DEAMBULAR ENTRE EL TEXTO Y LA IMAGEN

Cristián Sánchez (Santiago, 1951) pertenece a una generación que se formó como cineasta en las aulas universitarias de los 70, un poco a la sombra del Nuevo Cine Chileno, a la vera de la vía chilena al socialismo, a la luz de las utopías, del cine de Ruiz, del estructuralismo, el surrealismo, de cineastas europeos como Bresson, Rohmer, Buñuel. Y que vivió el trauma del golpe de Estado.

Una larga serie de otras señales, influencias y terremotos fueron dejando a sus compañeros en el exilio y, en muchos casos, en el exilio del oficio cinematográfico. O en un insilio que los llevó por diversos caminos. Como pieza no encajable de este puzzle, Sánchez es el único con una carrera sostenida como cineasta dentro de Chile: 21 obras dirigidas (ocho cortos y trece largometrajes).

Su creación comienza a perfilarse como personal, ya en la primera época de la Escuela de Artes de la Comunicación (Universidad Católica), a la cual ingresa en 1970. De dichos años datan tres interesantes cortos que indican el talante del realizador: Cosita (1971), Así hablaba Astorquiza (1971) y El que se ríe se va al cuartel (1972, destruido en dictadura) y dos largos en codirección que verán la luz en distintos momentos: Esperando a Godoy (1972-2023) y Vías paralelas (1975). De allí en más, Sánchez no ha parado de filmar, siempre al margen de los circuitos propiamente comerciales, amparado en una tenacidad imperiosa y en un aura de cineasta y académico mítico y de culto.

Entre los seres que transitan tanto por esas Vías paralelas como por el resto de sus filmes de ficción y el protagonista de Voy y vuelvo (2023) (es decir durante casi medio siglo), hay una línea de continuidad que muestra personajes que deambulan ya sea físicamente por la ciudad o por estados mentales que pueden ser de confusión. De allí lo de nomadismo, característica que se le ha dado a su cine en referencia a esta errancia de los personajes y quizá también al ir y venir de Sánchez por temas, habitando siempre un riesgoso descampado. Sánchez no pertenece a movimientos artísticos y su militancia es la fidelidad consigo mismo en tanto autor.

El movimiento de sus personajes puede ser netamente cerebral y no reflejarse en un ir y venir por locaciones. Así sucede en esta última película (en la era digital ¿es posible seguir hablando de películas o cintas?) la cual transcurre casi íntegramente en dos o tres rincones de una pieza que resulta ser la celda de una peculiar cárcel.

Sánchez resuelve por la vía de diálogos muchas veces graciosos, otras amenazantes, ese pie forzado autoimpuesto: no salir de ese espacio. Puntos de cámara escasos, fuera de campo que se descubren gracias al sonido o a brazos que entran y salen de detrás de una cortina, son parte de la batería de recursos usados para mantener al espectador interesado e, incluso, a gusto. Es una apuesta difícil, de la que sale airoso también gracias a una multiplicidad de personajes de los que no se sabe mucho (o nada) y que aparecen igualmente de modo misterioso en cuadro. Una diversidad de vidas se hacen presentes en esos pocos metros cuadrados, sin que se dibuje de modo claro una historia. Dada la forma segmentada de la narración, tampoco esto resulta incómodo.

Se podría decir que se trata de viñetas, cuya sintaxis está dada por cortes directos a un fondo de trama textil sobre el que se imprimen citas de Kafka, Melville, Éluard, Breton, Hölderlin, Char, Borges, Huidobro, Nietzsche, como epígrafes que aclaran, u obscurecen según sea la percepción, la escena siguiente. Una narración hecha de retazos, tanto de imágenes como de textos, que van hilando un bordado sobre la vida y la muerte; sobre este mundo y otros; sobre esta realidad y las paralelas, misteriosas; sobre el “adentro” y el afuera. No todos los personajes están presos. Algunos personajes sintonizan y ven más de lo habitual. Es decir, el vagabundear acá es mental y está propuesto por imágenes acotadas pero decidoras, al igual que las citas que no son explícitas sino, más bien, presentan desafíos de interpretación al espectador.

Contrapunteando lo anterior, las bandas tanto de sonido como musical (un acierto de Diego Soto) son un acompañamiento emocionalmente desestabilizante, con sonidos que funcionan a veces como metrónomos o con frases musicales que motivan la inquietud y cierta angustia incluso fúnebre. No es de extrañar lo último, porque la muerte es una presencia constante en el filme.

Mientras los personajes del resto del universo fílmico de Sánchez se mueven por diversos espacios, acá el protagonista está fijo, detenido en el absoluto sentido de la palabra, pero se sumerge en lecturas que le abren el mundo, y que les son provistas por un letrado preso que recuerda al también mítico Rodrigo Maturana, que incursionó como actor tanto en el primer cine de Sánchez como en el de la época chilena de Ruiz en los 70. Quizá eso sea un homenaje, así como la mención -supongo que para hacer reír a sus seguidores- de una de sus películas anteriores.

El deambular de este hombre, entonces, es casi metafísico, contrapuesto a su deseo de permanecer en la cárcel. La violencia del mundo exterior lo asusta, más que la que vive y se deja sentir. Violencia soterrada y humor que se cuelan sin previo aviso y que constituyen los materiales con los que el realizador recrea su mirada sobre la manera de ser del chileno. La ambigüedad de los personajes (uno de ellos es argentino o chileno depende de lo que le convenga, al igual que otro que puede ser colombiano o chileno, “según” es una constante en el filme), y el estar en un equilibrio precario pero autocomplaciente , aunque los cuchillos sean de doble filo, son otras de las características de este retrato, a las que se suma la ausencia de autoconsciencia (“no sé por qué estoy acá”) y la tendencia de dar cátedra, a indicar cómo deben ser las cosas.

Se trata, además, de un mundo que está cerrado solo en la apariencia, ya que los no presos van y vienen por él, la celda no tiene horarios (como sucede en realidad en las cárceles), las ánimas se intuyen. Este mundo resulta un espejo del mundo en que vivimos, en que el encierro puede llegar a ser subjetivo y los parámetros que lo mueven ser desconocidos.

Hijo de dos literatos (Luis Sánchez Latorre –Filebo- y Mimí Garfias), no es de extrañar que Sánchez insinúe con su filme que la liberación se consigue por medio de la lectura, del texto. Cada cita es un abismo que se abre tras la cortina que separa la celda del protagonista y que parece fagocitar la procesión de personajes que, con excusa o sin ella, se presentan ante la cámara. Sin embargo, no deja de ser significativo el que el preso letrado acabe a manos de un viejo safio e ignorante que muestra que tiene el poder en sus manos.

El realizador ha planteado que su filme es anfibio, porque transita entre tierra y mar. Quizá también lo sea porque se mueve entre los intersticios del mal, como dejando de manifiesto que todo es ambiguo, que nadie sabe en realidad, qué terreno pisa. PP.

Voy y vuelvo. Dirección y guion: Cristián Sánchez. Elenco: Cristóbal Bascuñán, Juan Cruz Palacios, Felipe Corrales, Iván Cáceres, Salvador Soto, Valentina Carvallo, Demian Schopf, Benjamín Gallo, Bárbara Saavedra, José Diez, Gabriel de Ferrari. Producción: Cristián Sánchez y Sebastián Pereira. Asistente de dirección: Marcel Hantelmann. Dirección de fotografía: Alex Waghorn. Dirección de arte: Víctor Muñoz. Montaje: Cristián Sánchez y Diego Soto. Sonido y música: Diego Soto. Foley y mezcla de sonido: Alex Mora. Productoras: Nómada Producciones en coproducción con La Warrior Films. Ficción. Digital / Color. Duración:74 min. Chile, 2023.

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