Hoy Primer Plano cumple dos años en la red. Hemos querido festejarlos dándonos un festín de revaloración de filmes estrenados en 1963, seis décadas atrás, un año particularmente pródigo en películas que el tiempo no ha deteriorado. Es más, el paso de las décadas permite hoy nuevas lecturas. En el artículo central hay una mirada panorámica, complementada por textos específicos dedicados a analizar Fellini 8 ½ (Federico Fellini) y Los pájaros (Alfred Hitchcock).
A sesenta años los prestigios están decantados y probados. Al menos así suele ocurrir en el cine, un arte joven que requiere de consensos de partida para poder ser realizado, de lo contrario no están los fondos necesarios para una película. Todos los años, en todas partes, son estrenados cientos de películas que luego nadie recuerda, tantas otras que nadie ve y un puñado de otras que ha visto una gran cantidad de público. De ellas, algunas pasan al reino del olvido y las menos son las que la gente vuelve a ver, ya sea para repetir el placer de la primera vez o para comprobar las sospechas de que ahí se escondía algo más interesante de lo que se vio la primera vez.
En esta selección no está todo lo que merecería esa nueva oportunidad, pero es probable que haga resonar en los espectadores mayores ecos de la memoria, nostalgias sufridas o goces nunca completados. Los más jóvenes podrán acercarse a abrevar de experiencias que hoy no existen de la misma manera o descubrirán los orígenes de algunos manantiales que aún proveen de frescura creativa al cine de hoy.
En el año 1963 funcionaban en Santiago más de 150 salas de cine y el negocio no vislumbraba nubarrones a la vista, excepto por un detalle presente ya en algunos hogares pudientes (y en otros de clase media que ya había descubierto la posibilidad de comprar a crédito) desde el año anterior: un televisor. El Mundial de Fútbol los había consagrado como el nuevo objeto codiciado por las familias, como demostró serlo efectivamente: en un año se había cuadruplicado el número de aparatos. El ponderado y culto Presidente de la República, Jorge Alessandri, dejó amarradas las cosas para que la televisión, dado su potencial como transmisor de cultura, fuera administrado por las universidades, lo que duró hasta ya sabemos cuánto.
Eran tiempos en que las obras de Bergman, Godard y Antonioni se estrenaban en salas de primera categoría y llegaban incluso a ser éxitos de taquilla con meses en la cartelera, como también lo eran los consabidos productos industriales diseñados para tal propósito. La Nueva Ola francesa y el Free Cinema británico eran la vanguardia europea. El cine chileno mereció por primera vez una semana de homenaje en un espacio céntrico y se realizó la primera muestra de cortometrajes continentales en Viña del Mar, paso original hacia el posterior festival latinoamericano. Hollywood soñaba con que seguía dominando el mundo y enviaba sus ejércitos con miles de extras a desfilar delante de sus cámaras para convencernos de su poderío, pero sus grandes espectáculos estaban por entrar en crisis terminal, como el sustento ideológico que los financiaba.
EL IMPERIO DISFRAZADO
La que marcó la pauta por sus excesos fue Cleopatra que terminó dirigida, con voluntarismo heroico, por Joseph L. Mankiewicz (La malvada). “Concebida en estado de urgencia, filmada con histeria y terminada en el pánico”, no hubo calamidad que se ahorrara, parte de las cuales corrieron por cuenta de la protagonista Elizabeth Taylor, cuya prolongada enfermedad aumentó los costos de arriendo de los estudios de Cinecittá. Después sumaría el escándalo de sus amores adúlteros con Richard Burton y robos varios, lo que dispararía el presupuesto hasta dejar a la Fox en la quiebra. La Taylor cambió sesenta veces de vestido, mostró la cicatriz de su traqueotomía y se exhibió semidesnuda por única vez. Pero fue un gran desastre en la taquilla y no lo haría mejor en las décadas siguientes. Su monumentalismo todavía impresiona y la calidad de la producción no se pone en duda, pero la pesadez domina. Un volumen posterior de la puesta en cine del comic galo Asterix y Obelix satiriza la entrada de Cleopatra sobre una esfinge, aunque ella alegue ir de incógnito. El año 63 marcaría el final del gigantismo de Hollywood y la crisis de sus estudios.
Más prudente, el productor Samuel Bronston (sobrino de Leon Trotski) se había instalado en la entonces económica España para la realización de 55 días en Pekín, dirigida por uno de los grandes rebeldes con causa de Hollywood: Nicholas Ray. El resultado hoy puede parecer a primera vista fechado, pero sigue convenciendo esa Pekín madrileña, la épica poco triunfalista del relato y la trasgresora baronesa rusa que interpreta la bellísima Ava Gardner. David Niven y Charlton Heston hacían de sí mismos en dos personajes que representan el epítome del imperialismo, pero que no son capaces de verbalizar las razones por las que están luchando ni de transmitirlas a sus hombres, todos peones de un sistema que los supera. El tono melancólico y sutilmente decadente de la superproducción desconcertó en su época, pero era el vehículo de una crítica, hoy clara, a la arrogancia de Occidente, en la misma línea de Lawrence de Arabia. La filmación tuvo demasiados problemas para el corazón individualista de Ray y sufrió un infarto. Sería el fin de su carrera hasta el atroz autorretrato que hizo de su propia agonía junto a Wim Wenders en Relámpagos sobre el agua (1979).
Cuando el público creía que los gringos eran los buenos y los indios unos salvajes con plumas, el western todavía funcionaba. Aún no se hablaba de Vietnam (que ya Kennedy había comenzado a invadir), de modo que La conquista del oeste dirigida por George Marshall, Henry Hathaway y John Ford, podía cautivar a su público con el solo enunciado del título y un reparto multiestelar, además de estar filmada en cinerama, el sistema abuelo del actual Imax, lo que condiciona partes del relato épico de una familia a lo largo de tres generaciones. Hoy es pura glorificación patriótica, exceptuando el episodio de la Guerra Civil dirigido por Ford, el mejor, justamente aquel más crítico.
Es que el pedestal ideológico del triunfalismo estadounidense se estaba ya agrietando. Lo expuso con alto rigor Elia Kazan en su autobiográfica América, América, monumental y larga, pero magnífica evocación de la inmigración desde Anatolia hasta Estados Unidos, que posee una ambientación que mereció el Oscar. Nunca fue un éxito, pero sigue siendo admirable por el brío realista y humano de la odisea del protagonista. Hoy está más vigente que nunca.
También Los pájaros de Hitchcock parecen seguir sobrevolando agoreramente sobre el presente.
En un registro totalmente distinto, pero no menos crítico, El mundo está loco, loco, loco de Stanley Kramer es todavía un gozable monumento satírico a la codicia y un saludo crepuscular al cine slapstick, del que se recuperan los gags, con apariciones de algunos cómicos de la época (Keaton, Los tres chiflados, Zasu Pitts) y un Spencer Tracy, actor de tipos honestos por antonomasia, transformado aquí en policía corrupto por abandono del Estado. Posee una secuencia de títulos que es una de las obras maestras de Saul Bass, el mayor experto del oficio.
Charada, del gran Stanley Donen (Cantando bajo la lluvia), que supo dejar atrás los musicales que le dieron fama para adentrarse en la comedia sofisticada, pero con una sazón de Hitchcock, para espesar un poco y con Audrey Hepburn en París vestida por Givenchy, con la música infalible de Henry Mancini, que fue candidata al Oscar ese año. Y con Cary Grant, el galán de turno. Todo esto haría desconfiar de un producto de recetario para disfrute de los simples, pero sigue siendo una delicia después de sesenta años, lo que indica la maestría rítmica y narrativa de Donen. Tres años después repetió los ingredientes en Arabesque, con ayuda de elementos de moda, efectos pop y los ojos impresionantes de Sophia Loren.
Irma la dulce posee la firma prestigiosa de Billy Wilder quien, por aquel entonces, había hecho olvidar su condición de cineasta alemán y estaba en la cumbre a la que lo habían elevado títulos como Una Eva y dos Adanes y El apartamento. Enfrenta su última gran obra concentrando virtudes probadas que ya anuncian su próximo fin. Un policía demasiado honesto, una prostituta demasiado segura de sí y un ring de cuatro perillas. Filmada en un París de estudio, con la dirección de arte de un gran maestro –Alexander Trauner– y un reparto perfecto, el todo armonizado por una estilización que ya no conocerá igual equilibrio en las obras siguientes de Wilder.
Es también el año de La pantera rosa de Blake Edwards, un cineasta que nunca se sintió culpable de ser un superficial californiano amante del buen vivir. Tuvo la fortuna, quizás más que el talento, de dar en el clavo varias veces. Esta fue una de ellas. El guion pretendió colocar a un ladrón de protagonista, pero le ganó el quien vive y el torpe inspector de policía. La joya en disputa se transformó en uno de los dibujos animados más célebres del cine. Y para qué decimos el tema musical acompañante (siempre de Henry Mancini) con los pasos de la simpática pantera. ¿Existirá alguien que no lo haya tarareado alguna vez? Hoy la película es un poco lenta para el ritmo actual, pero la mezcla de slapstick con comedia sofisticada explica su tremendo éxito y la larga serie de capítulos que tuvo el personaje del inspector Clousseau, aun después de la muerte de su inimitable protagonista, Peter Sellers.
RULE BRITANNIA
El cine británico produjo grandes estrellas, buenos intérpretes, mucha moda, éxitos de taquilla y miradas melancólicas hacia una realidad orientada al ocaso de su hegemonía imperial. El escandaloso caso Profumo hizo temblar la dignidad nacional mientras los Beatles, que publicaban sus dos primeros álbumes, estaban listos para la fama.
El llamado género péplum (por la ropa de la época greco-romana en que se ambienta) es invento italiano, pero Jasón y los argonautas de Don Chaffey es producción británica y con una gran estrella estadounidense: Ray Harryhausen, rey de los efectos especiales y principal responsable de los de la película, que incluyen la célebre pelea con los esqueletos (cinco meses de filmación) y que todavía es una poderosa razón para verla. Puede que sea hoy la cumbre mayor del péplum.
Imperialista, sin disfraz ni disimulo, James Bond (Sean Connery) es el protagonista del segundo episodio de la saga: De Rusia con amor. Personaje machista, sádico, inescrupuloso y materialista, es decir el sumun de lo peor de Occidente, tal vez por eso mismo convirtió la saga basada en las novelas de espionaje de Ian Fleming en una de las series más exitosas y largas del cine, lo que algo dice sobre nuestro imaginario colectivo.
Tom Jones, de Tony Richarson, fue la consagración del Free Cinema, movimiento de renovación generacional, realista y social, cuyos temas se anticiparon a la más famosa Nueva Ola francesa. Adaptación del dramaturgo John Osborne (Recordando con ira) para la novela picaresca homónima (Henry Fielding, 1749) filmada con desenfado, ligereza y vitalidad, cita las historietas, el cine mudo y también la pintura inglesa del siglo XVIII. Célebre es la escena de la comida de los próximos amantes que acrecientan su deseo mirándose fijamente mientras devoran suculentas presas de carne y frutas jugosas. Albert Finney, excelente protagonista, se transformó en una estrella y la suntuosa producción ganó su batalla en la taquilla, además del Oscar a la mejor película y dirección. Las virtudes que su época premió aún no están han diluido.
Algo de verdad, de John Schlesinger, se sigue confirmando como expresión de un cine británico joven, de vocación social e irónico en sus modos narrativos. Billy, el protagonista, es un provinciano mediocre que sueña con ser dictador y conquistar a la amada (la luminosa Julie Christie). La conseguirá, pero sus fantasías tomarán la delantera: no hay escapatoria a los dictados del origen social. La hermosa Julie Christie concentró la atención del público y dos años después protagonizó Darling, que le permitió ganar el Oscar y transformarse en la gran estrella femenina de la década.
Tal vez la muy celebrada El sirviente, que el estadounidense exiliado Joseph Losey dirigió con guión del futuro Nobel de Literatura Harold Pinter, hoy no resulte tan corrosiva, como lo fue en su momento. La vampirización de un mayordomo hacia su patrón posee la efectividad de una anécdota individual, aromatizada por contenidos políticos. Pero quizás hayan pasado muchas aguas turbias bajo los puentes del Támesis desde entonces como para perturbarnos ahora en igual medida. Buen cine, pero sin secuelas. Es que esos buenos modales británicos no garantizan hallazgos creativos en nuestras australes y rudas comarcas, a las que Italia colonizó mejor en términos cinematográficos.
BOTA DE SIETE LEGUAS
El panorama del cine italiano era el más auspicioso de Europa. Después de la gloriosa estación del neorrealismo, siguió evolucionando en los años cincuenta con monumental sabiduría hacia una permanente renovación de las formas y a una producción sostenida, en buena parte gracias a un público fiel. Mientras el resto del continente se enfrentaba a los desafíos de la televisión, que obligó al cierre de salas, en Italia no se daba el fenómeno en igual manera: era el país con mayor cantidad de espectadores de cine.
La oferta era amplia y transversal. Había espectadores para comedias eróticas de baja estofa y para las obras maestras de Antonioni (quien se asombró al enterarse que La aventura fuera uno de los mayores éxitos de taquilla en el Chile de aquellos años). Por esto mismo, las ambiciones creativas buscaban alcanzar el cielo, como lo demuestra el sabroso anecdotario de las filmaciones paralelas de 8 ½ y de El gatopardo, con Fellini y Visconti enviándose mensajes envenenados (—“Todos los cineastas con apellidos terminados en ini son malos”. —“¿Quién dice eso, Viscontini”?)
Equidistante de ambos, Francesco Rosi estrenó Las manos sobre la ciudad, una vibrante denuncia sobre las podredumbres del negocio inmobiliario, justamente el barómetro del optimismo gubernamental en aquellos años de desarrollismo. Ambientada en su natal Nápoles y filmada con la despojada sobriedad realista que caracterizó al cine italiano de la posguerra, Rosi alcanzó con ella la cumbre de su mirada, penetrante y dolorosa, expresión de su pertenencia insobornable a los valores políticos humanistas, propios de su tradición italiana. Ganó el León de Oro de Venecia. Y hoy capaz que lo ganaría de nuevo.
Rechazada por la crítica conservadora y por parte del público italiano, Los compañeros de Mario Monicelli brilla ahora con la claridad que da el tiempo al librarse de los lastres de su presente. Aplaudida en el resto de Europa e incluso candidata al Oscar por su guion, debido a los notables Age y Scarpelli (Divorcio a la italiana, Los desconocidos de siempre), es una hermosa evocación del nacimiento del sindicalismo en el Turín de fines del siglo XIX, narrada en tono de tragicomedia popular. Esto último trasgredió las convenciones de una época que no admitía que un tema de izquierda pudiera usar el humor como recurso expresivo. Su maravilloso blanco y negro, debido al gran Giuseppe Rotunno, y una ambientación extraordinaria de las maquinarias textiles a vapor, envuelven un espectáculo rico en ideas, personajes y actuaciones que podría hacer creer que fue filmada en la época en que está ambientada.
Es también el año del escándalo de Rogopag, filme en episodios dirigidos por Rossellini, Godard, Pasolini y Gregoretti. La ricotta que escribió y dirigió Pasolini, con la actuación de Orson Welles, reluce por la belleza de sus cuadros vivientes de la crucifixión de Cristo, de los que participa un proletario acosado por el hambre. Le significó un juicio por blasfemia, hoy ridículo.
No solo de arte vive Italia, también de éxitos de taquilla como el de Ayer, hoy y mañana de Vittorio de Sica, con la pareja del momento: Marcello Mastroianni y Sophia Loren que, en tres historias firmadas por plumas prestigiosas (Edoardo de Filippo, Alberto Moravia y Cesare Zavattini) hacen reír de buena gana con algunos de los tópicos propios del país. Obtuvo el Oscar al año siguiente. Pasó a la historia el striptease de la Loren, que con ironía y coraje repitió treinta años después en Pret-a-porter de Robert Altman, con un enardecido Marcello que… se quedaba dormido.
EN LOS BORDES
La península ibérica era en aquel entonces territorio perdido para la democracia. El fascismo dominaba a España y Portugal. Pero algo se estaba moviendo.
El 63 fue el año de Los años verdes del joven Paulo Rocha, que influenciado por la Nueva Ola francesa (donde estudiaba cine) logró instalar una mirada fresca, juvenil y sutilmente crítica al régimen portugués. Una historia de amor, entre proletarios de provincia trasplantados a Lisboa, ventiló las convenciones de aquel momento y no ha perdido nada de frescura vital. Se la considera el punto de partida del nuevo cine portugués.
España había conocido el escándalo de Viridiana de Buñuel, ganadora en Cannes dos años antes, por lo que el premio en Venecia a El verdugo de Luis García Berlanga se intentó disimular lo más posible. Comedia negra, negrísima, sobre el oficio del título, que aquí ejerce el gran comediante José Isbert. Al protagonista le llega la jubilación, por lo que empuja al yerno (Nino Manfredi) para que acepte el trabajo en su reemplazo, aunque él no tiene buenas manos para apretar las tuercas del garrote vil, método medieval que aún se aplicaba en tiempos de Franco. La escena culminante en que el condenado y el inexperto verdugo atraviesan a la fuerza un desnudo patio para llegar a la sala de la ejecución, son de esas que resumen una época.
En otro borde, lejano a Iberia, toda la austeridad luterana nórdica se concentra en Luz de invierno donde Ingmar Bergman intenta mostrar que el silencio de Dios es la falta de fe. Un silencio conversado hasta el agotamiento por los personajes, filmados por la luz refinada de Sven Nykvist. Quizás tanto hieratismo resulte excesivo para la hiperkinesis actual, pero hay que reconocerle una coherencia ejemplar y una rara densidad.
Polonia era ya en aquellos años uno de los pilares del cine del Este y La pasajera de Andrzej Munk fue su confirmación más notable. Adaptación de una novela, primero hecha para la televisión y luego filmada de nuevo para el cine, por Munk. Pero este falleció en un accidente automovilístico en 1961 y su asistente logró terminar la película; para ello utilizó fotos fijas, completando en modo perfecto una película que no se ahorra en describir Auschwitz desde los recuerdos de una ex vigilante que cree reconocer a una de sus antiguas prisioneras. Un relato sin indulgencias a una memoria que no conocerá la esperanza del olvido. Una obra maestra.
El desarrollismo industrial de posguerra está en la base de una obra ejemplar del gran Akira Kurosawa, Cielo e infierno. El secuestro de un niño pone en crisis a un honesto industrial del calzado quien, creyendo que es su hijo, está dispuesto a sacrificar sus negocios por recuperarlo, pero… Un policial que no suelta al espectador por dos horas veinte de apasionante tensión y con una escena final que parece escrita por Dostoiewski. ¿Por qué ya nadie filma así?
Vidas secas de Nelson Pereira dos Santos coloca a Brasil en la órbita del cine mundial al adelantarse al tema del calentamiento global con esta historia de pobres campesinos del sertão (zona desértica del norte del país) atormentados por la sequía. Nada de ideologizada, ni miserabilista ni complaciente, es una austera y directa denuncia que retrata y sigue retratando plenamente al Tercer Mundo, sin renunciar a la belleza. La piedra basal del Cinema Novo.
En tanto, en Chile no fue estrenado ningún largometraje local, pero Sergio Bravo estaba filmando Amerindia y Las banderas del pueblo.
MIENTRAS…
Para hacerse una idea de la época, algunos pocos datos.
La rusa Valentina Tereshkova es la primera astronauta y la cineasta Vera Chytilova enarbola en su obra la bandera del feminismo en Checoeslovaquia. El Sha de Irán otorga plenos derechos políticos a las mujeres. Es abolida la esclavitud en Arabia Saudita. Mueren en un mismo día los amigos Edith Piaf y Jean Cocteau. Kennedy es asesinado en Dallas y muere el Papa Juan XXIII, gran defensor del cine. Se publica Rayuela de Julio Cortázar. Martin Luther King pronuncia su discurso I have a dream. Vaya año… PP
Celebrar año 63, Primer Plano, Vera Meiggs