1976: TERROR Y TACTO

El debut en la dirección de Manuela Martelli ofrece un interesante acercamiento a la dictadura militar, desde la perspectiva de una mujer de clase alta que se ve envuelta en una intriga de clandestinidad. Con una gran actuación de Aline Kuppenheim en el papel protagónico, 1976 propone una mirada inquietante sobre el terrorismo de Estado a partir de la elocuencia del fuera de campo y el plano detalle.

Tráiler de 1976.

A inicios de la década pasada, en Chile se comenzó a discutir crítica, editorial y académicamente sobre las transformaciones que se observaban en el cine local desde el cambio de siglo. La aparición de un conjunto de obras y realizadores daban cuenta de un giro hacia lo íntimo, hacia lo digital, donde primaban espacios cerrados y conflictos menores.

Del conjunto de conceptos con los que se problematizó esta producción, Pablo Corro propuso en su libro Retóricas del cine chileno: ensayos con el realismo (2012) la noción de poéticas débiles, para describir esa preferencia por narrar historias vagas e imprecisas, a “las acciones de baja intensidad, al interés por los segundos planos (…) al gusto del fuera de campo como margen deliberado para la intervención imaginaria del espectador” (217).

Una década después de la publicación del libro, me interesa traer a colación estas ideas para analizar la cinta 1976, debut en la dirección de Manuela Martelli, y cómo se actualiza este trabajo con lo débil a la hora de proponer un relato sobre la dictadura militar, la complicidad de los civiles y el terrorismo de estado.

Es invierno en el litoral central. Carmen (Aline Kuppenheim) supervisa los trabajos de remodelación de la casa de vacaciones de su familia, con las intermitentes visitas de su esposo, hijos y nietos. Exenfermera de la Cruz Roja y con una serie de ambiciones truncadas por la vida de clase alta, Carmen ayuda también al padre Sánchez (Hugo Medina) con labores menores en la parroquia.

Esto cambia cuando el sacerdote le pide ayuda para curar a un ladrón que, le dice, robó por hambre y no quiere entregar a la policía. Rápidamente nos enteramos de que este joven con una herida de bala en la pierna no se trata de un delincuente común, sino que es un disidente político al que hay que esconder, ante la amenaza latente y siempre vigilante del régimen dictatorial.

El vínculo entre los dos se va reforzando, en la medida que Carmen parece comprender las convicciones de Elías, el joven militante (Nicolás Sepúlveda), y decide ayudarlo a escapar, internándose en la actividad clandestina, acercándose peligrosamente a un mundo que no conoce. 

Resulta interesante revisar esta propuesta bajo el prisma de las poéticas débiles planteadas por Corro. Siguiendo al filósofo Gianni Vattimo, no se trata de que la obra pierda fuerza o intensidad. Lo que se debilita es el esquema clásico de acción-reacción, dando paso a otro tipo de exploraciones narrativas y formales.

El ingreso que propone Martelli al retrato de la dictadura sigue estos caminos, pero, a diferencia de muchas obras de inicios de milenio, absorbiendo la tensión y violencia de un afuera ominoso. Se trata de un relato que trabaja desde el conflicto entre la intimidad de una familia que parece no verse muy afectada por los acontecimientos políticos que sacuden al país, y la presencia constante de esa crueldad institucional, aunque en este caso, invisible. Todo está contenido, desde las rencillas familiares hasta las persecuciones y allanamientos.

De esta manera, la violencia política se percibe a retazos, en acciones distantes, comentarios al paso de los maestros que trabajan arreglando la casa. Mientras Carmen se va adentrando más y más en la maniobra subversiva, la violencia se siente más próxima, se esboza en los márgenes del cuadro o a la distancia y desenfocada, nunca gana centralidad, menos protagonismo.

Esta estrategia recuerda una de las máximas del cine de terror, aquella donde lo que infunde el miedo –sea un monstruo, una posesión demoniaca o un asesino serial– se mantiene oculto. Los agentes de la dictadura están presentes, escuchando, pero no los vemos prácticamente nunca. La banda sonora y la fotografía apoyan esta premisa terrorífica, instalando una atmósfera enrarecida, plagada de sombras y una música inquietante.

Otro aspecto en el que entra en juego este acercamiento débil tiene que ver con el encuadre, los objetos y lo táctil. Alejada de las premisas épicas que gobiernan cierto cine político de carácter grandilocuente, la propuesta aquí obtiene rendimientos desde el plano detalle.

Fotograma de la película.

Si bien la utilería y la ambientación son recurrentes en la reconstrucción de época, pues aportan una densidad material a la imagen, en 1976 los objetos sobrepasan esa función. La pintura que se mezcla, un zapato tirado en la calle, una palangana ensangrentada. Texturas que apoyan la construcción atmosférica descrita arriba.

Lo mismo ocurre con las manos que manipulan estas cosas y que entran en contacto con otros cuerpos. El tacto se vuelve relevante en especial en el cuidado de Carmen a Elías y cómo su cercanía física va evidenciando la complicidad que ambos empiezan a construir.

Al comienzo mencionaba que Carmen parece comprender la situación de Elías y decide ayudarlo. Lo cierto es que sus motivos no quedan del todo claros. Su posición política no se explicita, tampoco qué opina de los subversivos ni de la instalación del régimen dictatorial.

Solo una breve discusión entre el hijo y el yerno de la protagonista permite atisbar una parcelada insatisfacción para con el contexto, pero este altercado es ahogado de inmediato, sin volver a aparecer. Por todo lo que rodea a la familia podemos concluir que el nuevo orden les satisface, lo que oscurece la trayectoria de Carmen, el camino que decide tomar, involucrándose en un riesgoso entramado de planificación clandestina.

Este no puede explicarse de un modo unívoco. Todavía bajo la cifra de los relatos imprecisos, queda la pregunta abierta acerca de si sus acciones son causa de una conciencia social (amarrada a valores religiosos), un deseo de vivir otra vida distinta a la que dicta su familia y su clase, o un súbito convencimiento de revolución y resistencia. 

Es quizás un poco de todo, lo que termina complejizando al personaje, gracias, además, a una muy sólida interpretación de Kuppenheim.

El vínculo que entabla Carmen con Elías rememora una iconografía cristiana, vinculada al cuidado del cuerpo mancillado de un hombre por expertas manos que saben sanar. Su pelo largo y oscuro y la palidez de su piel recuerdan a representaciones clásicas de Jesús, abatido, medio muerto. 

De aquí se desprende el momento en el que el fuera de campo lastima la propuesta. La progresión dramática deja oculto cómo va construyéndose la complicidad entre Carmen y Elías, no sabemos qué ve ella en él para actuar como actúa.

A pesar de que la ambigüedad resulta propositiva, en este punto se extraña un desarrollo de personaje un poco más detallado, que nos permita comprender de dónde nace este cambio radical –ella misma declara que, si de entrada hubiera sabido quién era el joven herido, no habría ayudado.

A pesar de esto, la cinta resulta un acercamiento actual y necesario a la nunca agotada temática de las violaciones a los derechos humanos y el terrorismo de Estado. El parangón con la película Argentina, 1985 es inevitable, ya desde sus títulos, ya desde sus propuestas narrativas y estéticas. 

A este lado de la cordillera se han escuchado reclamos por la ausencia de obras como esta en nuestro medio y, con ello, también la ausencia de acción judicial para con los criminales de lesa humanidad.

Esto puede ser un debate interminable, pero resulta de todos modos interesante percibir las diferentes escalas. En Argentina, 1985 se aborda el problema desde un enfoque nacional y público. Acá, Martelli opta por una mirada a lo privado y las tonalidades desde las que opera allí la violencia.

No es necesario que compitan, cada una responde a contextos y factores particulares, tales como la trayectoria de cada una de las cinematografías nacionales, sus condiciones de financiamiento, sus respectivas relaciones con el público y lo público en términos generales, entre otras. No debemos ver 1976 como “nuestra” Argentina, 1985, ya que una perspectiva así siempre nos dejará en deuda y no es responsabilidad de una cinta en particular. 1976 es consecuente con su propuesta, esto siempre será un paso adelante para el cine nacional. PP

1976 (2022). Drama. Dirección: Manuela Martelli. Reparto: Aline Kuppenheim, Nicolás Sepúlveda, Hugo Medina. Producción: Cinestación-Magma cine-Wood producciones. Chile y Argentina. 95 minutos.

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