VARIACIONES SOBRE TEMAS DE MIYAZAKI

El regreso de Miyazaki tenía mucho del riesgo de arruinar la creatividad debido al éxito y el prestigio. Pero a la vez esa acción, la de apostar, estimula la circulación que alimenta las venas de un organismo creativo.

Sin duda El niño y la garza arriesga mucho.

Es una película que está al borde de ahogarse en sus excesos y de perder el rumbo de su laberíntico relato. Nunca Miyazaki fue sencillo y esencial, pero siempre se salía de sus relatos con la confortable sensación, para quien veía sus obras, de que su barroquismo tenía un sentido final. En el presente caso puede que sea necesario un tiempo para descubrir si es importante o no que exista un sentido, final o intermedio que sea. Pero está fuera de dudas que el autor no se traiciona.

La historia es la de Mahito que a los diez años pierde a su madre en forma terrible, en un incendio del hospital en que se encuentra durante un bombardeo de Tokyo durante la guerra. El hecho traumático, que recuerda por varios motivos a Bambi, hará que el protagonista siga el recorrido de los tópicos de Miyazaki, pero sin que esto signifique una repetición de lo ya visto en las películas anteriores.

De partida: la madre enferma. Es un dato autobiográfico que ya apareció explícito en Mi vecino Totoro y que en  El niño y la garza es central.

Luego está la existencia de umbrales, de fuerte simbolismo universal, por estar relacionados con las fronteras entre lo material y lo espiritual. Abundan en toda su obra. En Ponyo es lo que separa la superficie terrestre de su contrario: el fondo del mar. En Mi vecino Totoro es el bosque cercano donde habita el ser del título. El viaje de Chihiro subraya dicha frontera con la escena inicial en que la familia atraviesa un silencioso edificio abandonado y se asoma a una calle solitaria con locales de comida. Luego la protagonista cruza un puente, es decir otro umbral, y encuentra a un muchacho, el sol se esconde, se encienden las luces y aparecen seres semi transparentes.

En El niño y la garza abundan las puertas, las escaleras, un túnel tapiado, las cortinas pesadas de la sala de partos, una gran reja dorada y una larga fila de puertas verdes, tras las cuales se esconde el destino diferenciado de los personajes.

Las transformaciones también forman parte de la mitología universal y en el caso de la japonesa son expresión de la permanente ambivalencia de los valores morales en conflicto. Mientras Occidente tienden a separar el bien del mal, los orientales los ven como continuas transiciones que nunca evitan su opuesto. Por eso las máscaras, los seres que no definen su posición sobre la encrucijada del personaje, pero que lo obligan a pensar cada paso. La garza del título aparece como amenazante y cruel al comienzo pero, a poco andar, se descubre que es el envoltorio, tal vez metáfora, de otro ser destinado a conducir a Mahito por los vericuetos de sus emociones más íntimas.

Los seres contaminados por la presencia humana alcanzaron en Nausicaa y La princesa Mononoke sus más altas cuotas de representación. Aquí hay una renovación de ese motivo con los pelícanos enloquecidos y especialmente en la intensa escena en que uno de ellos, agonizante, pide a Mahito que lo mate para no prolongar su sufrimiento. ¿Es una película para niños? Tal vez, pero no para esas frágiles criaturas de la generación celular-dependiente.

Si hasta El viento se levanta los elementos volantes parecían dominar el imaginario narrativo de Miyazaki, en  El niño y la garza se privilegia lo acuático, tal vez por estar relacionada la historia con ese vínculo radical, indesmentible y entrañable entre una madre y su hijo, asociado a lo líquido y horizontal. Pero lejos de ser esto una novedad, es fácil rastrear la presencia del mismo motivo en muchas de sus películas anteriores. Los barcos cruzan las fronteras de lo real a lo fantástico, algo común a las culturas isleñas. En Porco rosso, Ponyo, Chihiro y El Castillo en el cielo hay abundantes ejemplos. Aquí la nave es explícitamente un vehículo que traspasa el tiempo y el espacio y que enfrenta a un paisaje de barcos puramente imaginarios. ¿Cómo sería eso?

La fascinación de la película (y de toda gran película) está en que cualquier descripción que se intente de ella quedará por debajo de la experiencia de verla.

Miyazaki le saca punta a su lápiz con un derroche de imaginación digno de su prestigio. Especialmente porque usa el viejo lápiz de siempre para renovar su repertorio, al contrario de la animación mayoritaria de la gran industria, que genera volúmenes y texturas, profundidades y colores a partir de la generación computacional. El maestro japonés hace sentir la vida del dibujo a mano, del colorido anímico, de unos espacios y muebles que existen en nuestro interior desde antes de la IA y de lo digital, por lo que no es posible evocar lo arcano con instrumentos futuristas. Sería una falsificación flagrante.

Fiel a sí mismo y a lo que quiere transmitir, Miyazaki puede que no alcance la perfección rítmica de algunas de sus obras anteriores y que esta no sea la repetición de Chihiro en clave masculina, como algunos han pretendido ver en forma simplificada. En cambio es una renovación de motivos y de su confianza en la resilencia humana frente a la catástrofe, a la que tantas veces ha vuelto, para reafirmar que la verdadera novedad ha estado siempre dentro de nosotros mismos.

¿Se puede ser más audaz y creativo, que uno que nos enseña a mirar hacia adelante revisando con coraje el pasado?

Sabio anciano luminoso para el tiempo presente: Hayao Miyazaki.

El niño y la garza (Kimitachi wa Dō Ikiru ka) Guion y dirección: Hayao Miyazaki. Adaptación de ¿Cómo vives? de Yoshino Genzaburō. Música: Joe Hisaishi. Montaje: Takeshi Seyama. Producción: Toshio Suzuki, Estudio Ghibli. Duración:  124 minutos. Japón, 2023.

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