Debido a cómo ha evolucionado el llamado Séptimo Arte en las últimas décadas, y también a los muchos años que llevamos amando y disfrutando del buen cine, para alguien como yo la oferta actual abunda en demasiadas películas que da lo mismo ver o no ver. Creo que igual les ocurre a bastantes cinéfilos coetáneos. Eso no sucede con El brutalista, que empezó llamando la atención del gran público tras ganar el León de Plata al Mejor Director en Venecia el año pasado donde recibió una ovación de 15 minutos; luego el American Film Institute la designó como una de las diez mejores cintas de la temporada; y más tarde tuvo siete nominaciones a los Globo de Oro y diez a los Oscar. En este último caso, fue el segundo título con mayor número de candidaturas, aunque solo obtuvo tres estatuillas, la más notoria a su actor protagónico, Adrien Brody.
Al contrario de tantos otros, El brutalista es un filme de veras impresionante y que, fuera de toda discusión, debe ser visto. Primero, por sus méritos, que son mayores y variados pese a que las musas no siempre están de su lado; segundo, porque es una pieza rara y tremendamente ambiciosa, a ratos excesivamente ambiciosa por qué no, de esas que no aparecían hace muchísimo rato.
Bella de ver, intensa y atrapante buena parte del tiempo, de enorme complejidad también, sobre todo descolla por proponer un extenso y grandioso relato novelesco que cubre casi cuatro décadas en la vida de sus personajes a lo largo de tres tiempos, entre 1947 y 1980, con un par de locaciones en Europa y diálogos en cinco idiomas (inglés, húngaro, italiano, hebreo y yiddish). Su proyección, que se toma parsimoniosos 215 minutos totales y consta de obertura, prólogo, dos capítulos y un epílogo, es como un viaje en transatlántico. Algo que nadie osaba intentar desde hace al menos 30 años. Por su largo metraje la exhibición dispone -y exige- un intermedio entre ambas partes como respiro para el público; otro factor ausente hace medio siglo o más por ser considerado totalmente anticomercial. Hasta ahora no se sabe de alguien que haya reclamado por la pausa, oportuna y necesaria (claro, los espectadores hoy se han habituado a las maratones seriales, pero otra cosa es fuera de casa).
La pulida y variada puesta en escena con su impecable ambientación de época, su elenco de estrellas y su acabada factura técnica, dan al filme el innegable aspecto de una superproducción. Pero ¡sorpresa!: aunque reunió capitales de tres países (EE.UU., Reino Unido y Hungría), es un proyecto independiente. Más aún, su presupuesto no superó los diez millones de dólares totales, una suma ridícula a juzgar por lo que se ve en pantalla -incluyendo filmaciones en Budapest e Italia- y una bagatela en términos de la industria cinematográfica. Y para seguir con la boca abierta: el rodaje entero se llevó a cabo en apenas 34 días, lo que debió ser un plan de trabajo apretado y agotador, quizás con más de un equipo en funciones. Lejos una proeza en que cada partícipe dio lo mejor de sus capacidades y compromiso. En suma, una espléndida empresa que sacó máximos réditos de sus recursos escasos, y un verdadero prodigio creativo.
El líder de todo esto es Brady Corbet, nacido en Arizona, hijo de una madre soltera que le dio lejanos ancestros judíos (aunque estudió en colegio católico) y de actuales 36 años. Conocido a nivel estadounidense desde que empezó a los 11 como niño actor y luego desarrolló una activa carrera en cine, sitcoms y series de TV. Su rumbo derivó al guionismo y luego a la realización, tras conocer en el set a la actriz y directora de origen noruego Mona Fastvold, hoy su esposa. Con ella como coguionista su opera prima en la dirección fue el drama sicológico La juventud de un líder (libremente inspirado en un relato de Jean Paul Sartre), que debutó en la sección Horizontes del Festival de Venecia en 2013, y luego en 2018 hizo el drama musical Vox Lux sobre un chico que protagoniza un tiroteo en su escuela. Ambas tuvieron tibia acogida y no lograron distribución importante fuera de EE.UU., y aun siendo menores ganaron cierto prestigio de culto.
En las escasas entrevistas aceptadas por Corbet como realizador, ha declarado que para él el cine “ya no piensa en grande”, que lo considera como un ejercicio ‘de rebeldía’ y que en sus películas no teme ir contra la corriente y parecer contradictorio, porque el público se siente convocado cuando desde la pantalla se le ofrece algo diferente y nuevo. Eso explica desde luego que le atraiga correr riesgos. Como la decisión de filmar El brutalista en Vista Vision, un formato de pantalla ancha surgido en la década de los 50 y que a los pocos años cayó en desuso, desplazado por el Cinemascope, pues le pareció la mejor forma de captar el espíritu de la época a retratar.
MUCHAS FORTALEZAS, ALGÚN ERROR GRAVE
Con guion otra vez coescrito por su pareja, el Opus 3 de Corbet es una desbordante saga en tono de drama épico e histórico, que expone la lucha de un inspirado arquitecto judío-húngaro formado en la Bauhaus, quien tuvo una carrera destacada en Budapest, y que a poco de terminar la Segunda Guerra Mundial llega como muchos a Nueva York de refugiado tras salvarse del Holocausto, trata a duras penas de rehacer su vida y establecerse. Le acoge un primo que le da alojamiento y trabajo en su mueblería, pero luego se pelea con él. Tras incontables pellejerías se cruza con un arrogante magnate que le da la oportunidad de recomponer su estatus profesional, encargándole un proyecto a la altura de su talento.

En principio, el filme se propone como una aventura en el marco de la sobrevivencia de la Shoah y del sueño americano, acerca de los renuncios, sacrificios y humillaciones que los inmigrantes —los judíos entre ellos— deben aceptar para ganarse un espacio. A la cual se agrega el retrato de una galería de personajes dolidos y sumamente imperfectos, la confrontación entre Estados Unidos y Europa, entre poder económico y creación artística, y entre explotadores y explotados. Amén de una virulenta crítica a la discriminación y el antisemitismo, al capitalismo y a EE.UU. definido como un país podrido.
Hay más en esta cinta que —luego de unos créditos iniciales ridículamente humildes— se presenta a sí misma como una pieza compleja de arte mayor y además, sobre arquitectura; es decir, destinada a un espectador culto. ¿Por qué su título? Porque el rol eje adhiere al estilo arquitectónico del brutalismo, surgido en la posguerra promoviendo edificaciones de líneas sencillas y funcionales, con sus materiales a la vista y pensadas con sentido social: la belleza al alcance de todos. La película da la impresión de ser la historia de un personaje real, pero es ficticio, aunque alude a un par de profesionales auténticos. El protagonista se llama László Tóth, y ya que a Corbet le encantan las sugerencias recónditas y los indicios ambivalentes, no se trata de un nombre cualquiera: igual se llamaba el geólogo australiano que, en 1972, agarró a martillazos a La Pietá de Miguel Ángel. Sin contar con que Toth era en el Antiguo Egipto el dios de la escritura jeroglífica, de las artes y la muerte. De todo ello se deduce otra lectura posible del filme: crear implica destruir, más aun el artista lleva en sí mismo el germen de la destrucción, incluida la propia.
No hemos dicho todavía que otros motivos recurrentes del relato son el abuso de drogas y la cuestión homosexual. Y que comprende tres escenas que ilustran con deliberado ánimo chocante prácticas sexuales torcidas y perversas, la última el clímax de la narración en que el mecenas envidioso de la sensibilidad y talento que nunca logrará poseer, se desquita del artista degradándolo, brutalizando al brutalista.
Cada notable factor artístico o técnico da brillo al total. Empezando por el soberbio desempeño general del elenco que le brinda humanidad y profunda emoción a sus personajes. Brody vuelve a estar notable en un rol que es una variación más elaborada del otro artista sobreviviente de la Shoah que encarnó en El pianista (por el cual recibió su primer Oscar en 2002). La fotografía, el diseño de la producción, la minuciosa banda de sonido ambiental, la partitura musical que enriquece las atmósferas y ritmos son otros de los muchos componentes de excelencia que hacen que el filme sea digno de ser visto con atención y entusiasmo. Una combinación de aciertos que hace pensar que más que una obra de autor, es un logrado filme de producción.

Disculpemos la obertura y prólogo que podrían no estar y no pasaría nada; y que la imagen invertida de la Estatua de la Libertad en los minutos iniciales, resulta de una obviedad insultante. Hecho esto, la primera parte con su aire solemne y retro apegado al clasicismo cinematográfico, es la que se sigue con magnético placer. La segunda, centrada en la reunión de László con su esposa rescatada del campo de concentración de Dachau y la realización del encargo arquitectónico, adopta un tono más onírico o de irrealidad, y se acentúan pequeñas fallas que ya se asomaron en el tramo anterior. Por ejemplo, la tendencia a estirar deliberadamente algunas escenas con planos estáticos, detalles y giros inconducentes que dan la sensación de alargamientos forzados; la confirmación de que no pocos roles secundarios son francamente endebles o injustificados (el amigo negro del arquitecto y su sobrina, entre otros); y una cierta voluntad de recargar las tintas perjudicando la credibilidad de los hechos. A saber, la turbia escena climática, o el proyecto arquitectónico dudosamente brutalista (un edificio opuesto a toda simplicidad, que es a la vez centro comunitario, biblioteca, gimnasio e iglesia, con mármol de Carrara como uno de sus materiales).
El epílogo, que ilustra la apertura de una retrospectiva en homenaje al visionario arquitecto -ya viejo y postrado en silla de ruedas- en la primera Bienal de Arquitectura de Venecia en 1980, culmina su discurso inaugural con una intrigante frase para el bronce con que el filme se torpedea involuntariamente a sí mismo: ‘el viaje no importa tanto, sí su destino final’. Es justo eso lo que perjudica la impresión definitiva. La propuesta sugiere tantas posibilidades de interpretación que termina por eludir una opción específica, en tanto abre una seria interrogante: ¿para qué vimos lo que vimos? ¿qué sentido tuvo la experiencia? Y el arte no es concebible sin un sentido que articule el discurso de la obra. Así que uno, en justicia, puede sospechar que la extensa jornada huele bastante a pretenciosidad: quiere pasar por Gran Cine, pero alcanza apenas su apariencia. Solo intenta ser tal. PP.
El brutalista. Dirección: Brady Corbet. Guión: Brady Corbet y Mona Fastvold. Elenco: Adrien Brody, Guy Pearce, Felicity Jones, Alessandro Nivola, Joe Alwyn. Producción: Mona Fastvold entre otros cuatro. Fotografía: Lol Crawley. Montaje: David Jancsó. Música: Daniel Blumberg. Ficción. Drama épico. 215 minutos. Casa productora: Focus Features y otros. Estados Unidos, Reino Unido, Hungría. 2024.