Sin duda la oportunidad del tema, un estilo bastante mantenido durante su larga duración, la atmósfera de alta cultura y una ambientación casi minimalista, han contribuido a crear la idea de estar frente a un monumento fílmico que permanecerá en el tiempo. Probablemente existe también el deseo de proyectar nuestras emociones en su espejo, estilizado y elegante, al igual como el que muestra la película misma. La realidad, esa experiencia común que compartimos cotidianamente los espectadores, se insinúa en la película apenas desde las ventanillas de un auto o en la televisión, es decir una parcela muy selecta, controlada y conveniente de ella.
La historia toma su tiempo en despegar y durante un largo fragmento se explican las particulares coordenadas del mundo refinado de la protagonista, una directora de orquesta que ha alcanzado la cumbre de su profesión, está por publicar un libro y terminar una composición ambiciosa; que vive entre Nueva York y Berlín, y que exhibe un alto control de sí misma, una asertividad que nunca le falla, un dominio fácil sobre sus subalternos y una arrogancia concordante con todo lo anterior.
Las citaciones de autores, de directores de orquesta, músicos, lugares y épocas pueden ser abrumadoras para quien no esté en posesión de un mínimo bagaje sobre lo que se habla y habla constantemente. Pero, por otra parte, dicho entramado es en el que Lydia Tár, nonbre de la protagonista, se mueve con destreza, tejiendo relaciones convenientes y obteniendo ventajas para sus próximos pasos. Su asistente, Francesca, la sigue en todo y prevé todo en todo momento, creándose un nivel de dependencia que algo anuncia sobre la fragilidad de una relación en la que los afectos no parecieran tener derecho a manifestarse. Por su parte, Lydia tiene en Berlín un hogar con la primera violinista de la orquesta y una pequeña hija adoptiva a la que ambas aman.
Pero ciertas sombras del valle de los simples mortales alcanzan a las cumbres y la insistencia de Lydia en ignorar aquello le traerá imaginables consecuencias. No todos pueden alcanzar el triunfo y los que van quedando en el camino pueden salpicar a los demás con su frustración y envidia. De este modo lo indeseable se instala donde no ha sido invitado y va derrumbando las certidumbres que hacían inexpugnable la fortaleza de Lydia y sus evidentes logros artísticos.
Lo demás es imaginable. Es la historia de varias caídas célebres del mundo de la música: James Levine, director de la orquesta del MET de Nueva York jubilado apresuradamente; Plácido Domingo acusado de acosos varios; el contratenor David Daniels hoy detenido por violación. Quizás pueda parecer excesiva la duración de la película para una historia lineal que no nos añade mucho sobre el tema de los abusos del poder y la cancelación, a los que la prensa del último lustro ya nos ha acostumbrado.
La película logra llegar a su final manteniendo interés. Y es que no es sólo el tema oportuno el que anima el relato, es también el retrato de una personalidad significativa de los tiempos que corren. La de una mujer eficiente, inteligente, culta, responsable de sus habilidades y que no se concede nada que no contribuya al desarrollo de su talento. Nada excepto… el deseo.
El filme se las arregla con inteligencia para no ser mera ilustración moralista sobre una conducta arrogante, o sobre el espectáculo delicioso del derrumbe moral de una poderosa personalidad antipática. De hecho nunca vemos los hechos de los que se acusa a Lydia, ni el proceso que se le sigue, porque el filme busca empinarse por sobre su anécdota, buscando los signos de los tiempos y de una posible redención. Para ello utiliza un estilo formal de ejemplar sobriedad, que va en dirección contraria a la de mucho del cine enfático que tanto se lleva, y que valoriza el tiempo, elemento sustantivo de la película construida sobre escenas de diálogos largos, muy bien sostenidos por el reparto y completos en su desarrollo, alternados por amplias elipsis que requieren cierta atención para ser comprendidas.
Un buen ejemplo de lo anterior es la primera llegada al departamento berlinés de la protagonista, o la omisión de todos los antecedentes que se resumen en la gran crisis de Lydia al dirigir el concierto de la Quinta de Mahler, al que tan rigurosamente se había preparado.
Pero la sobriedad de la forma coincide a veces con lo convencional. La escena en que Lydia discute con un joven aspirante a director en la academia Juilliard es eficaz, como otras muchas en el desarrollo, pero no dejan imágenes ni sensaciones para el recuerdo, a pesar de ser un plano-secuencia.
Su director, Todd Field, está siempre más cercano a la dramaturgia que a la imagen y aprovecha las facilidades del montaje para jugar con el espectador. Pone la cámara en ángulos privilegiados que denotan una omnisciencia en contradicción con las buscadas emociones personales del relato; esto hace que la película parezca inteligente y precisa, pero cinematográficamente no destaque por su audacia u originalidad. Quizás la sensación de exceso de cálculo, presente también en sus anteriores películas –En la habitación (2001) y Secretos íntimos (2006)- aquí esté contrapesada por el fragmento final en Filipinas, que ventila el relato, incluso a costa de jugar al desconcierto.
Por último hay que mencionar la incuestionable actuación de Cate Blanchett, en un rol cosido a su medida. Virtudes y defectos del personaje se adhieren perfectamente a su expresión corporal, tono de voz y ritmo. Como en otros personajes anteriores (Isabel I, Blue Jasmine, Katharine Hepburn) la arrogancia le queda muy convincente. Casi un autorretrato.
Tár. Director y guionista: Todd Field; Intérpretes: Cate Blanchett, Nina Hoss, Noémie Merlant, Sophie Kauer, Mark Strong; Fotografía: Florian Hoffmeister; Música: Hildur Guŏnadóttir; Producción: Todd Field, Alexandra Milchan, Scott Lambert (EE.UU. Alemania); 158 minutos; 2022.