por Toda una generación televisiva lo conoció mediante su exitoso segmento Las mil y una de Abdullah, en el inefable Sábados Gigantes, en el cual hacía despliegue de una sonrisa que se concedía pocas pausas delante de la cámara; de sus aventuras infinitas en lugares recónditos, de 120 países recorridos con su hermano Issa y de su marcado acento persa, que ni los casi sesenta años pasados en Chile lograron domar. La tozudez.
Fue fiel súbdito del Sha Mohammed Reza II Pahlaví, del que incluso fue cónsul, también animador del Instituto Tibetano de Cultura y seguidor del Dalai Lama. Como productor cinematográfico creó Arauco Films, una empresa de servicios por la que desfiló toda la producción audiovisual chilena. También fue suya la iniciativa de la Fundación de las Imágenes en Movimiento, para la que logró reunir un patrimonio histórico único. Igualmente fue un gran colaborador de la Cineteca Nacional desde su fundación.
Como productor tuvo su mayor éxito con Johnny cien pesos. “¡Mil pesos!” la rebautizó él a la salida de su estreno, cuando se supo inmediatamente que sería un gran triunfo comercial. Pero no repetiría un logro semejante. Es que discutir con él no era nada de fácil a la hora de tomar ciertas decisiones. Eso no evitaba que, aún en los desacuerdos, todo terminara para él con su celeste mirada penetrante indicando el fin de las conversaciones y una enorme sonrisa.
Como la jubilación no formaba parte de su vocabulario, los últimos años los dedicó a formar parte del directorio de la Fundación Centro Cultural Palacio de la Moneda, desde donde siguió aportando y donando fondos para la restauración y conservación patrimonial del cine chileno. Nadie ha hecho tanto en este terreno.
Abdullah Ommidvar Farhadi, un iraní que se chilenizó por el amor de Luisa, su ancla, su Lucha, como la llamó cariñosamente una vez.
