Por razones que permanecen en el más poético de los misterios, la vocación al sufrimiento tiene su nido en ciertas regiones del Cáucaso, en las estepas rusas, en las cercanías del Mar Negro. Del cruce de muchos pueblos, nómadas y sedentarios, orientales y occidentales, bíblicos y musulmanes. De todos ellos surgió Sergei Paradjanov uno de los cineastas más originales y sufridos de la historia del cine.
Cinco cruces tiene la bandera de Georgia, uno de esos países que nunca estuvo de acuerdo en estar de acuerdo en algo. Su historia es violenta y larga, por lo que la interrupción de hostilidades durante el régimen soviético sólo sirvió para limpiar las armas y afilar los cuchillos para el próximo capítulo. Desgraciadamente, una tradición así no es fácilmente desechable.
La antigua Cólquide (de la que sabemos por ser el reino de Medea, la maga enamorada de Jasón, el primero de los héroes griegos y que llegó por allá buscando el famoso Vellocino de Oro) fue, después de todas las invasiones posibles, el reino de Georgia, desde siempre lugar de tránsito para el movido vecindario caucásico.
En 1923, cuando terminó el genocidio del pueblo armenio a manos del ya decaído Imperio Otomano, Tiflis, ciudad capital de Georgia, recibió una gran cantidad de refugiados del vecino y desdichado país. De una pareja de esos refugiados nació al año siguiente Sarkis Pardzhanian quien, luego y un nombre parecido pero no igual, se convertiría en uno de los cineastas más originales que ha dado la ya centenaria historia del cine.
Hijo de artistas y anticuarios, con dominio de varias lenguas, sensibilidad estética y herencia de valores religiosos puestos a prueba por siglos, el joven Sarkis tuvo algunas dudas vocacionales y transitó por varias disciplinas, como la danza, la coreografía, la pintura, el canto lírico y la música. Pero cuando le tocó inscribirse en la universidad lo hizo en Ingeniería Ferroviaria.
Claro que dichos estudios no calmaron sus inquietudes estéticas, a pesar de lo imprudente que podía ser tener talento creativo en años de drásticos cambios bajo el régimen soviético, cuyos intentos por imponerse todavía costarían algunos millones de víctimas humanas más.
Su padre tenía una tienda de antigüedades a la que llegaba una cantidad de objetos suntuarios declarados inútiles por los tiempos revolucionarios. Hermosos muebles, abanicos, tocados exóticos, lámparas orientales, trajes de noche, jarrones, cuadritos, imágenes religiosas constituían la escenografía de la tienda paterna. Junto a eso estaban las historias de sus dueños y de los amigos que iban a la tienda a contar, a su vez, memorias orales de varias culturas que se cruzaban en aquella ciudad con tantos teatros como templos. Principalmente armenios y turcos habían dado carácter a esa urbe modesta, cosmopolita, antigua capital de un reino y dominada por los rusos desde el siglo XIX… y desde entonces detestados casi sin disimulos por toda la población. Debieron mitigar bastante ese odio durante la década del treinta, cuando el Kremlin pasó a ser ocupado por el georgiano Josif Stalin.
UN NUEVO NOMBRE
El régimen indujo a una uniformidad de naciones y tradiciones bajo la autoridad de un orden planificado, que no tragaba bien la originalidad, la individualidad y la personalidad, todo lo cual contribuyó a que Sarkis pasara a ser Sergei y su apellido se tradujera en Paradjanov.
Cuando acabó la llamada Gran Guerra Patria, es decir la Segunda Mundial, asumido el hecho que lo suyo era la representación y no la ingeniería, estudió cine en el prestigioso Instituto de Cine de Moscú donde fue alumno del maestro ucraniano Alexander Dovzhenko (1894-1956). En aquellos años fue acusado de homosexual, lo que era un delito grave y con pena de cárcel, a la que fue condenado para ser luego amnistiado.

Paradjanov se casó entonces con una musulmana, que se hizo ortodoxa, como su esposo, lo que a la larga resultaría fatal. Siguiendo las costumbres atávicas de pueblos poco dados a la dialéctica, la parentela de su esposa no aceptó el matrimonio y lograron terminarlo en forma drástica: la asesinaron por apóstata. El episodio volvería a aparecer bajo varios disfraces a lo largo de su obra futura.
Apenas graduado fue destinado a realizaciones institucionales en Ucrania, lo que era práctica habitual en la época. Así los nuevos profesionales se veían obligados a conocer otras naciones del imperio y se evitaba que quedaran demasiado identificados con la propia patria de origen. En Ucrania Paradjanov estuvo largos años. Ahí filmó varios documentales sometidos a las exigencias utilitarias de la época.
En 1958 se inició en los largometrajes con El primer muchacho, donde todo es socialista y alegre. La ambientación campesina del relato debía ensalzar las virtudes infinitas de la colectivización, pero él se permitió dos o tres salidas de tono hacia la abierta parodia. En una escena las campesinas jóvenes limpian con paños blancos las flores de un campo de girasoles y una fila de tractores avanza al compás de El lago de los cisnes. También los personajes pasan de improviso a cantar como en una ópera y luego sigue la acción realista. Señales tempranas de un temperamento al que la prudencia parecía sofocar.
Logró realizar después un melodrama musical romántico de cierto presupuesto, Rapsodia ucraniana (1961) donde, pese a estar obligado por un guión convencional bien cocinado en las oficinas ideológicas del régimen, se las arregló para desarrollar algunas ideas visuales, coreográficas y musicales innovadoras, que han logrado sobrevivir al veredicto del tiempo. Se nota en todo momento una tendencia lírica, que a ratos cae en el decorativismo más ramplón pero que, al momento siguiente, se eleva a inspiración auténtica. Trata de los amores contrariados de una joven y talentosa soprano con un honradísimo campesino durante la Segunda Guerra, y en él los enemigos son muestrario de todo lo abominable, mientras los ucranianos son siempre sufrientes y desdichados. Todo envuelto (bien) en una selección musical de primera.
Dado el cierto éxito de público de la película, le encargaron una burda obra de propaganda antirreligiosa, La flor sobre la piedra (1962), que lo avergonzaría hasta el fin de sus días, pero que le fue impuesta para contrarrestar a todos esos personajes que se persignaban y le cantaban a Dios en su película anterior. Estratégicamente, le permitió obtener mayor libertad para su siguiente obra –Sombras de los ancestros olvidados– que dividiría en dos la historia del cine ucraniano y que obtuvo la singularidad que la caracteriza gracias a la influencia de otra obra soviética y rupturista de aquellos años: La infancia de Iván de Andrei Tarkowski, del que luego se haría amigo.
La caída de Nikita Kruschev en 1964 (sucesor de Stalin y liberador de muchas de las trabas impuestas por el realismo socialista) y la asunción de Leonid Brézhnev no significaron un proceso de liberación mayor, sino que el regreso a formas de fosilización que no prometían nada bueno para la creatividad.

En ese panorama, Paradjanov estrenó Sombras… en 1965, un salto al lirismo poético más inspirado y una arriesgada operación de refinamiento estético, en el queni rastros quedaban del realismo socialista oficial, esa suerte de momificación que ignoró siempre todo lo referido a la natural evolución de los procesos culturales. Por cierto, el resultado tenía que ser polémico, admirable y tremendamente subversivo. La película narraba los amores contrariados entre el campesino Iván y la bella Marishka, hijos de familias que se odian, una rica y la otra pobre. Hasta ahí todo muy bien para los censores, pero las diferencias económicas no venían denunciadas, ni tenían incidencia en el triste desenlace, cuyos desnudos, belleza plástica y raíces folclóricas hicieron delirar a los cineastas ucranianos, que vieron en Paradjanov a un nuevo Dovzhenko, su profesor y el más grande cineasta del país y uno de los mayores del cine soviético.
La crítica internacional pudo apreciar el filme como señal de una nueva corriente aperturista, especialmente por el uso expresivo de los movimientos de cámara, que alcanzaban momentos de audacia aérea desconocidas hasta entonces, cuando la invención del dron estaba aún muy lejana. Si a eso sumamos refinamiento fotográfico, un permanente uso de cantos folclóricos y ritos religiosos y un sentido de la composición plástica capaz de admitir su comparación con Eisenstein, se puede imaginar el impacto de la película, que ganó dieciséis premios internacionales, pero que cuidadosamente evitaron exhibir en los grandes festivales.
Transformado en una figura destacada y referencial, rápidamente pasó también a ser incómodo y conflictivo. Cuando fue invitado a Montevideo le negaron la salida, y no pudo viajar fuera de su país hasta dos décadas después, cuando ya le quedaba poca vida por delante. Finalmente, los cineastas amaestrados por el régimen lograron expulsarlo de Ucrania durante la elaboración de Los frescos de Kiev, que quedó inconclusa y de la que se han podido recuperar sólo quince minutos.
Pero el zamarreo no fue suficiente y de vuelta en Georgia insistió en la idea imposible de ser libre y cáustico. Sus frecuentes ironías hacia el aparato estatal, su amistad con Tarkowski y el común interés por el tema religioso comenzaron a generar un peligroso vacío a su alrededor. No lo resolvió su siguiente película.
UN NUEVO CINE

El color de la granada (1969) fue definida, ya entonces, como la obra más original de todo el cine y todavía cuesta discutir esa aseveración. Narra la historia de Sayat-Nova (1712-1795), poeta de la corte de Georgia que tuvo la mala ocurrencia de enamorarse de la hija del rey, lo que obviamente no estaba permitido; fue expulsado y se encerró en un convento por el resto de su larga vida. Pero de esa romántica historia (que hoy parece casi una profecía auto-cumplida) hay bastante poco en la película, íntegramente compuesta por cuadros vivientes, a veces muy desconcertantes, pero siempre de notable intensidad visual y exquisito sentido compositivo, como también en lo acústico.
La constante maravilla plástica, proveniente de la vocación pictórica de Paradjanov, se apoyaba en el imaginario tradicional popular del país. Iglesias, fachadas, piedras, texturas, alfombras, pavos reales asomados en ventanas medievales, corderos dentro de una iglesia, libros puestos a secar en techumbres, encajes, monjes en oración. Para el cineasta lo importante estaba en el estado anímico del poeta y en su mundo espiritual, en su contexto estético, no en las anécdotas de su biografía.
Como era de esperarse, nadie entendió nada y la película fue intervenida y remontada. Tampoco tuvo éxito en su estreno, cuatro años después de ser filmada. La censura estatal no supo cómo actuar sobre una película tan sensual y deslumbrante para los sentidos. No se lograron poner de acuerdo en lo que molestaba de ella, pero les confirmó la idea de que Paradjanov no era confiable.
Aunque casado nuevamente, no evitó que volviera a ser acusado de prácticas homosexuales, violación y tráfico ilícito de antigüedades. La razón verdadera era su carácter impredecible y dotado de un humor cáustico, principalmente dedicado a los burócratas que soviéticamente se encargaron de llevarlo a la justicia injusta, la única posible en los regímenes totalitarios de todos los tiempos.
Mientras Occidente en los sesenta vivía sus ilusiones de liberación, la URSS iba en el sentido contrario. Paradjanov fue condenado a cinco años de trabajos forzados. Una pesadilla que antes vivieron Dostoiewski y Solzhenitzin. Cuando cuatro años después, Breshnev le otorgó el perdón, solicitado por un coro de prestigiosos nombres occidentales (Fellini, Antonioni, Ives Saint Laurent, Buñuel, Susan Sontag, entre otros) a Paradjanov no lo encontraban en ninguna parte. Lo liberaron en un estado lamentable, pero no lo dejaron filmar y tuvo muchas dificultades para mantenerse económicamente. De esa época provienen sus collages que hoy forman parte del museo a su nombre que existe en Erevan, capital de Armenia. Escribió 17 guiones que fueron destruidos antes de ser detenido nuevamente en 1982, por las mismas razones de antes.

Esta vez el escándalo internacional fue mayúsculo. Nuevamente nombres prestigiosos le escribieron a Breshnev, bajo los cuales, mucho más abajo, estaban también los de otros, anónimos, como el de quien escribe. Dada la necesidad de otorgarse una mejor imagen internacional, lo liberaron a los ocho meses. El cambio de régimen y la llegada de Gorbachov al poder, le permitió volver a filmar, después de quince años de prohibiciones y aislamiento.
ÚLTIMAS OBRAS Si bien es una película más narrativa, La leyenda de la fortaleza de Suram (1984) mantiene el corte legendario y poético de las obras anteriores, sin que el deslumbramiento por la belleza de objetos y ambientes se haya apagado. De modo significativo, cuenta la historia de un sacrificio individual para lograr construir una fortaleza que protegerá a todo el pueblo georgiano: requiere que un joven valiente sea enterrado vivo entre los muros de la construcción. Nuevamente la estilización poética, mezcla de memoria popular y abstracción, seduce por su riqueza compositiva y belleza plástica. Está dividida en capítulos casi completamente independientes, como en los relatos orales medievales, lo que da un tono poético, y a la vez distanciado, que sirve de perfecta ilustración de la cultura de una época, en que conviven el Cristianismo con el Islam, el mundo natural con la tradición.

A ratos el estilo visual puede ahogar la emoción y se asoma un esteticismo que puede llegar a ser un fin en sí mismo. La cuidada composición pictórica obliga a una actuación hierática que no evita la citación de la plástica persa, del folclore y del cercano Oriente. Hacia el final, la secuencia del sacrificio recupera la belleza emocionante de un rito religioso, con mucho de iconografía cristiana y de ritualidad oriental.
Se estrenó en toda Europa y también en EEUU, gracias a lo cual su nombre, que había sido borrado de los libros de historia del cine soviético, volvió a entrar en circulación, recibió premios, pudo viajar y la URSS de Gorbachov buscó, a través de él, darse una fama de una tolerancia inédita entre los países comunistas, pese de los contemporáneos exilios de Tarkowski (que falleció en Suecia en 1986), Rostropovich, Sakharov y Solzhenitzin.
Ashik Kerib (1988) sería otra historia cercana a la fábula popular. Un trovador persigue todos los modos de obtener el dinero para casarse con su amada, y lo logra. Buscando jugar con el lenguaje y con la idea manifiesta de la representación, Paradjanov utilizó toda su imaginería para este retablo popular del Cáucaso, dedicado a la memoria del fallecido amigo Tarkowski. Se nota aquí un leve cambio en el uso del lenguaje y en el tono del relato, a pesar de que los recursos expresivos sean los propios de su estilo: cuidada composición plástica, estilización, ausencia de diálogos (una voz va dando los textos de los personajes, al parecer para explicar la acción, como en el teatro popular) y la inclusión de abundantes elementos decorativos, algunos de los cuales son también alusión metafórica, como las palomas blancas o grises, los instrumentos musicales, las granadas, etcétera.

En otros casos, las permanentes naturalezas muertas (pinturas de época, platos, copas, objetos decorativos) resultan algo retóricas en intentar complementar una atmósfera ya muy definida. La cámara se mueve siguiendo algunos momentos de la acción, lo que no sucedía en las películas anteriores (las que siguieron a Rapsodia ucraniana) casi siempre filmadas en cámara fija. ¿Sería este un signo de la nueva libertad que parecía afirmarse en los hechos? Paradjanov ya llevaba para entonces seis años de libertad y tenía razones para ver el futuro con mayor optimismo. Fácil es reconocer en el trovador y sus desdichas de amor una metáfora de la propia existencia, hecha de persecuciones por causa de su cultivo de la belleza y en la que el único consuelo es su vinculación con las propias raíces culturales y espirituales. Finalmente triunfa el amor y la alegría vuelve a la vida del trovador, en medio de danzas y ritos tradicionales. El último plano es una cámara de cine sobre la que se posa una paloma blanca que le ha lanzado el poeta.
Pero como la desgracia encuentra siempre formas para perpetuarse, las consecuencias de la prisión se hicieron presentes en sus pulmones y el cineasta falleció de cáncer en julio de 1990. Paradjanov es visto hoy como un auténtico héroe nacional en su tierra, un mártir de la ocupación soviética y un poeta nacional que debió sufrir unas absurdas y atroces persecuciones en nombre de una ideología abstracta que nunca solucionó los problemas que pretendía superar, tal vez porque nunca supo observar la cultura sobre la que actuaba. Justamente lo que Paradjanov siempre hizo, como hacen los poetas. PP
Crédito foto portada: Sergei Parajanov en 1984. Foto tomada de www.vertigocine.com