PASEOS POR UNA FILMOTECA INVISIBLE

El cine que no llega a salas ni a las plataformas al uso –el cine que, regularmente, no vemos– discurre por una especie de barril sin fondo. De este cuánto hay, el redactor del presente texto rescata ante todo comedias francesas, en el entendido de que las mutaciones y continuidades del género de las risas, en general, y de la comedia de autor, en particular, son cosa muy seria.  

El desbande del torrent y el imperio del streaming transformaron los episodios hercúleos de ayer –cuando se cruzaba la ciudad para ver una de Fassbinder al fondo de una sala llena- en una curiosidad apenas comprensible. En principio, hoy estamos en el mejor de los mundos: como nunca antes en la historia del cine, hasta la película más inencontrable puede llegarnos de algún modo, mientras no paran de aumentar las cifras de asistencia a salas.

Sin embargo, cuesta traducir tamaño entusiasmo a la experiencia diaria: si la exhibición local sustenta sus cifras en un puñado de megapelículas, la audiencia parece hoy encantada con las virtudes de Netflix y de los demás canales de streaming. Para estar claros, algunos de estos últimos son repositorios formidables (Mubi, Criterion), pero el streaming por defecto es Netflix y ahí, si bien tienen más cine de lo que cualquiera podría alcanzar a ver, salvo casos acotados (Belmonte, del uruguayo Federico Veiroj, por ejemplo) no es el cine que nos hizo alguna vez cruzar la ciudad

El caso es que hoy existe un espacio donde todo es posible, donde el crítico muta en DJ, historiador o arqueólogo; donde cánones y panteones han de reexaminarse en función de la evidencia disponible. El pie forzado acá es la comedia, laxamente entendida. ¿Por qué? Porque, cuando nos gusta, nos gusta a todos, no habiendo nada que explicar. Porque sus ejemplos más sublimes aún nos hacen tanta gracia (Chaplin, Keaton, Tati y el resto). Porque muchos festivales la descartan de plano por no considerarla valiosa. Porque la Academia de Hollywood piensa algo semejante (aunque en los años treinta pensaba otra cosa).

Parto por la producción francesa contemporánea, poco presente en las ventanas que están más a mano: se asume, todo indica, que la comedia no es importante, que no es “artística” y que no es digna de la presunta sofisticación del público al que el cine francés se dirige. Y hablo acá de la comedia popular, la que más pierde en el nuevo escenario -ya no son los tiempos de Belmondo, tampoco los de El placard-, y de aquella con más búsqueda, expresión personal o mixtura de géneros.

 Pienso en filmografías completas que han merecido entre nosotros mejor suerte. Pienso en Noémie Lvovsky, que como intérprete lleva más de cincuenta roles, entre películas, telefilmes y series. Empezó a salir en pantalla a los 36 — en 2001—  pero antes se había graduado de guionista, había debutado como realizadora en el drama romántico Olvídame (1994) y convencido a medio mundo con La vida no me asusta (1999), comedia con adolescentes que es también el registro desgarrado, cassavetiano, de un tránsito vital. Uno de sus retornos se dio de la mano de una cinta que también protagoniza. Camille regresa (2012) es pariente de Peggy Sue, su pasado la espera (1986)  y versa sobre una mujer que a los 16 conoció al amor de su vida, quien ahora la acaba de dejar. Por una ocurrencia fantasiosa del filme, Camille regresa a los ochenta, a su adolescencia, pero sin dejar de ser la cuarentona que es (tampoco su exmarido). Y sus compañeros de colegio no parecen notarlo.

Demain et tous les autres jours (Noémie Lvovsky, 2017).

La premisa es todo lo inocentona y ridícula que se quiera, pero la película es un dechado de virtudes interpretativas y emocionales, tan leve como fracturada. Y como las suyas no son de salida rápida, la más reciente cinta de Lvovsky tomó cinco años en asomar. Se llama Demain et tous les autres jours (2017), y la tiene como una mujer con propensión al desequilibrio mental que, tras su separación, está al cuidado de su hija de 9 años. Como toda película que lidia con la demencia, corre riesgos y no siempre sale bien parada. Pero solo ver a esos personajes siendo ellos mismos es una recompensa de aquellas.
Las colaboraciones de la actriz, guionista y directora tienden a multiplicarse. En 2018, actuó en Deux fils (2018), donde, para variar, la risa inopinada convive con el dramón familiar. La cinta es del debutante Félix Moati, quien tuvo como guionista a Florence Seyvos, del círculo íntimo de Lvovsky. Antes de eso, en 2015, esta última participó en El dulce escape (Comme un avion), escrita, dirigida y protagonizada por Bruno Podalydès como un cincuentón que abandona el tráfago insufrible de la vida contemporánea, se mete a una embarcación mínima y se adentra en un curso fluvial. A ver qué pasa.

Los hermanos Podalydès, Bruno y Denis, han cincelado un humor que mezcla ingenio y pesadumbre. Lo hicieron en Adieu Berthe (2012, cuya imagen publicitaria encabeza este artículo), donde convierten el entierro de una madre en una instancia de reformulación de los propios trayectos. Pero el camino de la dupla se rastrea hasta el siglo pasado (Dieu seul me voit, 1998) y sigue con la ligereza de Liberté-Oléron (2001), donde la comedia de situaciones lleva la vergüenza ajena a niveles insospechados.

Otra evidencia de que comedia autoral francesa hay para tirar al techo, es la de Emmanuel Mouret. Llamado alguna vez “el Woody Allen francés”, su tercer largo, Cambio de dirección (2006), es lo más cerca que haya habido de un estreno suyo en Chile, gracias a su publicación en los DVD de la difunta colección argentina 791. Deseo sexual, timing cómico y un protagónico naïf hacen de la película un goce y, tal vez Mouret, que se probó muy pastichero en el melodrama (Otra vida, 2013), no haya vuelto a hacer una comedia de esa altura. Pero, qué diablos, lo ha intentado.

Hay otros que intentan por su lado, siendo particularmente difíciles de encasillar. ¿Cabe, por ejemplo, el trabajo de Antonin Peretjatko en el mismo horizonte anárquico de Cero en conducta y Zazie en el metro? En una de esas. Los dos largos que se le cuentan a la fecha (La fille du 14 juillet, 2013, y La ley de la jungla, 2016) son un prodigio de imaginación y desasosiego, sirviéndose de una despensa visual y auditiva bien provista, así como de la singularidad político-sociológica de sus guiones –con meses que le faltan al año o escarceos amorosos en una selva- y de intérpretes como Vincent Macaigne, quien por sí solo encarna una suerte de nueva ola actoral.

No más etiquetable es Quentin Dupieux. “Adoptado” por los severos Cahiers du Cinéma, el suyo es, o solía ser, una especie de cine clase Z cuyo protagonismo puede estar entregado a un neumático asesino (Rubber, 2010) o a un oficinista despedido que, sin embargo, llega a trabajar cada día a un cubículo donde llueve a mares (Wrong, 2012). Y a quien se le dé la rareza como motor de la experiencia estética, no debería dejar pasar Réalité (2012), donde la proeza de hacer una película se transforma en una pesadilla lisérgica. Más normalita, dentro de todo, es Au poste! (2018), donde Benoît Poelvoorde es un comisario de policía (odioso, sacador de vuelta, graciosísimo) que interroga al testigo de un asesinato, que podría ser más que un testigo. Entre los encabalgamientos temporales y los quiebres que descolocan, despunta una comedia que anda como avión, pero evitando toda domadura.

Problemos (Eric Judor, 2017) anticipando la pandemia.

Dupieux dirige más en inglés que en francés, ambientándose en lugares inciertos, además de inquietantes. Y entre sus dirigidos se encuentra otra figura clave de la nueva comedia francesa: Eric Judor. Aplicado y multitarea, este parisino asomó tiempo atrás en Netflix -ya no está- con una comedia dirigida y protagonizada en 2008 junto a su partner Ramzy Bedia, Seuls two (2008): un juego del paco-ladrón en un París donde no hay nadie más que el perseguidor y el perseguido. Nueve años más tarde, Judor dirigió Problemos (2017), donde un apocalipsis sanitario deja como únicos habitantes del planeta a un grupo neohippie/antisistémico, así como a un personaje que iba pasando, por así decirlo. Un cine que desconcierta en tiempos de narcisismo y sensibilidad cultural a tope, y que, por esos caminos, se conecta con cierta comedia americana de estos días (basta pensar en Joel Potrykus, guionista y director de Buzzard (2014) y Relaxer (2018), inquietantes como pocas miradas al siglo que vivimos).

Lo mencionado es una parte, más bien modesta, de lo que propone la comedia francesa en estos días. Si no se había enterado, no es su culpa. PP

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