ALMODÓVAR Y LAS MIL CAMPANAS DE GLORIA

Dolor y Gloria (2019), la más reciente película escrita y dirigida por Pedro Almodóvar y protagonizada por Antonio Banderas, ganador del premio a mejor actor en el Festival de Cannes, completaría, 32 años después, lo que hoy el cineasta considera una trilogía sobre el deseo y la ficción, junto con La ley del deseo (1987) y La mala educación (2004).

“El tiempo es misterioso”, como lo visualiza Salvador Mallo (Antonio Banderas), un reconocido director de cine que se transpone en el ocaso de su exitosa carrera, experimentando el devenir de un tiempo interno que va logrando albergar, en su propia unidad, la pluralidad de tensiones que terminan por constituir el drama de este personaje, quien sería el alter egode Almodóvar.

Desde su obertura la película nos imprime la imagen de un hombre que toca fondo. Ahogado en su propia respiración, camina como naufragando entre sus pies disminuidos y acompasados.

En su andar, irá fabricando paso a paso el crisol biográfico donde se fundirá su historia como una madeja que va devanándose mediante recuerdos: memorias de amor y contrición sobre su madre; las lavanderas y los cantos; las cuevas de Paterna; el primer deseo; la escuela que no le enseñó; el rodar de la vida donde sí aprendió; el temprano mapeo de dolencias físicas; el Madrid posfranquista y contracultural de los ochenta; un amor abigarrado por la adicción. Y el cine, que lo salvó.

Como un vehículo orientado hacia la gloria, el cine le habría permitido seguir avanzando pese a toda contrariedad, le habría abierto caminos impensados de traslación, de traducción de sí mismo, de fama y honor, de gusto o placer.

Pero la lumbre de este resplandor no habría podido arrojar sus destellos al rojo vivo de no haberse imbuido, a la vez, en el diálogo con ese pedazo sombrío de su historia. Él se hace capaz de acoger un tiempo presente constantemente interrumpido por un origen interdicto que poco a poco va signando su proyección hacia un futuro, que sabe a salvación.

Salvador piensa esta historia, la piensa antes de trazarla, incluso antes de desear recuperarla. 

Esta tensión es el ojo que sincretiza la ficción dentro de la ficción misma y que nos permite ver las relaciones entre escritura-memoria y escritura-olvido: escribir para olvidar, para que los contenidos se escondan hasta desaparecer dentro de sus significantes; no escribir, que la página en blanco repose como lugar del olvido. 

“Si no escribes ni ruedas, ¿qué haces?”, le pregunta Zulema (Cecilia Roth), una actriz argentina con quien se encuentra fortuitamente abriéndonos la dimensión de su última creación cinematográfica, antes de que Salvador se hubiese convencido de que no podría más sumergirse en la escritura mientras habitara un cuerpo que ya no flota.

“Vivir, supongo”, le responde el protagonista. Su cuerpo es el límite para la fuga creativa; sin poder rodar, escribir no tenía sentido. Habían pasado 32 años desde que produjo Sabor y la Filmoteca española decidió reestrenar la cinta.

El realizador y los protagonistas.

El filme había desatado un incuestionable éxito, pero la interpretación realizada por Alberto Crespo (Asier Etxeandia) habría provocado la ruptura entre ambos. Alberto, por su adicción a la heroína, no logró representar el personaje que Salvador había escrito.

Sin embargo, la droga aparecerá como un elemento potenciador de la fortuna de este reencuentro, surgiendo una especie de complicidad entre el actor y el cineasta que habría incidido en los sucesivos avatares montados por Almodóvar como haciendo eco de los años de la Movida madrileña.

Hablando de Almodóvar, me emplaza la duda de si lo que traigo hasta acá lo he escrito pensando en Salvador o en Pedro, o cuál ha sido el margen entre uno y otro. Las dos figuras devienen miscibles en cierta forma dentro de esta autoficción que evoca un rodaje de la propia vida de Almodóvar.

Quiero decir que tal vez la orilla entre ambos se comprenda mejor advirtiendo que la película despierta un pacto de voces. Se trata de un juego que, digo, sigue el cauce de la idea que inaugura en clave este escrito, según la cual “en los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos [los mismos]”.

En Dolor y Gloria las voces se alzan como líneas de fuerzas que efectivamente difieren entre sí, pero esto particularmente por tratarse de una autoficción, diría yo (para beber de esta orilla). Es decir, Salvador es y no es Almodóvar, junto con todos los conflictos latentes en sus distintas relaciones (no) reales y (no) ficticias.

Un aspecto bien logrado por Almodóvar es que, con todo (y necesariamente), estas fuerzas divergentes convocan a un lenguaje común mediante la elaboración, el registro y la realización de una voz que narra con el mayor arreglo posible a su biografía, pero también de al menos dos voces más, aquellas que producen lo imaginado y lo ficticio.

Las imaginadas son las que para él refieren a lo posible, a lo real en su potencia; y las ficticias son las que, recogiendo a las anteriores, él urde en función de trabajar sobre su guion y lenguaje cinematográfico, materializándolas todas juntas en imágenes ellas mismas en movimiento. Luego, pareciera llegar un momento en que este pacto, este concierto de imágenes vivas y sonoras logran su armonía. 

Podría terminar allí el punto. Pero quiero agregar que al decir esto, tomo nota de que la composición del filme te muestra, a nivel de contenido, un conflicto en el que básicamente hay un hombre contrariado por una suma de experiencias tenaces que se han acumulado en su vida, llegando a enfermar su cuerpo casi por completo.

Para poder superarlo, el protagonista irá progresivamente dialogando con ellas en compañía de algunas figuras imprescindibles para la trama, hasta sentir que se recupera a sí mismo.

En particular, me parece que la medialidad misma de las imágenes exhibe el gesto de aquella armonía buscada, de aquella unidad alcanzada al interior de Salvador y también en la trama con toda su odisea temporal.

La imagen goza de la disolución de la duda discursiva; mediante ella finalmente no se discute más acerca de quién es quién, ni tampoco se hiende la grieta entre el dolor y la gloria, porque allí se gesta la capacidad de asumir y soportar el cambio, el paso del tiempo, la diferencia, las paradojas.

Desde este punto de vista, pienso que Almodóvar logra expresar la ensambladura donde el dolor y la gloria se llegan a tocar, ya sin miedo. Y las campanadas de la Chavela celebran así la liberación de la vehemencia clausurada por la herida, la reconciliación de una temporalidad fragmentada y, sobre todo, el resurgimiento del deseo. PP

Dolor y Gloria. 2019. Director: Pedro Almodóvar. Reparto: Antonio Banderas, Axier Etxeandia, Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia, Nora Navas, Cecilia Roth. Productora: El Deseo. 108 min. España.

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