(INTENTAR) CONTAR PELÍCULAS COMO MODO DE VIDA

Estamos hechos del mismo material que las películas, o al menos, intentamos impregnarnos de un pequeño pedacito de las películas que vemos. Ese sentimiento es el que inspira La contadora de películas, en la que ver a alguien ir al cine y compartirlo con entusiasmo recuerda lo valioso que es, aún en nuestros días, ir a la sala y ver una película rodeado de extraños en la oscuridad más profunda posible.

Me siento como la protagonista de esta película escribiendo esto, con la gran misión de transmitir más allá de la sala de cine la experiencia de ver la película que pone título a este escrito. Al igual que hacer cine, escribir de cine es sumamente difícil, y esta película da cuenta de esta dificultad; una idea cautivadora llevada a una práctica que me hace dudar de si salí (o no) conforme de verla.

Esta adaptación del libro homónimo de Rivera Letelier nos presenta una historia muy literaria en sus formas de narrar lo cual, irónicamente, desconecta al público de la idea de que está viendo una película. La existencia de esta familia, que vive en un pueblo salitrero de San Pedro de Atacama, se presenta de manera muy simple; entendemos fácilmente su rutina y comprendemos que lo único que motiva sus días es llegar al domingo para ir al cine; sólo piensan en juntar las fichas para pagar la entrada y nada más importa.

Sin duda, La contadora de películas (Lone Scherfig, Dinamarca, 1959) es un trabajo artístico maravilloso, que logra sacarle brillo a una ciudad de polvo; no se convierte en lo absoluto en una estatua de sal, como se dice en la película. Algunas actuaciones son preciosas. Sara Becker y Antonio de la Torre saben llevar muy bien el peso dramático de la película, y muestran los personajes más reales de toda la cinta, muy distantes con todas las demás interpretaciones. También, el trabajo de vestuario, el diseño de interiores y la producción en general son elementos que destacan considerablemente. Es, de hecho, una película demasiado europea para sentirse chilena, que a ratos hace sentir que en este pueblito no puede pasar nada malo, al menos desde la imagen.

Aquí surgen mis problemas con la película. Ese tinte europeo que se le da al San Pedro de Atacama de los 60 genera una desconexión con los sucesos que narra la historia; un lugar terriblemente hostil e inhóspito que se ve casi bonito, en colores vivos y con un contraste de blancos que ilumina la piel de todos estos personajes, quienes, supuestamente, deberían estar quemados por el sol incesante del desierto.

A ratos, el filme recuerda lo cruel que era la vida en un campamento salitrero, para avanzar rápidamente a otra idea, a otros colores bonitos en donde se mezcla todo: romance, familias disfuncionales, crecimiento, abusos, sindicalismo, trabajo infantil, negligencia laboral, desigualdad, y un eterno, largo y aburrido etcétera.

Si bien podría parecer una especie de Cinema Paradiso (Tornatore, 1988) perdida en el desierto chileno, la verdad es que se distancia bastante de la cinta italiana, y de chileno hay poco más que la catalogación. Podría entrar en esta pequeña categoría que se da a las películas, como una carta de amor al cine, pero es un llamado a la nostalgia, que tiene poco más que ofrecer que un encuadre perfecto y un filtro de luz excesivamente alto, ideal para el formato de las plataformas de streaming.

Pese a que habla de cine, de amar el cine y de ir al cine, siento que es una película que no encuentra nunca el foco; no logra nunca cautivar por completo, y no cierra nada de esa larga lista de elementos que propone durante sus casi dos horas de duración. No es suficiente decir que amas el cine, es necesario lograr contar una película, como bien dice el título; al menos una de manera completa.

Elementos puntuales que me encantaron y no puedo dejar pasar: la escena de transición en que los niños pasan a ser adultos, en un montaje precioso que pasó ante mis ojos de manera casi imperceptible. También la selección de películas que proyectaba el cine del barrio; algo absurdamente alejado de la realidad, pero sin duda agrega ese pequeño gustito cinéfilo de conocer la película que están viendo los personajes. Luego, el trabajo histórico que acompaña la cinta; lo emotivo del ritual de ir al cine en el siglo pasado, con sus pequeños grandes detalles muy chilenos, como el proyeccionista cojo; el tumulto del foyer, en el casi único evento social universal de cada ciudad o pueblo; el ritual sagrado del domingo, en el que toda la familia desempolvaba el traje de gala para ver una película, aunque fuese mexicana, en un rotativo de mala muerte.

La contadora de películas logra realzar elementos muy propios de la acción de ir al cine y los coloca como el hilo emotivo de una historia que el equipo de guion no logró encausar, posiblemente por la cantidad de información que supone adaptar del libro a la pantalla. La capacidad de decidir les jugó una mala pasada, porque saber terminar una película es un arte, y en esta cinta, ese arte podría haber logrado mejores pinceladas. Creo que me doy el lujo de ser más crítico porque esta producción (in)nacional no es para el público chileno, como bien muestra la secuencia tan explicativa del golpe de Estado, en la que se perdió mi último rastro de esperanza por la chilenidad de la película.

Sin duda es una obra que motiva análisis particulares, porque que cada público puede optar por cuáles elementos sentirse identificado. Llegar a varias audiencias es un trabajo arduo, como lo es también contar una película. En el fondo, contar una sola película era el desafío; pero, La contadora de películas cuenta varias, todas tristemente inconclusas. PP.

La contadora de películas. Dirección: Lone Scherfig. Guion: Walter Salles, Rafa Russo, Isabel Coixet. Reparto: Bérénice Bejo, Antonio de la Torre, Daniel Brühl, Sara Becker. Casas productoras: Embankment Films, Selenium Films, A Contracorriente Films. 116 minutos. Francia, España, Chile. 2024.

Fotos recuperadas de The Movie Database y Lahora.cl

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