Coinciden en la cartelera signos de cambios en el mundo femenino, aquel que parece contener en sí muchas de las novedades que requiere nuestro presente para tener futuro. Después de todo, las mujeres han sido siempre depositarias del avenir, incluso bajo los peores yugos del machismo más atávico.
La temática feminista no fue inventada en los últimos cinco años, aunque en el período se haya difundido con especial intensidad, hasta incluso arriesgar su encierro tras los barrotes de la moda.
Dentro del amplio panorama del cine feminista más interesante (que el otro se desautoriza solo y en poco tiempo) existen cauces más directos (Joven prometedora; 4 meses, 3 semanas, 2 días; El piano) y otros menos, pero que se abren a derroteros originales y a exploraciones novedosas, a zonas en que aún la etiquetas no están puestas, ni existen ordenamientos racionalizados para el uso de los analistas.
Revisemos algunos relatos de aparición más o menos reciente para ver “qué se teje”.
MADRES DE AHORA
Bastante explícita en reivindicar lo femenino de la mirada y de la narración es La hija oscura (2021), obra de debut en la dirección de la actriz Maggie Gyllenhaal. Proveniente de una familia de intelectuales liberales estadounidenses y con un hermano, Jake, actor muy famoso, su entrada en la realización recibió el premio al mejor guión en el reciente Festival de Venecia.
Su presencia en Netflix parece una garantía de su alcance a todos los públicos, ya que su tema está en la primera fila de la atención social del momento. E indudablemente ha dado que hablar, a pesar de que la crítica ha hecho observaciones importantes al alcance real de la película.
El guión es adaptación de una novela italiana de Elena Ferrante, cuya versión fílmica se centra en la situación interna del personaje protagónico y reduce su entorno a una burbuja de personajes angloparlantes, lo que diluye los contornos de la Grecia veraniega en que se supone se desarrolla la acción.
Y es que la tensión sicológica de la protagonista no está muy abierta al entorno, como toda su personalidad. Justamente ahí está el conflicto de la mujer, Leda, una profesora universitaria con un pasado de opciones que la persiguen después y la empujan a robarse la muñeca de una niña veraneante.
El repetido recurso del racconto y del paralelismo entre presente y pasado enmarañan lo suficiente el relato como para darle, al menos la apariencia, de un espesor significativo. A ello ayuda la descollante actuación protagónica de Olivia Colman, que logra enredarnos emocionalmente con ella, a pesar de que la conducta mostrada en pantalla pueda parecernos cuestionable en muchos aspectos.
No todo está bien resuelto en la madeja del relato, pero no hay intentos de explicar, o justificar, a la luz del presente las conductas de una madre que se califica a sí misma como “antinatural”. Lo suyo será sólo una tardía toma de conciencia, producto de un casual encuentro con otra madre también confusa y esposa adúltera, pero mejor adaptada a la propia situación de lo que Leda estuvo a la suya.
Parecido es el caso de Madres paralelas (2021) de Pedro Almodóvar. También una madre que comete varias acciones moralmente dudosas, pero que parece exculpada, de algún modo, por ser bisnieta de víctimas de la dictadura franquista. Una fotógrafa tiene una hija de un encuentro casual y comparte habitación en la maternidad con una madre adolescente. Parirán al mismo tiempo y las casualidades las llevarán a volver a encontrarse y compartir circunstancias, el mismo lecho y las consecuencias de una equivocación ajena.
Aquí ni la buena actuación de Penélope Cruz libra del naufragio a un relato que no logra conjugar sus materiales con alguna consistencia de significados. Las mujeres asumen y disfrutan una maternidad con la que se encontraron, pero un hecho accidental las llevará a enfrentar culpas latentes (¿tal vez las de una maternidad que no se buscó conscientemente?) que las superan, sin alcanzar a tensionar suficientemente la historia melodramática.
Pero todo resulta demasiado accidental y poco convincente, como esa creatura de ojos mestizos que no puede ser hija de esos padres. Entonces el tema de los muertos de la Guerra Civil toma lugar para remover unas emociones algo flojas y que no cuajaron donde debían.
En Spencer (2021), la muy publicitada película de Pablo Larraín sobre la princesa Diana, el tema de la maternidad no aparece sazonado de culpas, pero sí de dificultades infinitas que no están en la responsabilidad del personaje, siempre ubicado en el rol de víctima de circunstancias que, desde siempre, parecen haberla superado.
En el relato, la madre de Guillermo y Enrique parece no haber tenido jamás una opinión sobre las acciones que la llevan al estado lamentable en que se muestra. El guión recrea un posible relato de las pesadillas interiores de la princesa y los castigos que se infringe. La complicidad con los hijos parece su única vinculación con una realidad de afectos que puedan dar una sanación.
Pero la protagonista sigue siendo una víctima permanente, de principio a fin, y todos los que la rodean son verdugos, también de principio a fin. Con ese maniqueísmo reaccionario todo queda en el mismo lugar y no tenemos necesidad de cuestionar ni instituciones, ni las personas que las construyen y sostienen, como el oficial encargado de hacer funcionar el palacio, o la camarera favorita encargada del vestuario.
Todos cumplen con sus roles y se encargan que también ella, la princesa, cumpla con las suyas, que son de hecho las que también el pueblo espera. Al no hacerlo se expone a toda la náusea que a sí misma se provoca, sin que el resto se vea muy afectado.
La historia vista desde el interior de la princesa no tiene concordancia con su traducción en pantalla. A menudo la cámara está en un lugar contradictorio al del punto de vista del personaje y eso conduce finalmente a crear una distancia entre la acción y el lenguaje que busca expresarla.
Nos quedamos finalmente con una elegante, plástica y suntuosa visualización sobre un célebre personaje que no posee cualidades para un auténtico drama, sino que para una sucesión de escenas bien ambientadas e imaginables fácilmente.
En resumen: nada descubrimos sobre la princesa que pueda hacernos interpretar de otro modo lo que ya sabemos de ella. ¿Es posible que una mujer mal casada no haya tenido algún grado de arrepentimiento por sus propias acciones?
Quizás eso sólo podría sugerirlo la intensa interpretación protagónica de Kristen Stewart y la importancia expresiva que adquiere el vestuario, dos de las mayores virtudes de la película.
Fragmentos de una mujer (Kornél Mundruczó, 2019) presenta un caso diferente. La protagonista es una mujer que, junto a su marido, ha decidido tener su primer hijo en casa y por métodos naturales. En los primeros veinte minutos (filmado en un arriesgado plano-secuencia, extraordinariamente bien actuado) vemos el parto en el que la matrona parece cometer un error que será fatal.
La debacle que se deja caer sobre la pareja irá desmenuzando capa por capa una relación afectiva, que no contempla la asunción plena de las propias resposabilidades en la desgracia que los aflije.
Si bien el punto de partida es notable, el resto de la película no está a la altura y los vaivenes del relato, finalmente, lo desarman dejándonos cómodamente a distancia de unos personajes que parecen haber perdido rumbo, sin comprender las razones.
Es decir, repite el esquema de las películas anteriores: mujer que carga con una maternidad problemática que no logra objetivar y, por lo tanto, vivir plenamente.
Y aquí habría que detenerse a observar un elemento común presente en estas películas. Todas ellas buscan nutirse de ideas del presente muy difundidas y ampliamente conocidas en el discurso social de nuestros días, por lo mismo no debieran tener dificultades en expresarse libremente. Sin embargo no lo hacen.
Escarbar en las razones debiera confirmar algo más que una coincidencia de temas, debiera asomarnos a unos contenidos con dificultades para articularse fluidamente.
Se podría sospechar que hay allí algo que no desea, o no puede, expresarse con claridad, que no está aún preparado para aflorar en la plenitud de su evidencia. Es quizás una culpa que no quiere aceptar ese nombre, o un sutil e inefable sentimiento, o anhelo, que la razón, es decir los discursos actuales, todavía no concretan.
Todas estas películas hablan de mujeres sometidas, más o menos voluntariamente, a una determinante biológica de la que depende el futuro, el propio y el de los demás. Las complicaciones que de ello se derivan están a la base de los problemas que viven, y cuya solución no es diáfana, porque tampoco el problema parece planteado en alternativas equivalentes. Aquí no hay ser o no ser, solo matizaciones indefinidas entre un extremo y el otro y cuya graduatoria parece no poseer escalones visibles. Al menos no todavía.
¿Será por eso que estas películas no alcanzan a satisfacer las expectativas que plantean en sus comienzos?
MADRE COMO LAS DE ANTES
Como referencia contrastante un clásico de otra época en que los valores, las emociones y los problemas parecían tener sus categorías bien definidas: Madre (Mikio Naruse, 1952).
Naruse ha sido valorado con mayor justicia después de su muerte, ocurrida en 1969. Su cine, hecho de convenciones, tuvo éxito popular y despertó no poca admiración en su época (incluso de Kurosawa), pero el tiempo le ha dado el encanto de una nostalgia honesta y sólida, basada en la moral de sus personajes y en la verdad innegable de ser fiel retratista de su época, en lo emocional y en lo material también.
En Madre las consecuencias de la derrota bélica dan duros zarpazos a la abnegada protagonista, que buscando reponerse se abre a aprender lo que nunca había hecho para poder sacar adelante a sus hijas, ya que su único hijo y su marido han muerto.
En el título está completa la moral de la fábula y la actriz que la interpreta, Kinuyo Tanaka, lleva en su mirada la determinada energía amorosa del personaje, que no conoce dobleces ni ambigüedades, pero sí de tenacidad y ternura. Basta ver cualquier primer plano de Tanaka para comprender a plenitud su personaje, hecho de conformidad y determinación frente a una situación global que sabe de no poder cambiar, pero a la que debe enfrentarse por su rol de madre, el que nunca cuestiona, a pesar de los dolores y privaciones que le trae consigo.
Pero los tiempos exigían sacrificios. La pobreza inapelable del Japón post bélico requería una solución que había que mirar a través de esos ojos maternos, cuya mirada sabe de inclinaciones ante las circunstancias y no pocas lágrimas.
En comparación, las miradas de Colman, Stewart y Cruz resultan de una amplitud de repertorio y de cosas no dichas, de negaciones y concupiscencias, de autocompasión y fastidio, que todo lo dicen sobre los tiempos opulentos en que viven. Entremedio está toda la historia del rol femenino de los últimos setenta años, los mismos del reinado de Isabel II.
MADRES CONTINENTALES
La negación permanente de toda posible determinación hace de la actuación de Aline Kuppenheim una de las mejores justificaciones de Turistas (Alicia Scherson, 2009). La protagonista parte con su marido (Marcelo Alonso) en auto a unas vacaciones, pero no llegarán juntos a destino. Ella quiere una aventura para sí después de haber decidido, con menguada claridad, que no está preparada para ser madre.
El recorrido por un bosque, algunos personajes peculiares y un vagabundeo que se apodera del relato debilita el conjunto, pero no por eso deja de significar algo tal indecisión para enfrentar las consecuencias de un aborto plenamente deseado. Desgraciadamente el tema de fondo parece estar escamoteado a una más decidida exploración y el título mismo nos desvía por el bosque en que sucede lo central de la acción.
En esto se diferencia radicalmente de la muy celebrada La teta asustada (Claudia Llosa, 2009), que ganara el Oso de Oro de Berlín y obtuviera una histórica candidatura al Oscar para el Perú.
Acá no se escamotea nada, excepto el mal gusto, fácil tentación local nuestra que los peruanos saben evitar, pero sin hipocresías que diluyan la fuerza del tema. Fausta, la protagonista, busca sepultar a su madre con los ritos correspondientes a su cultura y para ello acepta los trabajos de sirvienta que una sociedad escalonada y dividida le puede permitir.
Pero entremedio surge la historia del título y el consiguiente terror heredado de la violencia machista y la negación radical del propio cuerpo como festín para los hombres. La clausura, de varias formas aludida en el relato, parece la solución ante el peligro de la violación, pero trae consigo las consecuencias emocionales correspondientes.
Curiosamente el final esperanzador se emparenta con el de Fragmentos de una mujer. En ambos casos un elemento vegetal sugiere una posible fertilidad futura.
Llosa ha retomado el tema de una maternidad conflictiva en No llores, vuela (2014), pero desde un ángulo más rebuscado. Una mujer abandona al hijo sobreviviente de un accidente en el que muere otro y se dedica a ejercitar un probable oficio de sanación en el círculo polar ártico canadiense, recóndito lugar al que llegará el desgarrado hijo ya adulto a cobrar cuentas. Irregular, raro y cargado de incógnitas el relato no exhibe más que opacidades sucesivas que no conducirán más allá de una exploración muy parcial de su aparente tema.
LOS NUEVOS MONSTRUOS
Coincidencia seguramente no casual: dos películas del 2021 visitan el género fantástico para explorar las sombras de la maternidad, esta vez anhelada como forma de escapar de unas condiciones opresivas dictadas por el entorno.
Titane (Julia Ducournau, 2021) ha creado polémicas, disgustos y admiraciones por igual. Ha ganado el reciente Festival de Cannes y con ello ha sido tarea obligada para la crítica. Incluyendo la más refractaria de las novedades, la que se debe a un público masivo y conservador. Pero no se puede ignorar fácilmente, aunque la negación sea tentadora ante una película que aparentemente no tiene buenos modales para con el espectador.
Alexia, la protagonista, no es simpática ni tranquilizadora bajo ningún aspecto. De niña ha provocado un accidente automovilístico del que arrastra las consecuencias en su cuerpo en forma de placa de titanio adherida al cráneo.
De ello se deriva una conducta cargada a la violencia y al desborde, incluida una fijación por los autos que la llevará a quedar embarazada de uno… repito: a quedar embarazada de un auto.
Fácil es deducir que lo que viene a continuación no va por el sendero conocido de los relatos clásicos, sino que por las trasgresiones sucesivas y crecientes en la medida que se desarrolla el embarazo monstruoso.
Su encuentro con un hombre lacerado por la ausencia de un hijo desaparecido, termina por ser el complemento requerido para la constitución de un orden familiar completamente alternativo y transfigurado, pero finalmente todavía reconocible como humano.
Lamb (Valdimar Johannsson, 2021) tiene la particularidad de ser producción de Islandia, país proclive a servir de locación para producciones extranjeras (recomendación para cinéfilos de buena cepa: Los proscritos de Victor Sjöström, 1918), pero del que nada se sabe por estos lados como productor de cine propio.
Ya la particularidad de su origen contribuye a crear el marco adecuado para la sensación de inquietud que abre el relato. Pero por un buen lapso todo parece desarrollarse en un valle de naturalismo sereno, en medio de un paisaje como los que espera uno de ese país y con un par de intérpretes afinados perfectamente al registro bucólico de estos criadores de ovejas, solitarios y lejanos.
Todo se ve alterado cuando una de las ovejas, que como todas las demás está por parir… cualquier mayor adelanto puede perjudicar la novedad y el interés por lo que prudentemente nos detenemos aquí en la descripción del argumento.
Podemos decir que la película es ejemplar en manejar la ambigüedad y el misterio, en sostener un ritmo suspendido en el espacio-tiempo y en controlar las expectativas. La atmósfera perturbadora que se va apoderando de los dos personajes anuncia una revelación que, por supuesto, justifica plenamente la película para ser mencionada como cierre de este artículo.
Lo importante ocurre cuando el precio de la felicidad familiar viene a cobrarse y las posibilidades de postergar la deuda no admiten alternativas.
Nuevamente el balance entre Ley y Deseo se impone, como el eterno recuerdo que no hay impunidad a las trasgresiones naturales. Es aquí donde la película, nuevamente, parece perder el rumbo de su probable destino.
La incómoda sensación que el final no debiera ser el que vemos, por su indefinición evidente, vuelve a hacernos presente la idea de que hay en estos relatos algo que no se logra decir con claridad.
Titane y Lamb fueron excluidas de las recientes candidaturas al Oscar. Puede que eso sea la prueba de que estos relatos están colocando el bisturí en el lugar justo. En cambio está La peor persona del mundo (2021), del noruego Joachim Trier en el que la protagonista sufre un aborto espontáneo y termina contenta de que otros tengan hijos.
Será tal vez el temor de pronunciar un juicio sobre los avances del feminismo contemporáneo? ¿O signos de una meta que no alcanza aún a definir sus contornos deseados?
¿Qué sucede subterráneamente en el actual panorama de la reproducción humana que tenemos que arriesgar la confusión en que parecen debatirse estos personajes y en especial estas madres contemporáneas? ¿Puentes todavía no bien construidos entre el útero y el corazón? ¿Resabios de heridas, o costumbres, patriarcales?
¿Cómo sería la mirada actual de la Madre encarnada por Kinuyo Tanaka? Es probable que no se detendría mucho a ver este panorama desconcertante para ella, rápidamente volvería a sus quehaceres domésticos, entendidos como acciones destinadas a darle su más auténtica plenitud humana.
Y es probable que lo haría sin quejas ocultas, ni autocompasión disimulada. Es posible que todo eso le podría nublar la claridad de su acotado sentido existencial y por lo tanto de su propia, tal vez desdichada, felicidad.Hoy estamos en otros desafíos y en permanente cuestionamiento de los roles de género. ¿Será eso lo que estas películas tienen dificultades para expresar? ¿O algo más profundo, como una desconfianza en las posibilidades del futuro? PP