En Cofralandes hay surrealismo chileno en cambiante formato y cruce de géneros, con citas de grandes en boca de chicos, alusiones visuales al lenguaje verbal y una inusitada libertad narrativa que tal vez aún no sea posible tragar muy racionalmente, pero sí saborear, siempre y cuando se tenga humor y gusto por el cine.
Los últimos treinta años del cine de Raúl Ruiz fueron un constante desafío a las convenciones narrativas y un juego permanente con la poesía y el lenguaje. Se dirigió sin inhibiciones hacia el terreno del delirio, de las asociaciones libres, de los juegos intrincados, de los collages. Ruiz no tuvo piedad con las convenciones y arrojó a su espectador a un laberinto, sin mapa, sin avisos y sin una Ariadna que le permitiera volver sobre sus pasos. «Arrégleselas solo» pareciera haber sido su imperativo empujón dentro de su mundo creativo.
La larga residencia en Francia le estimuló esta actitud juguetona. Laberinto sí, pero sin monstruo devorador, excepto el que el espectador mismo va formando con los fragmentos de espejos que Ruiz fue dejando desparramados por el camino. De esos fragmentos, de su selección y ordenamiento aleatorio, está hecha buena parte del arte de Ruiz.
¿De dónde vendrá tanto disparate? Se podría preguntar hoy uno, cuando los resortes de la butaca comienzan a hacerse sentir en el propio organismo. “Exijo una explicación” dirá algún Condorito por ahí, buscando la seriedad nacional.
Ni lo uno ni lo otro, sino que todo lo contrario, como habría dicho el bueno de don Nicanor. La citación viene a cuento por ser Ruiz, asumidamente, un temprano lector de Parra. Tampoco desdeñó a Braulio Arenas (el malo de don Braulio) y a Omar Cáceres. El Teatro del Absurdo fue su cabecera y hubo más Mistral que Neruda y más Matta que Claudio Bravo en las transfusiones estéticas que se dio. En alguna esquina se cruzó con Jodorowsky, pero cada uno siguió por la calle que ya transitaba. Mención aparte para El Peneca y Flash Gordon, obviamente.
Es que debemos recordar que este austral país fue surrealista antes que nadie, antes que hace un siglo se le ocurriera el nombre al muy francés André Breton al publicar El Manifiesto Surrealista.
Con tales ingredientes en su mamadera nutricia Raúl Ruiz no podía sino llegar a hacer un día, en realidad varios, la serie de Cofralandes. Hoy la llamaríamos miniserie en cuatro capítulos. Pero ténganlo por seguro: esta no la verán en Netflix. Hay que entrar a la Cineteca Nacional online para verla o, en muy escasas oportunidades, ir al cine.
LA NIÑA MARÍA Y VARIOS MÁS
La serie de Cofralandes, Rapsodia chilena es un desafío para un espectador exigente dispuesto a jugar con materiales de cierto espesor, en los que se mezcla pedantería francesa con materiales folclóricos chilenos. No debiera extrañarnos si recordamos que nuestra cultura está hecha de estas hibridaciones, transplantes y sincretismos. Ruiz juega con todo ello exhibiendo un gran despliegue de remembranzas y nostalgias, apenas neutralizadas por la ironía y la reiteración, con las que busca anular toda carga emocional que enturbie el juguete narrativo que propone.
Una casa patronal en Limache, después de un terremoto que ha desvelado al narrador, el propio Ruiz. En su patio interior. un grupo de Viejos Pascueros inmóviles escucha las conversaciones grabadas de los responsables del golpe militar y luego juran defender sus barbas y “no cometer actos impuros con ellas”. En medio hay también un grupo de chicas, vestidas en forma similar, pero con minifaldas. Bailan la ronda de la Niña María, ellos dan golpes rítmicos. Un amigo en París ordena un opíparo almuerzo, un funcionario anodino planifica sus próximas acciones mientras va sacando del bolsillo de su chaqueta varias cucharas soperas. Ignacio Agüero habla por un teléfono falso mientras camina por la calle e invita a pasar a su jardín, que más parece cementerio y en el que hay hierbas medicinales. Una mujer riega la calle encementada mientras se escuchan objetos que se estrellan.
El sentido simbólico, expresivo o lúdico para interpretar semejantes escenas de ritmo sostenido, es rigurosamente ambiguo. Nada parece responder a alguna peculiar lógica que, después de más de una fatiga, haga pensar: “Oh, descubrí lo que se quiere decir”. Ya por eso la aventura de ver Cofralandes podría valer la pena. “Yo tengo que saber pa’ ónde va esta micro” se le escuchó decir a un espectador, amparado en la oscuridad de la sala.Y es probable que haya descubierto que no iba a ningún lugar preciso.
Las mezclas heterogéneas han sido la firma del universo de Ruiz. Lugares de la memoria, fácilmente asociables a la cultura popular, a los dichos como palos de ciego, andar de maleta, la carabina de Ambrosio, que aquí aparecen ilustrados literalmente y que se mezclan a nobles poemas, a la voz de Violeta Parra (de una de sus creaciones proviene el título de la serie, que indica un lugar hipotético), a versos populares e imágenes cotidianas de picadas y conversaciones rigurosamente absurdas, como la del investigador de suicidios que nunca logra enfrentar el problema que investiga.
Esta pichanga, o macedonia, o charquicán, de imágenes nunca resueltas en su sentido último buscan desconcertar, pero no gratuitamente. Este aparente documental poético sobre el ser nacional, transmite la desconcertante sensación que su propia irregularidad le otorga: la de un realismo alucinado, que parece retratar un mundo mental que aun no alcanza un proyecto histórico fructífero y trascendente. Tal vez esos Viejos Pascueros quisieron regalar lo que no tenían y vieron interrumpidas sus intenciones por un terremoto planificado desde los subterráneos de una sociedad aun inconclusa. Pero esto puede ser un intento de otorgarle un sentido racional a un mundo que no lo tiene. O, mejor aun, que no quiere tenerlo.
Las letanías de ciclistas, mozos y personas con el rostro cubierto pueden aludir a disimulos y escondrijos sociales que sirven para escamotear una definición que está aun en barbecho. Palos de ciego; danos tu fortaleza, una pareja de chinchineros… continuará…PP.
Cofralandes, Rapsodia chilena ; Guion y dirección: Raúl Ruiz; Intérpretes: Bernard Pautrat, Marcial Edwards, Ignacio Agüero, Malcolm Coad, Fotografía: Inti Briones; Música: Jorge Arriagada, Violeta Parra, Alfonso Leng; Producción: Margo Films, RR Producciones; Duración: 81 minutos; Chile Francia, 2002.