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LOS TIEMPOS DE OZU: DOS VECES 60

Ver a Ozu en pantalla grande es hoy una experiencia rara en todas partes. Al parecer siempre lo fue, nunca tuvo un taquillazo internacional y su nombre es de reverencia en las capillas, no en las grandes catedrales del espectáculo. En vida, en su Japón natal, sí fue muy popular, premiado incluso. El resto del mundo debió esperar un poco para apreciar al más japonés de los cineastas, lo que sigue siendo un tópico de cierta validez.

Lo identitario puede ser un fastidio a la hora de vender un producto cultural en la globalización actual, pero también es un tesoro inapreciable en los momentos en que buscamos la sabiduría ancestral o la simple sensación de seguridad que nos brinda lo familiar.

Entre una actitud y la otra se dan las dialécticas que hacen las oscilaciones del gusto, como las llamó el gran historiador del arte Gillo Dorfles, que hacen avanzar todo en una naturaleza hecha de permanentes evoluciones. Para qué decimos el cine, arte privilegiado para atestiguar los cambios justamente por su capacidad de fijar un presente.

De cambios Japón tuvo una sobredosis en el siglo XX. Y no le faltaron en el XIX, cuando la era Meiji (1868-1912) significó abrir las celosas y obsesivas fronteras del Imperio del Sol Naciente, principalmente para codiciar territorios que le estaban vedados.

Había demasiados japoneses para un país pequeño y volcánico, cuya población se duplicó en tres décadas. La lógica militar, nunca ajena al carácter nacional, se abrió paso al poder y ya sabemos lo que eso trae por consecuencia.

AURORA

En ese contexto, Yasujiro Ozu nació en el populoso Tokyo, en una familia de comerciantes de cierto nivel. Tuvo distancia con su padre viajero y una entrañable cercanía con su madre, con la que viviría casi siempre, hasta la muerte de ella un año antes de la propia.

No fue un buen estudiante, pero curiosamente fue un buen profesor, trabajo al que se dedicó con mucha entrega durante un período en que vivió en el campo. De vuelta de la experiencia quiso dedicarse al cine y entró a trabajar a los estudios Sochiku en el puerto de Kamakura.

Ahí adoptó el seudónimo de James Maki y un aspecto muy occidentalizado. Después confesará que admiraba por sobre todas las cosas al cine y la cultura estadounidense, lo que parece una flagrante contradicción frente al japonesismo radical que solemos atribuirle. De contradicciones así están conformadas las grandes creaciones.

Yasujiro Ozu (1903-1963)

De esa época sobresale He nacido, pero… (1932) aún muda y que ya contiene características del estilo que lo hará famoso: composición cuidadosa, personajes bien delineados y una dialéctica entre exteriores e interiores que concede realce a la arquitectura tradicional.

La historia puede ser reducida a una anécdota simple: dos hermanitos se enfrentan a nuevos compañeros de colegio por la reciente mudanza de los padres a una localidad en provincia, pero entrarán en crisis al ver al padre humillado ante su nuevo jefe.

Poco promete este resumen, aunque el cineasta ya está en posesión de algunos de sus mejores recursos. El reparto es perfecto, especialmente los niños, lo que le otorga a la película una simpatía e interés difícil de esquivar. Si a eso añadimos que el humanismo que entrelaza a los personajes es de equilibrada y ecuánime simpatía, tenemos un cuadro costumbrista de la mejor cepa.

Es cierto también que los valores del honor y el respeto de las jerarquías cumplen un rol central en el relato, pero era lo que la tradición y el momento exigía. Sería elegida la mejor película japonesa de aquel año.

Había un padre (1942) ya presenta completo el estilo que hará famoso a Ozu: los ejes de mirada, la cámara inmóvil, su nivel bajo, los encuadres vacíos, el ritmo cansino de la vida cotidiana, las emociones contenidas y la linealidad del relato.

Un profesor viudo y con un hijo pequeño decide no volver a enseñar después del fatal accidente de uno de sus alumnos. Hará otros oficios para lograr que su hijo llegue a la universidad, pero al precio de vivir siempre separados.

Sin ningún desborde melodramático y utilizando unas audaces elipsis, poco comunes en cualquier parte y tiempo, la película construye su mundo serenamente masculino como si alrededor de los personajes los tiempos fueran otros.

Filmada en plena guerra, Ozu se las arregla bastante bien para evitar la obligación de la época: la propaganda nacionalista. Es cierto que el personaje es un modelo moral algo excesivo, pero los matices subterráneos de lo no dicho permiten leer hoy la película como un homenaje silencioso del cineasta al propio padre, un comerciante viajero del que estuvo siempre distante.

Chishu Ryu, un actor de registro acotado, pero sumamente eficaz en manos del cineasta, hizo el rol protagónico. El intérprete sería un verdadero alter ego de Ozu a través de 52 películas.

Chishu Ryu, verdadero alter ego de Yasugiro Ozu

Era un período difícil para todo el mundo. La crisis económica mundial empujó a Japón, como a otros países, hacia la dictadura y después al programa expansionista que significará la invasión de los territorios vecinos.

Ozu será soldado de ocupación en Manchuria, con todo lo que eso significa. Obligatoriamente de vuelta al oficio, realizó una película de propaganda al régimen que será la vergüenza de su vida. Logrará destruir todas sus copias al final de la guerra. Fue hecho prisionero en Singapur por los Aliados y enviado de regreso a Japón, de donde saldría en contadas ocasiones, pero pasará un largo período bajo la lupa de la censura, que se extenderá durante toda la ocupación estadounidense.

Primavera tardía (1949) es un título poético al que hará referencia durante el resto de su obra, ya sea por comparación o por variaciones sobre los temas planteados por esta película, muy celebrada al momento de su estreno.

Un profesor viudo (Chishu Ryu) vive una tranquila existencia acompañado de su única hija (Setsuko Hara), la que no manifiesta ningún interés en contraer matrimonio desatando la preocupación de parientes y amigos. El padre, finalmente, fingirá tener un propio interés romántico con tal de inducir a su hija a hacer su vida, es decir a obedecer a las convenciones.

Setsuko Hara, la hija de un profesor viudo en Primavera tardía (1949)

El filme es expresión de todas las características mejores de Ozu y de su inimitable estilo, con el agregado de unos pocos y eficaces movimientos de cámara, como los que solía utilizar en el período mudo.

Los encuadres vacíos, siempre los mismos y mostrando los mismos espacios, encuentran una insólita variación hacia el final cuando la hija, ya próxima al matrimonio anhelado por todos, intenta confesar al padre una verdad que le cuesta reconocer, pero él a su lado ya se ha quedado dormido. Entonces la vemos a ella mirando al techo, luego un macetero vacío de la habitación colocado delante de una ventana, la vemos a ella nuevamente y al macetero reiterado.

Las repeticiones que tanto amaba el cineasta alcanzan aquí una misteriosa poesía que ha dado mucho para interpretar, especialmente porque lo que sigue se acerca a unos niveles de abstracción muy elevados. Tres o cuatro tomas de un jardín zen del que sobresalen unas rocas rodeadas de arena ordenadamente rastrillada.

Los personajes han hecho un viaje a Kioto y están visitando un templo antiguo. De esta secuencia se derivará la fama de Ozu como autor minimalista y seguidor del budismo zen. El cineasta, que poco amaba explicarse y dar entrevistas, tenía una gran fascinación por atrapar el tiempo y suspenderlo para dar espacio y que el relato enfrentara sus posibles desarrollos posteriores.

Ese macetero y ese patio de templo pueden aludir al vacío, a la presencia de un silencio necesario para que los afectos se expresen sin estridencia. Tal vez el padre se ha hecho el dormido para evitar que la hija tenga que sincerarse más allá de lo que le resulta posible. Quizás si la hija iba a confesar unos sentimientos que él no estaba dispuesto a escuchar. A cambio de eso: el silencio, el vacío, el transcurrir.

O, como dice Santo Tomás de Aquino: La belleza interrumpe el movimiento.

CÉNIT

A partir de este momento la atención crítica se centra sobre este cineasta quitado de bulla, solitario y muy japonés, por lo que no debiera llamar mucho la atención en el extranjero.

Pero la censura lo revisa acuciosamente para intentar descubrir mensajes ocultos y peligrosos. Es que todo en él es demasiado sugestivo. En una de sus películas de la época un bebé se orina sobre un futón dibujado con un diseño de franjas gruesas, que es leído como una alusión a la bandera estadounidense.

Pero Ozu no estaba intentando denigrar a nadie, nunca lo hizo. Tranquilamente siguió con su obra bajo la lupa censora, reiterando sus marcas de estilo y el perpetuo nivel bajo de su cámara, que tanto contribuyó a instalarnos en la calidez sencilla de sus interiores.

Curiosamente era su conservadurismo lo que contenía la crítica silenciosa a los tiempos que le tocaba vivir. En Primavera tardía los exteriores son los que más aluden a la situación del presente, letreros e indicaciones en inglés, incluso una vistosa publicidad de Coca-Cola. Como oposición, la tranquila belleza tradicional de la arquitectura de Kioto y de una naturaleza inmutable apenas movida por la brisa.

En los interiores, cuando los personajes están atrapados por el presente o se muestran muy inquietos, se sientan en sillas que, dado el nivel bajo permanente de la cámara, se ven ligeramente fuera de su centro, como si intentaran elevarse por sobre el lugar que les corresponde.

En cambio el padre y su hermana están siempre sentados sobre un tatami, a nivel del suelo, lo que expresa visualmente su serena sabiduría. En varias ocasiones la hija es conminada a sentarse en el suelo por sus mayores y las veces que lo hace es cuando el personaje está dispuesto a escuchar.

De 1953 es Historia de Tokyo, en la que los contrastes entre tradición y novedad son las fuerzas antagónicas del drama de descubrimiento que hacen unos padres de la provincia tradicional que desean ver a sus hijos ya instalados en la gran ciudad.

El viaje será una desilusión, los hijos han sido succionados por los valores de lo inmanente, que ha relegado los afectos a favor de los deberes y haberes. Esos padres ya no son útiles, por lo que el regreso a la casa tradicional se sellará con la muerte de la madre.

Pero lo que podría ser un melodrama fácil se expone como un relato de omisiones de lo dramático a favor de los tiempos muertos, los diálogos corteses y los gestos correctos, todo lo cual silencia la verdad que esa pareja evita repitiéndose como un mantra: somos unos padres muy afortunados. De este modo el disimulado dolor se instala en el espectador sin énfasis, pero con una contundencia insoslayable que agranda el relato hasta alcanzar dimensiones epocales.

La banalidad aparente de lo que vemos en pantalla posee todo el encanto del realismo cotidiano que tan bien sabía ritmar Ozu, pero sus exteriores aluden en forma inquietante a una modernidad industrial que reduce las dimensiones de los paisajes a fragmentos acotados, amenazados por el ruido de la modernidad: altas chimeneas industriales, escolares que caminan rápido, trenes, alguna ropa tendida al sol y ciclistas en segundo plano. Es decir, el tiempo que pasa.

Ejemplar en su escueta expresividad es el único movimiento de cámara de la película y que sirve para descubrir a los protagonistas sentados en el suelo de un parque público preparándose para ir a dormir separados en lugares distintos, como una premonición del futuro.

Pero lejos de una admonición moralista, Ozu no coloca ningún dedo acusador sobre los hijos, ya que sabe situarlos en su rol de partes integradas a un organismo social al que deben responder, como el hijo médico, la hija peluquera o los nietos caprichosos.

Destaca a la nuera, cuyo marido muerto en guerra (aunque nunca se lo dice) ha dejado un vacío emocional en ella del que no ha salido en ocho años. La interpretación de Setsuko Hara en el rol, resulta inolvidable por su acotada sobriedad, en que todas sus emociones permanecerán siempre ocultas. Su sonrisa casi permanente, mezcla la bondad auténtica y la defensa de su fuero interno, que se sospecha va en el sentido contrario a lo que manifiesta.

Se entiende la razón por la que Ozu recurrió tan frecuentemente a ella para sus personajes femeninos más interesantes. Su delicada gestualidad servirá de permanente escudo defensor de una intimidad dolida que no debía exponerse, como exige la convención social nipona.

A setenta años de su estreno, la más famosa de las películas de Ozu permanece inalterable como expresión de un momento histórico, que podría resumir las emociones familiares de un siglo. Puede que sea la más clara y serena aceptación que la cultura japonesa pudo dar de su derrota en la Segunda Guerra Mundial. Sus imitaciones y variaciones occidentales son señales de la enorme influencia que el tema sigue teniendo.

OCASO

Algo comenzó a cambiar en Japón y en Occidente a mediados de los cincuenta. La reconstrucción de la post guerra mejoraría la calidad de vida de las personas, aunque estas se siguieran viendo a sí mismas como pobres.

Así ocurre en Buenos días (1959), la segunda de sus películas a color (Flor de equinoccio fue la primera) y que hoy, debidamente restaurada, presenta una apariencia de estética publicitaria como de revista Life. Una comedia menor que no se disimula, pero que da cuenta de este cambio en el acceso a los bienes de consumo de la clase trabajadora.

En una población de viviendas sociales, el vecindario comenta la adquisición que una familia ha hecho de una lavadora eléctrica, mientras los niños se reúnen en la única casa con televisor para ver las competencias deportivas. Chishu Ryu se niega a comprar uno para sus hijos, porque el aparato producirá un millón de idiotas diarios, entonces ellos (como antes los de He nacido, pero…) harán una huelga hasta cumplir su capricho.

La hierba errante (1959) es nueva versión, esta vez sonora, de Historia de las hierbas flotantes (1934), título alusivo al de una compañía teatral itinerante. El actor dueño se las arregla para llegar a un lugar en el que vive su antigua amante con el hijo, que ignora quién es su padre. La intención es retomar una relación ya acabada, pero ahora conveniente dada su edad.

El tono melodramático no se avenía con el estilo habitual del cineasta, especializado en las veladuras emocionales y las elipsis, por lo que los enfrentamientos entre los personajes, incluso físicos, no resultan muy convincentes. Como siempre, el conjunto se ve envuelto en la visualidad bidimensional de la fotografía, marca de fábrica de Ozu (usó siempre lentes de 50 mm) siguiendo así la tradición plástica japonesa y que imponía un grado de distanciamiento con la representación realista.

En esta ocasión hay mayores matices y preocupación compositiva dado que el director de fotografía fue el gran Kazuo Miyagawa, máximo representante de la disciplina en Japón (Rashômon, Ugetsu monogatari). Una insólita imagen al comienzo: un paisaje marítimo con un faro y una botella de sake de tamaños similares. Un detalle exquisito: unos pétalos blancos caen en varios momentos dramáticos para anunciar el próximo fin del tórrido verano y de una etapa en la vida de los personajes.

Fiel al propio imaginario, el cineasta no teme auto citarse y obtiene a menudo nuevas vibraciones emocionales capaces de ventilar todavía sus temas clásicos. El fin del otoño (1960) es repetición del argumento de Primavera tardía, pero esta vez el rol protagónico lo cumple una madre, interpretada por Setsuko Hara, que antes fuera la hija en aquella película.

Ozu logra aún conmover por la sostenida limpidez del estilo y la serena lucidez sobre el motivo del tiempo inexorable.

Aún se permite otra bella variación, pero definitivamente la última: El sabor del sake (1962). Ryu de nuevo en problemas por la soltería de su hija, pero con dos hijos que introducen otros problemas, esta vez en un ambiente más acomodado, en colores y en un tono más amargo.

El sabor del sake (1962)

En una escenografía industrial y con la reiterada presencia del sake, del bar melancólico y de la soledad que se acerca con el peso de los ejemplos que lo rodean (especialmente el del anciano maestro de escuela, quien debe trabajar como cocinero porque la jubilación no le alcanza y que sufre frecuentes tentaciones etílicas cuya hija solterona debe soportar), el consumismo rodea todo y la contenida dignidad de otrora amenaza con transformarse en puro protocolo vacío.

Pero aún una perla de los viejos tiempos: la escena idéntica a la de Primavera tardía en la que la hija vestida de novia se despide del padre.

Pocos autores en todas las épocas obtuvieron tanto de materiales tan acotados. Se lo puede comparar a Vermeer en la pintura o a los monólogos danzantes de Isadora Duncan. Ozu fue capaz de repetirse sin agotarse, de citarse sin énfasis y de sobrevivir a su tiempo empleando el transcurrir como materia prima de su narrativa. Supo mirar las cosas comunes despojándolas de su contingencia para proyectarlas en un universo de puras esencias. De ahí su permanencia.

Hace sesenta años, su abuso del sake lo subió a uno de esos trenes oscuros que pasaban al fondo de sus escuetos paisajes y podemos imaginarlo de pasajero revisando un reloj anticuado, como la nuera viuda al final de Historia de Tokyo.

Para ser congruentes con el cineasta de las repeticiones, este artículo se publica 120 días después del 120 aniversario de su nacimiento y sesenta de su muerte, que fue un 12 del mes 12. PP

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