FLAUTA PARA DÚO MAGICO

A casi medio siglo de su estreno, la obsesión del maestro sueco por la obra del genio austríaco goza de una salud envidiable, como un clásico, de esos que se ven varias veces a lo largo de una vida. Intacta se conserva la belleza ingenua que el cineasta le quiso dar a la ópera, creada para el goce popular más que para el refinamiento de los salones patricios. La fábula contenida en el argumento facilita la entrada privilegiada del público infantil, que desde el primer momento es invitado a cruzar el umbral de la maravilla para enfrentar la eterna lucha de los símbolos morales puestos en conflicto.

El príncipe Tamino (un joven virtuoso, por eso príncipe) es perseguido por un dragón (las bajas pasiones) y salvado milagrosamente por tres damas (las Tres Gracias) enviadas por la Reina de la Noche (el principio femenino). Llevan consigo un retrato de la hermosa Pamina (la virtud), hija de la Reina y secuestrada por el malvado Sarastro. El príncipe partirá al rescate ayudado por el pícaro Papageno, cazador de pájaros y muy enamoradizo. El problema comienza al descubrirse que Sarastro, representante del Sol, no es el villano de esta historia.

Fue filmada en el Teatro del Palacio Real de Drottningholm, para utilizar los ingenuos mecanismos escénicos y sus trucajes artesanales del siglo XVIII. Está cantada en sueco, en vez del original alemán, lo que puede quitarle puntos en lo musical, aunque ésta fuera una costumbre habitual en la ópera hasta mediados del siglo pasado. Afortunadamente, los intérpretes cantantes son lo suficientemente buenos como para obviar el problema. Lejos de ser teatro filmado, esta Flauta posee toda la magia del cine dentro de un escenario con cuatro paredes y recuerda seductoramente la infancia de los espectadores que alguna vez fuimos. Puede que varias de las ideas simbólicas de Mozart y su libretista, el masón Emanuel Schikaneder, pasen a segundo plano, pero el encanto reemplaza todo.

Sin alterar el libreto, Bergman hace suyas ideas que fueron su faro a lo largo de su extensa obra. Los contrastes entre luz y tinieblas, un motivo típico de la narrativa nórdica y que se relaciona con algunas de sus mejores películas. Los conflictos de los padres que caen sobre los hijos, el problema de la fe, la idea de Schopenhauer de la representación como metáfora de la existencia, el misterio permanente de lo trascendente y finalmente lo femenino como fuerza vital y esperanza del amor. Pamina no es una simple princesa de fábula, sino que una mujer que enfrenta el desafío de entrar al Reino de las Tinieblas con la frente alta y la clara conciencia de dar coraje a su compañero de aventuras.

Pero nada de eso pesa sobre la puesta en escena. A poco de comenzar la cámara penetra en el escenario y el montaje ubica en un espacio, que, siendo siempre ilusorio, es posible solo en el cine, en el que los encuadres son los precisos para borrar las fronteras entre representación, imaginación y emoción. Cada ciertos tramos se vuelve al encuadre teatral, a los telones pintados, a lo que sucede con los intérpretes durante el descanso, a las bambalinas y lo que ocultan hacia el público de la sala. Nada de eso atenta contra la seducción manifiesta de la obra, ni significa una falta de respeto hacia Mozart, cuyas intenciones expresivas parecen ser llevadas al extremo. Una ópera que incluye diálogos no cantados y arias dificilísimas, coros, dúos y armonías entre las más bellas del compositor. Todo envuelto en el claro propósito de la más pura seducción. Si hay una puerta atractiva para entrar al mundo de la ópera, esa es La flauta mágica, lo comprueban las generaciones de niños que la han hecho su favorita desde su estreno en 1791, poco antes de la muerte de Mozart. Aún hoy es una de las óperas más representadas en todo el mundo, como lo quiere simbolizar el público que muestra la película: todas las edades, todas las razas y condiciones están en él.

Si bien es comprensible que Bergman, uno de los más afamados directores teatrales de Suecia, haya tenido interés en dirigir la puesta en escena, resulta insólito que se haya dirigido a ese segmento del público que siempre mantuvo cuidadosamente alejado de su obra creativa: los niños. Quizá en la decisión influenció su hija Linn, cuya madre es Liv Ullmann y que hoy es conocida como escritora. En el filme, ella es la espectadora principal del espectáculo. Para capturar al público infantil también usó carteles con la letra de algunos coros.

El resultado ha sido uno de los mayores éxitos comerciales del cineasta y la más aplaudida de las transposiciones de ópera a la pantalla. Cuenta con unos excelentes Papageno y Reina de la Noche y una espléndida iluminación (Sven Nykvist), quien en la obertura aparece entre los espectadores, junto al actor Erland Josephson, a Käbi Laretei, conocida pianista y cuarta esposa de Bergman, y al propio cineasta, que por una sola vez se expuso fugazmente delante de la cámara.

Un deleite que no conoce edad y que enseña todo sobre el cruce de géneros, lenguajes, formatos y épocas. Todavía se entienden perfectamente las razones de su éxito.

La flauta mágica  (Trollflöjten) Adaptación y dirección: Ingmar Bergman; con: Josef Köstingler, Irma Urrila, Håkan Hagegard, Elizabeth Eriksson, Ulrik Cold, Birgit Nordin, Ragnar Ulfung; Fotografía: Sven Nykvist; Orquesta y coro de la Radio Sueca, dirigidos por Eric Ericson. Duración: 135 minutos. Suecia, 1975.

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