Década de los 60 del siglo pasado. Hacer la cimarra (escaparse de clases para quienes nos leen fuera de Chile) era una práctica tentadora y desafiante para los alumnos de Humanidades, como se llamaba entonces a la enseñanza secundaria de seis grados. Los del Liceo de Hombres número 7 de Ñuñoa usábamos generalmente esas escapadas de clases para desplazarnos masivamente al centro de Santiago, donde varios cines rotativos tenían su primera función a las 11 horas.
El Liceo 7 de Ñuñoa se llama José Toribio Medina en honor al ilustre abogado, historiador y bibliógrafo (1852-1930) que no se debe confundir con un almirante de triste memoria. Emplazado en la esquina de avenida Irarrázaval con Carmen Covarrubias, el liceo funcionaba aquellos años en tres casonas y no contaba con gimnasio. Las clases de Educación Física se hacían en el Estadio Nacional.
El 7 de agosto de 1961 se produjo la que debe ser la mayor cimarra en la historia del plantel. Fue un desplazamiento masivo por Covarrubias hasta avenida Grecia con el Estadio Nacional como destino y no para hacer gimnasia. Una multitud estudiantil se agolpó en las graderías de la cancha principal para ver el entrenamiento del Real Madrid, que el día 9 derrotó a Colo Colo por dos a cero, con goles de Ferenc Puskas e Isidro Sánchez. Fue la primera visita del equipo español a un Chile que se ponía en sintonía futbolera con el Mundial del año siguiente. Como en un sueño, los cimarreros adolescentes vimos de cerca a la Saeta rubia, Alfredo di Stefano, al legendario Puskas, a Paco Gento, al arquero Rogelio Domínguez, un gigantón argentino, y otros astros que conocíamos a través de la revista Estadio cuando aún no llegaba la televisión al país.
Fue después del Mundial que se comenzó a expandir la TV, como plataforma de difusión de películas para todo espectador, sobre todo con el programa Tardes de cine de Canal 13. Para la mayoría, la pantalla grande seguía siendo el vehículo filmográfico. Nuestros padres hablaban de ir al biógrafo y los más jóvenes íbamos al teatro. Decir cine como local de exhibición era una muestra de lenguaje culto. Por lo demás, teatro no era un término erróneo, ya que muchas salas se llamaban así y tenían la pantalla en un escenario con un pesado telón que se abría para anunciar el inicio de la función.
En Ñuñoa, como en otras comunas, había un buen número de salas. Repasando con la memoria desde oriente a poniente, estaban el cine Egaña en la plaza del mismo nombre; el Dante en Plaza Ñuñoa (actual teatro de la Universidad Católica); el Hollywood, en Irarrázaval cerca de Suecia; el Rialto en avenida Pedro de Valdivia; el teatro Macul, que bajo la dictadura devino en templo de los Teocráticos, y el Andes, si el recuerdo no me engaña, en Irarrázaval con Lo Encalada. Más tarde surgiría el California, en la esquina de la calle del mismo nombre con Irarrázaval.
Los cines ñuñoínos ofrecían sus funciones desde las tardes, ya fuera en rotativos o en tandas de matiné, vermut y noche, como se identificaba a las funciones programadas. Los rotativos hacían exhibiciones continuadas de al menos dos películas y quien entraba podía permanecer todo el tiempo que quisiera en la sala. La función comienza cuando usted llega era una de las divisas propagandísticas.
El Hollywood era famoso por sus lunes populares, donde hacía girar tres películas en rotativa a precios bajísimos. Era uno de los cines favoritos para los estudiantes siempre escasos de dinero y ansiosos de sumergirse en la oscuridad del celuloide, disfrutando a veces la compañía de una polola o una compañera casual de butaca en interminables besuqueos.
La pujante industria de las salas de cine, todavía no amenazada por la televisión, descubrió que era un buen negocio ampliar sus horarios y comenzar las funciones a las 11, especialmente en el pleno centro de Santiago, donde deambulaban desocupados, vendedores y otros laburantes sin horario fijo, además de estudiantes universitarios y secundarios. Estos últimos, cimarreros.
Los diccionarios enseñan que solamente en Uruguay y Chile se dice hacer la cimarra. En Argentina el capear clases es hacer la rata y en España, hacer novillos. Cimarra proviene de cimarrón, calificativo para animales domésticos que escapan y se tornan salvajes. También el negro cimarrón era el esclavo que huía de los palenques para alcanzar la libertad.
El escape del liceo era a fin de cuentas para nosotros una acción libertaria; era sortear la rígida disciplina que imponían los inspectores, que registraban en el libro de clases los atrasos cuando llegábamos en las mañanas después del toque de la campana a las 8:30. Las cimarras podían programarse con antelación, simplemente ausentándose, engañando a nuestros padres. Había compañeros expertos en copiar firmas de los apoderados para llegar al día siguiente con un justificativo.
La segunda modalidad de la cimarra era el gran escape, parodiando la famosa película bélica de 1963, dirigida por John Sturges, con las actuaciones de Steve McQueen y Charles Bronson. Cuando una profesora o un profesor faltaban y dejaban una ventana de dos horas sin clases, o simplemente si la asignatura y quien la impartía no nos agradaban, procedíamos a la fuga y ganábamos la calle saltando una pandereta o saliendo por la puerta principal aprovechando un descuido o la complicidad del portero.
Subíamos en grupo a un trolebús que nos llevara al centro y varios pasaban sin pagar el boleto escolar, aprovechando el tumulto. No había las evasiones masivas que sufre hoy el Transantiago y con alguna frecuencia los pasajeros que bajaban regalaban sus boletos. Así se estaba cubierto si es que subían los inspectores, que no eran incógnitos en los vehículos de la ETC, sino reconocibles por sus uniformes oscuros, la gorra y la corbata.
Entre los cines con funciones mañaneras nuestros favoritos eran el City y el York, que compartían el subterráneo de los juegos Diana en Ahumada (que aún no era paseo peatonal) con Agustinas. El otro que frecuentábamos era el Toesca, en Huérfanos entre Teatinos y Amunátegui. Nos gustaban porque eran permisivos en cuanto al ingreso, haciendo la vista gorda cuando los filmes eran para mayores de 18 o de 21 años, según las categorías de censura de aquella época, que también ponía límites a menores de 14 años.
Fue en el gobierno de Eduardo Frei Montalva, creo en 1964, cuando se instituyó para los liceos públicos de varones el uniforme de pantalón gris, chaqueta azul y camisa celeste con corbata, y para los establecimientos de mujeres el jumper, también acorbatado. Mientras los colegios particulares competían con elegantes uniformes, nosotros hasta antes de esa disposición íbamos a clases a veces con terno y otras con jeans, llamados también pecos bill, como rememoró Payo Grondona en su canción Cuando era guailón.
Aparte de la edad, no teníamos vestimentas que denunciaran nuestra condición de cimarreros, aunque sí estaba el gran problema de los libros y cuadernos, cuyo porte implicaba prohibición de ingreso. Se llevaban generalmente bajo el brazo y a lo más en porta documentos de cuero. Las mochilas estudiantiles serían muy posteriores. Nos arreglábamos entonces para ocultar los útiles entre la ropa, pero cuando eran muy voluminosos había que dejarlos temporalmente fuera, pidiendo ayuda a los quiosqueros y tiendas, confiando en la buena voluntad de dueños o empleados.
En el subterráneo del City y el York había varias peluquerías para hombres. No existían los locales unisex de ahora y las mujeres iban a salones de belleza. Los peluqueros de esos locales eran nuestros virtuales cómplices. Cuando íbamos a encargarles que nos guardaran libros y cuadernos, generalmente se encogían de hombros y con un movimiento de mentón y labios nos indicaban un rincón donde dejábamos las pruebas del delito, como diciéndonos yo no he visto nada.
Éramos adolescentes en plena pubertad y los curas que hacían las clases de Religión nos llevaban cartillas que advertían sobre los perjuicios físicos y mentales de la masturbación, mientras algunos docentes más avanzados nos introducían en las categorías de Freud, según las cuales estábamos en la quinta y última fase del desarrollo de la libido.
Teníamos entonces una atracción normal por las películas para mayores de 18 o de 21 años. La Acción Católica inspirada por el padre (ahora santo) Alberto Hurtado, publicaba semanalmente en El Mercurio su calificación o censura cinematográfica. La caracterización de un filme en la categoría más extrema, de altamente inmoral y prohibido, operaba más como un estímulo que un disuasivo. Buscábamos las mil formas, no siempre con éxito, de ver a Jeanne Moreau en Los amantes (1958), la película de Louis Malle y nos hacía gracia que el presidente Jorge Alessandri acudiera un día a su exhibición, pese a la campaña en contra de la iglesia católica.
También entraba en la categoría de altamente inmoral Las noches de Lucrecia Borgia, una coproducción ítalo-francesa de 1959, dirigida por Sergio Grieco, con la británica Belinda Lee, el galán francés Jacques Sernas y la francesa Michèle Mercier.
Fue un lleno completo en la función de las 11 del Toesca. Acudimos atraídos por Belinda Lee, un sex-simbol de la época que rivalizaba con Brigitte Bardot y Ursula Andress. En Wikipedia se señala que desde joven fue una actriz de gran talento, pero que los productores la orientaron a hacer películas semi eróticas para explotar su figura. En su papel de Lucrecia Borgia es la malvada que busca seducir a Frederico (Jacques Sernas), prometido de la Duquesa de Alba (Michèle Mercier), visitando su alcoba por las noches.
En esas escenas el cine se desbordaba de suspiros juveniles e incluso aplausos. Un público mayoritariamente masculino que, en los hechos, interactuaba con la película en un plan de diversión y de competencia por lanzar comentarios que provocaban carcajadas o rechiflas.
Belinda Lee falleció en 1961 en un accidente automovilístico en los Estados Unidos. Tenía solo 26 años. Se quedó en nuestra memoria como una eterna joven que desde la pantalla contribuyó a despertar nuestra sexualidad.
Lo erótico no era el único anzuelo para nuestras películas. También íbamos en busca del romanticismo, las comedias (sobre todo italianas), el cine bélico que rememoraba episodios de la Segunda Guerra Mundial y en general los filmes de aventuras, entre los cuales teníamos como favoritas a las películas de vaqueros. No se había popularizado el término de western, que Sergio Leone impondría poco después de la mano de los espaguetis.
Nuestros cines cimarreros no eran de estrenos. Para eso estaban en el centro elegantes salas como el Rex, el Gran Palace, el Metro y el cine Bandera. Nuestras películas tenían dos o más años de antigüedad y, como las copias no estaban a veces en buen estado, podían producirse cortes en que las emprendíamos contra el Cojo, el personaje más vilipendiado en los cines, como los árbitros en el fútbol.
Los encargados de las proyecciones recibían ese apodo genérico porque muchos de ellos eran parcialmente lisiados y podían acceder a un empleo que no implicaba movimientos constantes, pero sí mucha atención y experticia para cambiar a tiempo los gigantescos rollos de las películas en 35 milímetros.
Sobre el Cojo recaían todo tipo de reacciones: los improperios cuando la película se cortaba y tardaba en reponerla, así como los aplausos cuando la proyección se reanudaba. Como si fuera una suerte de mago lo elogiábamos por escenas que nos gustaban y lo increpábamos en secuencias desagradables, todo en plan de chunga.
Fue tal vez en el cine City que vimos con bastante retraso la película Shane el desconocido. Un western de 1953 que dirigió George Stevens con Alan Ladd como errante justiciero, Van Heflin en un papel de granjero esforzado y Jack Palance en el rol de malvado pistolero a sueldo.
En una de las secuencias finales de la película Ladd y Heflin se trenzan a golpes, disputando quien irá a enfrentarse en duelo con el malvado Palance. La pelea tiene lugar junto al establo de la granja, al lado de un caballo que se agita, relincha y salta mientras los dos contendores no cesan de golpearse.
En varios pasajes pareciera que la cámara intenta mostrar el combate, pero el equino inquieto y asustado se cruza ante el visor. Entonces surgía, desde una de las últimas filas del cine, el grito furioso de un espectador: “¡Saca el caballo, Cojo!”. Risas y ovación cerrada.
Excelente como siempre la llamemos historia contada por el gran señor Gustavo González a quien admiro mucho y me sentí muy identificado con lo que contó aunque yo era de ir a los cines del sector sur
Esmeralda imperial prat San Miguel gran avenida Lautaro moderno palac e Ovalle etc un gran saludo don Gustavo
Excelente artículo, verdadera zambullida en la nostalgia. Felicitaciones querido amigo.
¡Qué artículo tan entretenido! Muchos recuerdos y mucha nostalgia, también, por una época donde parece que todo era muy transversal. En el caso de los cines, eran muchos. Lo mismo en Ñuñoa y el centro, como recuerda Gustavo; en San Miguel, como señala Enrique; en el barrio Yungay; en la calle San Pablo; calle Mapocho, en Quinta Normal, etc… etc…
Y en cada una de las salas ocurría todo lo que cuenta Gustavo. Incluídas las cimarras, el cojo, los rotativos, los cines de barrios que daban hasta tres película «de corrido» , los menores viendo películas para mayores…
Muy buen artículos y muy buenos tiempos.