¿SERÁ ESTE EL ÚLTIMO ROBLE DEL REALISMO SOCIAL?

El viejo roble (The old oak) puede añadir poco a la fama de Ken Loach, pero no le quita un átomo a las razones por las cuales se lo ha aplaudido y criticado. Inserto en la tradición del cine social inglés, bebe de la mejor cinematografía regada con las aguas del realismo transparente, y de intérpretes que que casi borran las fronteras de la ficción.

Puede que el cine de corte ideológico sea el menos sorprendente del mundo y que el del británico Ken Loach, por eso mismo, tampoco lo sea. De hecho esta película no tiene novedades ni en el frente ni en la retaguardia, pero … de que se mueve, se mueve. Más aun: conmueve.

¿Cómo lo logra?

Toda creación se nutre de una tradición, lo que en las conservadoras Islas Británicas es ley ratificada por más de un milenio de teorías y prácticas. La historia social del reino se ha vertido en poesías, dramas, relatos, edificios y música ad hoc. Todo lo cual ha respetado los modales en uso y con ello ha asegurado el financiamiento creativo de tales actividades. Se suele culpar de tal costumbre por la escasez de genios revolucionarios nacidos y desarrollados por esas partes.

No ha habido Picassos, Dalíes o Kandinskis. Ni Gaudí, ni Strawinsky, ni Dante podrían haber sido súbditos de S. M. Británica, por la sencilla razón que el vecindario se habría encargado de informarle al aspirante a genio que su conducta era poco apropiada para la conveniencia general y las costumbres en boga. Si alguien no lo entendía, es probable que le hubieran encontrado un puesto en la cárcel de Reading, donde un ilustre huésped les habría informado sobre los peligros del exceso de originalidad, incluso en tiempos casi modernos. Muerto en 1900 Oscar Wilde, con todas sus transgresiones, no podemos decir que fuera un revolucionario. Un dandy sí.

Los británicos tienen escuelas y movimientos artísticos, los franceses también, pero los españoles y los italianos menos. Más bien tienen tendencias seguidas por avalanchas de individualidades brillantes, que son las que producen los cambios. El Renacimiento y el Barroco se conformaron así. También el surrealismo y el neorrealismo.

En cine las cosas siguieron el mismo tenor. Sus dos mayores nombres siguieron a pie juntillas las convenciones de los géneros que los nutrieron y no serían los que fueron sin la guía de la tradición popular: Chaplin y el vaudeville, Hitchcock y el policial. Talentos obedientes al Servicio de Utilidad Pública.

Una tradición propiamente cinematográfica es la del cine social británico, aunque le han buscado sus raíces en al menos un par de siglos antes. En todo caso un representante importante es, qué duda cabe, Chaplin, que le debe mucho a Dickens, el escritor favorito de la Reina Victoria.

Pero es la corriente documental la que mejor recibió el caudal de una tendencia a la observación de los colectivos populares, de sus opresiones y sufrimientos, de su folclore y de sus fatigas laborales. En los años treinta ya la GPO, oficina encargada de realizar documentales, encabezada por John Grierson (1898-1972), cumplía la función de registro de las condiciones sociales de los trabajadores durante la crisis económica. Significativo el nombre: General Post Office. A pesar de tan oficial y útil designación funcionaria, era un saludable contrapunto a las condescendencias de las elegantes vanguardias y los decadentismos a la moda, por entonces el material más exportable de la cultura del Reino Unido.

DENTRO DE LA TRADICIÓN

Pero en los años sesenta, muy revolucionarios en todas partes, incluyendo en los dominios de la Reina Isabel (digamos: Los Beatles, the angry young men y la minifalda) el free cinema se impuso mundialmente. Autores como Lindsay Anderson, Tony Richardson, Karel Reisz, John Schlesinger pusieron en pantalla a las capas más modestas de la aspiracional clase media de la Rubia Albión. A la vuelta de pocos años todos, incluyendo una camada de intensos intérpretes, se volverían estrellas de la industria y del cine bien hecho, ambientado en la más confortable clase burguesa. Pero los coletazos del realismo crítico durarían hasta la época en que la Thatcher intentó quitarle presupuestos y espacios de exhibición a todo ese cine. La respuesta, algo tardía, serían éxitos mundiales tipo Billy Elliot, que inaugurando el nuevo siglo y bajo la vestimenta de un musical recordaba que la clase baja podía aspirar a la belleza sublime del ballet, sin renunciar al encanto del cine popular… of course.  

Ken Loach (1936) se ha nutrido claramente de esta tradición y desde los comienzos de su carrera de documentalista en la BBC, nunca dudó sobre de qué lado estaría su cámara: desde lo colectivo, anónimo y subalterno. El viento que acaricia el prado, Yo Daniel Blake, Tierra y libertad, Riff raff, Agenda secreta, Ladybird ladybird y varias otras más constituyen las gemas de la corona de un prestigio que ya no se ve amenazado por eventuales desatinos, como los que se han despachado recientemente Coppola, Scorsese y Polanski.

El viejo roble (2023) puede añadir poco a su fama, pero no le quita un átomo a las razones por las cuales se lo ha aplaudido durante cuarenta años. Y se lo ha criticado también.

La acción se desarrolla con los ingredientes que exige la corrección política, es decir: inmigrantes de otra religión, protagonista mujer, joven y cuya acción desafiante es la de tomar fotografías y hacerse validar por ello. En contrapunto un hombre mayor, triste y semi derrotado, que ha sido un enérgico minero en un pueblo que está siendo abandonado, como casi todos los pueblos carboníferos del mundo. Dueño de un pub, que demasiado simbólicamente lleva el nombre de la película y que enfrenta al odioso troglodita de turno, etcétera, etcétera. No hay dónde perderse: este es un melodrama político, al mejor estilo y tradición de un cineasta que trabaja para un público progresista, ya convencido de la validez de sus ideas, nítidamente opuesto a los del conservador, que puede decir para sus adentros: “Qué pobres que son los pobres” o “Ay, estos inmigrantes”, o en el peor de los casos, se preguntan sobre las razones por las que deben ser admitidos tan cerca de donde habita “la gente”. Metáforas obvias y simpatías ídem, como la letra caída del letrero del pub, los conflictos y discusiones esperables dentro del rango realista en que se mueve un relato que pareciera responder a la perfecta definición de un ejemplo estadístico.

Pero las emociones… mueven de todos modos, a todos.

Y es que la autenticidad de personajes, ambientes y acciones es de tal envergadura, que ni con espátula uno podría borrarse de la memoria los pequeños gestos, la palpitación doméstica, la contención mutua con que las culturas buscan puentes para acceder al otro. Humanismo que pertenece a la mejor tradición de la cultura europea y a la del mejor cine regado con esas aguas: realismo transparente, montaje funcional, fotografía al servicio de la historia e intérpretes que casi borran las fronteras de la ficción. El resultado no cambiará al mundo, pero quizás, solo quizás, hará palpitar en sincronía con los desafíos del presente y entender que todos somos mejores cuando la “otredad” nos golpea la puerta… y la abrimos… PP

El viejo roble. Dirección: Ken Loach. Guion: Paul Laverty. Elenco: Dave Turner, Ebla Mari. Dirección de fotografía: Robbie Ryan. Montaje: Jonathan Morris. Producción: Rebecca O’Brien. Casas productoras: Sixteen Films y Why Not Productions. Drama social. Duración: 113 min. Reino Unido-Francia, 2023.

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