, en los albores de la Transición. Se trata de una tendencia en aumento en el cine de ficción nacional, acorde también a corrientes de producción artística y cultural internacionales, donde la autoficción ha cobrado relevancia a la hora de construir relatos.

Esta intención se imbrica con metafóricas observaciones sobre la sociedad. Las casas, muchas aún en etapa de construcción, traslucen la intimidad de sus habitantes mediante unos plásticos que hacen de improvisados muros.

La problematización del afuera y el adentro, de lo privado con lo público, hace eco en la inocencia de un grupo de familias intentando construir comunidad, mientras parte importante de un país creía factible la restitución de un orden democrático transparente. 

Esta lectura, si bien posible, no deja de exigir cierto forcejeo, ya que se trata de un grupo humano que deliberadamente opta por vivir en los contrafuertes cordilleranos, artistas y lutieres, personas que se alejan del centro, ante la alternativa de una vida distinta, pero también desviada de los contextos, los debates, lo político de una ciudad. 

Aunque Sofía y sus amigos puedan representar ese cuerpo social expectante a las posibilidades de una nueva realidad finalizada la dictadura, la decisión de transportar la narración fuera del espacio político urbano le quita fuerza al comentario por lo colectivo, potenciando más la narración desde lo individual. Y el contacto con la alteridad, una población situada a faldas del cerro se vuelve uno de los puntos menos logrados de la película, ya que no se termina de dibujar a ese otro, las empleadas, los jardineros, que aparecen como sujetos marginales provenientes de un tiempo y espacio diferente, representantes de una amenaza un tanto confusa.

No obstante lo anterior, Tarde para morir joven configura un acercamiento atractivo para un sistema demasiado ocupado con la persecución de una verdad totémica. Si bien aún vivimos en un país que no termina de despejar el velo del secretismo en torno la violencia política y el terrorismo de Estado, arrojarle al cine contemporáneo una responsabilidad esencial de esa deuda es limitar demasiado sus posibilidades creativas. Más nos vale dejar que las obras hablen desde sí, y cuestionarlas a partir de sus méritos o falencias intrínsecas. 

En este caso, la nostalgia por los tiempos muertos de la juventud es capaz de evocar emotivamente un pasado convulso, todavía no resuelto, pero que tampoco se propone resolver. PP

Tarde para morir joven. 2018. Directora: Dominga Sotomayor. Reparto: Demian Hernández, Matías Oviedo, Antar Machado, Antonia Zegers, Ayal Meyer. Productoras: Cinestación, RT Features, Ruda Cine, Circe Films. 110 min. Chile.

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