Así como Greta Garbo encarna la melancolía romántica del período de entreguerras, James Dean la aparición sociológica de la juventud y Marilyn Monroe la pérdida de la inocencia, el italiano Marcello Mastroianni (1924-1996) acarreó sobre sí unos significados de los que evitó perezosamente hacerse cargo.
A un siglo de su nacimiento revisemos si lo logró.
Nació en familia modesta en un pueblo que hoy es atracción turística, Fontana Liri, uno más de los centenares de encantadores pueblos medioevales que cubren Italia de sur a norte y en los que todos soñamos vivir. Pero el niño Marcello soñaba con irse de ahí. Lo logró rápido: sus padres emigraron a la nortina Turín, donde nació su hermano Ruggero, con el que tuvo estrechos lazos durante toda la vida.
Fue un tipo afortunado, como el mismo lo reconoció más de alguna vez. Su apostura física fue la justa y necesaria para hacer de ella una afortunada tarjeta de presentación. En el terreno de la actuación eso puede ser una bendición y, en aquellos tiempos, de digna pobreza antes de la guerra y de ultrajante necesidad después de ella, se suponía podía abrir las puertas del cine, lo que era tener el billete premiado de la lotería. Pero Marcello era un poquito flojo y lo disfrutaba. Esa parsimonia personal sería el latido natural de sus mejores actuaciones futuras, pero alargaría su despegue a la fama hasta que el látigo directivo del gran Luchino Visconti le sacara trote, en teatro primero y luego en cine.
Visconti era una personalidad muy poderosa e influyente. Aristócrata, comunista, refinadísimo, maníaco del realismo detallista y gran director escénico, de teatro y ópera, tuvo bajo su mando a la soprano María Callas y a los mejores intérpretes teatrales de Europa. MM caería redondo bajo sus órdenes despóticas y el resultado empezaría ser evidente para la crítica. Cuando lo puso de protagonista de la adaptación cinematográfica de Noches blancas (1957) de Dostoiewski, su molicie provinciana y su encanto algo simplote, sazonado de algún tormento propio, hicieron el milagro de su transfiguración en pantalla. La línea vertical de su entrecejo y la boca de comisuras caídas definieron su tensión interior. El dulce contrapunto que ofrecía la austríaca María Schell, con su candor vulnerable y finalmente manipulador, hicieron el resto. La película no fue un éxito, pero de Marcello no se olvidó nadie. Su pequeño burgués que intenta esquivar la soledad mediante la purificación de sus sentimientos, definió en buena parte lo que el actor desarrollará posteriormente. En el equipo técnico de la película ya figuraba Ruggero, su hermano, que pasó a ser uno de los principales montajistas de Italia.
Al año siguiente, y en un tono más ligero, Mario Monicelli completó el personaje y su fama con un título que fue célebre en todo el mundo, inaugurando la gran estación de la commedia all’italiana, género que hizo entrar millones a las arcas del cine peninsular. Un guion inspirado para el momento perfecto y un reparto inmejorable (Vittorio Gassman, Renato Salvatori, Totó, Claudia Cardinale) completaron la fortuna de Los desconocidos de siempre, cuyos epígonos siguen gozando de buena salud hasta hoy. Mastroianni se medía con el gran galán de la península, el buenmozo Gassman, pero en la película competían por el sitial del mayor sinvergüenza de un ramillete entrañable de ladrones de poca monta, pero bien organizados. Si bien la realidad estaría mejor organizada que ellos, el dúo Gassman-Mastroianni se situó en las cumbres del estrellato internacional.
El paso contundente para alcanzar al mito llegó al año siguiente (dijimos que fue un tipo afortunado) con una obra maestra dirigida por un genio. La dolce vita significó el afortunado encuentro del actor con Federico Fellini y con esa Fontana de Trevi con la que quedaría asociado para siempre. Pero aun podía subir más. Es lo que logró de él Michelangelo Antonioni en La noche, con un personaje nada de divertido, junto a una Jeanne Moreau melancólica, en una Milán moderna, geométrica, intelectual y existencialista.
Si ya todo lo logrado por Mastroianni daba para situarlo como el rostro del Milagro Económico europeo, el punto culminante vino de nuevo de la mano de Fellini y su Ocho y medio que, hace sesenta años, partió en dos la historia del cineasta, de su alter ego y, probablemente, la de todo el cine. Difícil resulta decir algo de su actuación, tan orgánicamente urdida al total de la película que resulta impensable sin él. ¿Podemos imaginar a Bach sin clavecín, a Beethoven sin el piano?
Crónica familiar (1962) de Valerio Zurlini fue un drama sicológico de refinada confección y reparto. Mastroianni se controlaba para no desbordarse de dolor ante la inevitable muerte del hermano menor, actuado por el joven Jacques Perrin. El tono de tristeza matizada del relato lo hicieron brillar en un registro dramático al que se concedía poco. Él mismo reconocía que esos roles le exigían más de lo que estaba acostumbrado a entregar.
El complemento femenino perfecto (afortunado dijimos que era) fue Sophia Loren, estupenda comediante como él, dueña de una belleza que no le impidió alcanzar grandes alturas dramáticas y como él, hija de la necesidad imperiosa de comer. Serían una asociación paradisíaca para la taquilla mundial. Ella moviendo el mundo y él dejándose arrastrar por ella a enredos varios. Inolvidable sería el striptease que ella concedería a su cliente favorito en Ayer, hoy y mañana, pero que no se podría concluir. Treinta años después ambos repetirían la escena en Pret-a-porter, comedia estadounidense dirigida por Robert Altman, que podría ser recordada sólo por esa escena, todavía sensual y divertida.
Otros dos momentos juntos que siguen siendo memorables: Matrimonio a la italiana y Un día muy particular. la primera dirigida por el gran Vittorio de Sica y la segunda por su admirador y a ratos admirable discípulo, Ettore Scola, que logró hacer del personaje del intelectual de izquierda perseguido por el fascismo, uno de los mayores logros del actor. La broma más celebrada en la ceremonia del Oscar de aquel año fue la del presentador Bob Hope: “Y este año tenemos de candidato al mejor actor a Marcello Mastroianni, que tuvo que hacer de homosexual junto a Sophia Loren”. Antes ya había sido candidato al premio por Divorcio a la italiana, de Pietro Germi, en la que interpretó al barón siciliano Fefé, obligado a asesinar a su mujer para poder casarse con su joven amante y prima, en un país que no permitía el divorcio.
La noche de Varennes (1982)de Ettore Scola le permitió actuar, con melancolía un poco caricaturesca, al anciano Giacomo Casanova, huyendo de la Francia revolucionaria en una diligencia que sigue a la carroza de Luis XVI. Su aspecto era convincente, pero tenía a su lado al brillante y veterano actor francés Jean-Luois Barrault en su última actuación cinematográfica, quien logró opacar a todo el brillante reparto.
Ojos negros (1987) fue resultado del afortunado encuentro entre Chejov, el director Nikita Mikhalkov y una co-producción italo-soviética. Un camarero de crucero le cuenta a un pasajero su historia de afortunado matrimonio con una señora rica (Silvana Mangano) y su desesperado amor por una rusa con perrito en un balneario. Sin ser una joya, la película se sostiene por una de las mejores actuaciones de Mastroianni (premiado en Cannes y candidato al Oscar), que otorga toda su entrañable capacidad para dar vida a un personaje de mujeriego en decadencia que, finalmente, conoce el amor. La complicidad con el director Mikhalkov se repetió en teatro, ya por última vez, en una puesta en escena de Partitura incompleta para piano mecánico, que antes había sido la película con la que el cineasta ruso se dio a conocer en Occidente. Pero, por una vez, Mastroianni no brillaría como antes. Décadas de cine y más décadas de cigarrillo habían menguado su proyección escénica.
Y es que el ser humano Marcello era mucho más liviano, ligero quizás, optimista recalcitrante y algo travieso. El simpaticón natural de un grupo de amigotes de provincia, al que la flojera le resultaba ampliamente satisfactoria y a quien las mujeres perseguían, casi sin que él se los propusiera. Pero esto no debe hacer pensar en una superficialidad banal y quizás egoísta. Era simplemente su forma de sometimiento a la virtud solar de lo italiano, lo que no excluía un alto sentido profesional y un tremendo respeto por el oficio, obtenido también por sus buenas lecturas, que alimentaron un cerebro despierto. Pero es probable que su escepticismo sobre las posibilidades humanas y el mundo complicado en que le tocó vivir, le hubieran otorgado ese abandono sensual que harían de su trabajo con Fellini unas de las cumbres de la iconografía del siglo XX.
FIEL A SÍ MISMO
La mejor prueba de fidelidad a su propia persona estuvo en su limitada presencia en Hollywood. No se adaptó bien a la industria de los artificios infinitos, ni tampoco se esforzó más que lo necesario como para pagar las pensiones alimenticias de sus hijos. Pero se sentía más a gusto arriesgándose en películas poco comerciales de directores creativos, o decididamente experimentales, como las que protagonizó en su última década de vida. El paso suspendido de la cigüeña (1991) de Theo Angelopoulos, en que volvió a tener de pareja a Jeanne Moreau; Tres vidas y una sola muerte (1996) dirigida con su habitual sentido lúdico por Raúl Ruiz y, finalmente, Viaje al principio del mundo, estrenada después de su muerte y dirigida por el veterano cineasta portugués Manoel de Oliveira.
El título que parecía una profecía cerró la carrera cinematográfica del actor.
Le hicieron homenajes en París, donde vivía y estaba su hija Chiara y la madre de ésta, Catherine Deneuve, aunque residía por veinte años con Anna María Tató, su heredera. Luego fue trasladado a Roma, donde estaba su viuda oficial, Floriana y la cinematográfica, Sophia Loren. Allí le rindieron homenajes de Estado en el Capitolio romano. En un discurso panegírico se dijo: “… Con él termina nuestro siglo XX…” La Fontana de Trevi fue apagada en señal de duelo.
A mediados de los años sesenta, según recordaba César Cecchi, pediatra y destacado crítico teatral, estando invitado en casa de Pablo Neruda en Isla Negra, vio llegar de improviso al poeta muy excitado diciendo: “tenemos que ir ahora a Cartagena, me han dicho que en la vermouth del cine van a dar Crónica familiar y quiero verla de nuevo”. Fueron hasta el cine y Neruda, emocionado como un niño, se sentó a ver la película de Valerio Zurlini que había ganado el León de Oro de Venecia en 1962, y que era capaz de hacerle venir lágrimas, como también Milagro en Milán de Vittorio de Sica. Cecchi le preguntó la razón que motivaba su gusto y Neruda se explayó en las muchas virtudes del relato, de su ambientación y de la belleza fotográfica, pero recalcó: “…Y además tiene al mejor actor del mundo…”
Ese era Mastroianni. PP.
Fotos: gentileza Instituto Italiano de Cultura. Salvo la captura de Noches blancas, tomada de IMDb.com