EL SOMBRERO DE NAPOLEON

Las primeras críticas sobre las inexactitudes históricas de Napoleón vinieron de Francia, donde el filme generó bastantes anticuerpos a raíz de su poco interés por retratar fielmente el pasado de ese país. Fue criticado el corte de pelo de algunos personajes, la relación entre las edades de los actores que interpretan a Napoleón y Josephine, el acento abiertamente estadounidense de muchos intérpretes, la ausencia de explicaciones geopolíticas que ayuden a comprender sus batallas y, de manera general, el fresco poco favorable que se pinta sobre la Revolución Francesa. Además, el filme no muestra ninguna de las grandes reformas internas que emprendió el emperador y que tienen consecuencias hasta nuestros días, como el famoso código napoleónico, base estructural de la mayor parte de las legislaciones de Occidente.

Tal vez también haya contribuido a la animadversión de los historiadores franceses el hecho de que el filme no tenga actores de ese país y que Ridley Scott sea un director inglés que asume abiertamente el lado de Wellington en las secuencias de Waterloo. A las críticas francesas se sumó, pocos días después, el escritor español Arturo Pérez-Reverte, tan avezado en novela histórica como en polémicas de X (Twitter). Su juicio en esa red social fue lapidario: “Ayer vi la película. Para quien sepa poco sobre el personaje, puede resultar interesante. A quien lo conozca, la asombrosa ausencia de rigor histórico, político y militar puede parecerle, como a mí, un disparate indigno del hombre que dirigió la obra maestra Los duelistas” (1977).

Coincido con Pérez-Reverte en que Napoleón no está a la altura de Los duelistas. Es más, diría que es también inferior a El último duelo (2021)filme excelente y menospreciado– y está lejos del famosa Gladiador (2000),aunque yo lo situaría en el mismo nivel que Kingdom of Heaven (2005), y por delante de muchos de sus restantes filmes históricos como La conquista del paraíso (1992) y Robin Hood (2010). En otras palabras, Napoleón es un gran espectáculo audiovisual, destinado al entretenimiento masivo, realizado por un cineasta versátil y con talento para cuestiones tan diferentes como la dirección de actores y las puestas en escena grandilocuentes. Son grandes virtudes, más aún cuando Hollywood padece una epidemia de superhéroes, cuyos filmes recuerdan al viejo cine de atracciones (que me perdonen Méliès y Chomón).

Discrepo, en cambio, de Pérez-Reverte y de los especialistas franceses en sus quejas sobre la falta de fidelidad histórica. Por lo general, los historiadores que trabajan con un periodo específico del pasado –en este caso las guerras napoleónicas– no suelen llevar en consideración lo que los investigadores que analizamos las relaciones entre cine e historia sabemos hace tiempo: que un filme es una creación artística de la que no es posible exigir el mismo compromiso con el pasado que sí puede pedírsele a un trabajo historiográfico. Todo filme histórico es anacrónico en, al menos, una cuestión fundamental: atribuirle a los hombres y mujeres de una época una cierta cantidad de visiones de mundo y valores que pertenecen al presente de la producción. Sin ello sería imposible el principio de la identificación con el pasado que tan frecuentemente sirve de base para el cine histórico. En ese sentido, el cine histórico no habla de una época, sino del encuentro de dos diferentes. La exasperación con la que algunos especialistas critican los anacronismos e inexactitudes de Napoleón parece olvidar esto último. A fin de cuentas, no tiene gran importancia para la fruición de un filme si es fiel al pasado, porque el cine y la historia no son un matrimonio y no se deben ningún tipo de fidelidad. Lo que importa no es si Ridley Scott en su criticado Napoleón de 2023 o Abel Gance en su magnífico Napoleón de 1927 tergiversaron el pasado, sino por qué razones estéticas, culturales o ideológicas lo hicieron y, sobre todo, qué pueden indicar ese tipo de tergiversaciones sobre el encuentro entre esas dos épocas. Al poner en escena un periodo histórico, lo que acaba transpareciendo es el presente que posó sus ojos en ese pasado, de la misma forma que en las guías de viajes no es extraño que aprendamos más sobre la cultura de quien las escribió que sobre el país descrito.

Hay una escena en Napoleón que sintetiza ese encuentro entre pasado y presente, con un cierto grado de autoconsciencia fílmica. Napoleón, tras vencer la célebre Batalla de Pirámides (1798), manda abrir un sarcófago y mira embelesado la momia que durante siglos había permanecido dentro. La escena parece inspirada en un cuadro de Maurice Orange pintado a fines del siglo XIX y del que se conservan varias versiones en forma de grabados. Asimismo, la momia se parece mucho a la de Ramsés II, descubierta un siglo más tarde, en 1881. Aunque la anécdota quizás haya ocurrido, su significado fílmico, como trataré de mostrar, va mucho más allá de su posible carácter verídico. Presa de la fascinación, el general francés acaba poniendo su sombrero encima del sarcófago, casi como si se lo pusiera a la momia misma. El simbolismo del gesto parece bastante obvio, Napoleón no se limita a admirar el pasado egipcio, sino que busca hallar el reflejo de su propia imagen en la lejana grandeza de los farones. Por ello le pone su sombrero al antiguo soberano, de la misma forma que Ridley Scott le pone a su Napoleón una larga serie de atuendos de nuestra época.   

¿Cuáles serían esos sombreros venidos del siglo XXI con los que Scott viste a su Napoleón? Me contentaré con detenerme en dos. El primero está relacionado con el personaje de Josephine, interpretado con virtuosismo por Vanessa Kirby. Como es común en los filmes de Scott, hay un espacio destacado para las injusticias, prejuicios machistas y violencias de género que padece el personaje femenino, pero también se exhibe la resistencia de Josephine, construida a partir de una rebeldía cotidiana. Las escenas de sexo muestran una mujer que se aburre soberanamente con la torpeza de su amante, lo que contribuye a derribar el monumento másculo de Napoleón. De la misma manera, la escena del divorcio de ambos –en mi opinión lo mejor del filme junto a la Batalla de Austerlitz– presenta, mediante la gestualidad y el comportamiento de ella, una tensión entre el discurso oficial y el subtexto implícito, que pone en jaque los monumentos de la historia oficial. Al igual que ocurre con El último duelo, no es posible ver Napoleón sin pensar en el Me Too y, de modo general, en el auge y masificación de los movimientos feministas en los últimos años. Estamos en las antípodas de Désirée de Henry Koster(1954), un filme con el que, sin embargo, el Napoleón de Ridley Scott presenta algunas semejanzas formales y temáticas.

El segundo aspecto está relacionado con la ascensión fulgurante de Napoleón, en medio de una república retratada como caótica, que va a la deriva bajo la dirección de políticos corruptos e inhábiles. En ese contexto, Napoleón emerge como una figura ambiciosa, autoritaria y sin escrúpulos. Es, también, un arribista con mal gusto que consigue abrirse un espacio a codazos entre las élites y ganarse el amor de las masas. En el ámbito internacional su creciente dominio no logra opacar el desprecio que sienten por él las viejas dinastías europeas. Hay que añadir que las escenas de la llegada al poder de Napoleón, en particular el golpe de Estado del 18 de brumario, se caracterizan por un tono burlón y casi caricatural, que está prácticamente ausente del resto del filme. No parece arriesgado pensar que Ridley Scott y el guionista David Scarpa tuvieron como referencia la actual ascensión de la extrema derecha, a nivel mundial, con sus líderes, tristemente pintorescos, comenzando por Donald Trump. Aunque esas escenas quiebran el tono y el ritmo narrativo del filme, en ellas sobresale Joaquín Phoenix, excelente para interpretar personajes ambiguos y oscuros. Al verlo encarnando al emperador francés es fácil recordar al Cómodo de Gladiador,una referencia claramente buscada por el propio Scott.

Polis y Eros

Por lo demás, Napoleón tiene una estructura bastante simple y muy típica de los filmes históricos y, sobre todo, de los biopics. El plan general consiste en mostrar la ascensión y caída de un gran personaje histórico, haciendo uso (y abuso) de las elipsis, lo que exige cierto conocimiento previo de la historia por parte del espectador. El relato alterna constantemente las batallas y la trama amorosa, evidenciando la dimensión pública y privada de Napoleón. En ese sentido, Napoleón sigue el típico esquema de Polis y Eros que Doris Sommer (2007) acuñó en su libro Ficciones fundacionales: las novelas nacionales de América Latina para analizar las que describen la fundación de una nación. Se trata de una estructura destinada a relatar metafóricamente el origen de una comunidad nacional, a partir una trama que entrelaza una historia de amor heterosexual y los combates por la independencia, nacimiento o consolidación de un territorio. La consagración del amor de esa pareja (Eros), que simboliza el origen de la familia nacional, solo es posible cuando se ha logrado el establecimiento de las bases políticas para la nación (Polis). En ese sentido, ambos conflictos (Eros y Polis) se determinan mutuamente, no puede triunfar uno si fracasa el otro. Es un tipo de historia fundacional, con carices melodramáticos, vista miles de veces bajo múltiples variantes: desde El nuevo mundo (Terrence Malick, 2005)hasta Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939), pasando, obviamente, por Désirée. El Napoleón de Ridley Scott sigue escrupulosamente este esquema, la esterilidad del matrimonio entre el emperador y Josephine parece ser una metáfora de la propia esterilidad del imperio, condenado a una rápida disolución, de la misma manera que la muerte de Josephine anticipa la debacle final de Waterloo. En la película, la Historia siempre se somete a las necesidades de la fábula de Eros y Polis y no al revés.

Los puntos fuertes de Napoleón no están ciertamente en su originalidad, hay que buscarlos en otros aspectos. Entre ellos, destaca la dirección de arte, el fabuloso vestuario, la fotografía, las citas constantes a las pinturas de Jacques-Louis David, François Gérard, Paul Delaroche y Dominique Ingres y una utilización de la luz de las velas como fuente de iluminación que recuerda a Barry Lyndon (1975) de Stanley Kubrick. Es una película para ser vista en pantalla grande, que puede ayudar a comprender que en el cine –y particularmente en el cine histórico– hay una dimensión que va más allá del relato. Cabe preguntarse si esta dimensión no tiene una cualidad histórica que está siendo subestimada.

Napoleón. Director: Ridley Scott. Guion: David Scarpa. Reparto: Joaquin Phoenix, Vanessa Kirby, Tahar Rahim, Rupert Everett. Música: Martin Phipps. Fotografía: Dariusz Wolski. Vestuario: Janty Yates. Productora: Apple Studios, Scott Free Productions. Ficción. Duración: 2 horas 38 min. EE.UU., UK. 2023.

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