LA PANTALLA COMO ESPEJO

Que la realidad termine imitando la ficción (que, después de todo, es una forma creativa de la realidad) no es nada nuevo. Pero eso no evita sorprendernos con el preocupante parecido que una de las más famosas películas de Frank Capra tiene con hechos recientes.

Tráiler de Caballero sin espada.

Caballero sin espada (1939) aparece a primera vista como una película calculada y predecible, hecha para las circunstancias y deudora del gobierno de Roosevelt. Se la puede acusar de nacionalismo barato, de utilizar niños para santificar a un provinciano tontorrón y de cerrar el relato con un giro menos que probable. Todo eso es cierto.

Y, sin embargo, se mueve.

Es que Capra (1897-1991) sabía de fábulas y no precisamente por libro. Provenía del campesinado siciliano y pasaría su vida en Estados Unidos contando historias reales o inventadas, o más bien realmente inventadas, como ésta, que se parece tanto a tanta cosa. 

El tópico del provinciano deslumbrado por la capital se repite en su cine, quizás para recordar su propia historia de inmigrante. El ingenuo Jefferson Smith (James Stewart) es designado senador en reemplazo de uno fallecido sorpresivamente, y parte desde la profunda provincia a la capital para asumir su nuevo cargo lleno de ingenuas ilusiones de beneficio social. Pero ignora que su protector cree poderlo manejar a su propio beneficio. Rápidamente se demostrará que no es así. 

Las buenas intenciones de Smith se cruzan con los intereses creados del grupo de poder. La razón: un territorio natural y salvaje cuya propiedad se mantiene en secreto para poder construir ahí una gran represa generadora de energía. Huelga decir que los dueños están sentados en el Senado o dominan los medios de comunicación, por lo que harán lo que les convenga con la imagen del pobre Smith.

¿Suena conocido?

Las historias se parecen todas y las películas también, pero entonces ¿qué hace funcionar perfectamente a este film después de más de ochenta años?

Puede que sea porque el tema porfiadamente aparece y vuelve a aparecer en múltiples latitudes. Hoy, cuando la evidencia de la sobreexplotación de los recursos naturales nos tiene planetariamente al borde del desastre final, ver Caballero sin espada nos permite comprobar que no fue Greta Thunberg la primera adolescente comprometida con la defensa del medio ambiente. Aquí están los niños de esta película, cuya importancia en el argumento es comparable a la del coro en una tragedia griega.

Pero ayuda mucho a la vigencia del relato que la corrupción política no sea una exclusividad de un solo sector ideológico. Con manifiesta ambigüedad Capra no le pone apellido político a sus villanos ni a sus héroes, lo que contribuye a validar universalmente su denuncia. 

Es fácil observar que el relato apunta con el dedo hacia esos sectores enredados en lo que se ha dado en llamar, con elegante eufemismo, “conflictos de intereses”, práctica que ya parece parte del folclore de la democracia actual. 

Pero la fama de la película no sería tal si no hubiera detrás un cineasta de tomo y lomo, de aquellos capaces de hacernos comulgar con ruedas de carretas. Capra fue, al menos por un tiempo, uno de los mayores. Sólo él parecía tener el toque mágico para hacer funcionar situaciones que en teoría eran inverosímiles, pero que filmadas por él resultaban inolvidables. 

Un ejemplo al comienzo de la película: el gobernador sentándose a la mesa para cenar con su familia, compuesta de ocho niños de edades muy similares y todos con una conciencia política tan desarrollada como para imponer al padre, que más parece el abuelo, el propio candidato a senador por sobre otros más adecuados y conocidos postulantes. Nada hay menos verídico que una escena similar, pero esos niños poseen una energía visual que los hacen plausibles y todavía más, los hacen expresivamente potentes al anunciar el choque generacional que estallará después de la guerra. 

Fotograma de la película.

O la secuencia del nada sutil James Stewart paseándose por los monumentos de Washington, filmada con sucesivas sobreimpresiones, como para ilustrar la ingenua ensoñación que vive el protagonista y también para burlarse de ella. El ritmo sostenido, la galería de personajes secundarios, el famoso discurso de veinticuatro horas –que tiene su versión criolla en la célebre intervención de hace unos días del diputado Naranjo– y la idea básica que el bien triunfará de todos modos, son todos elementos que así descritos resultan indigestos, pero que vistos hoy en pantalla son la manifestación de un cineasta que lograba hacer funcionar la más boba de las historias, mientras fuera capaz de transmitir la idea, bastante elemental en realidad, que es bello vivir, como lo dice uno de sus títulos mejores. 

Para que eso fuera posible Capra exploró las virtudes del vecindario, la buena voluntad individual, los sentimientos familiares y la necesidad de defender la democracia americana, incluso del fascismo que a él tanto atrajo durante un tiempo.

Capra no era un ingenuo conservador, como se ha dicho a menudo. Nada de su mundo poético era un invento personal desganchado de la cruda realidad. Siempre se sintió en deuda con la experiencia de lo real y de las emociones colectivas. Ahí están para demostrarlo sus documentales de la serie Why we fight, que es de lo mejor filmado durante la Segunda Guerra Mundial y que nada ha perdido de su fuerza como testimonio. Entre el realismo y la voluntad de sublimación, el arte de Capra supo elevarse a la remota altura de las verdades más deseadas, o soñadas, que comprobadas. No por eso menos importantes.

Obviamente tal equilibrio no podía durar para siempre y los años cincuenta vieron el declino irremediable del maestro de las fábulas sociales. 

Caballero sin espada puede no ser la mejor de sus películas, pero si una de las más populares. Y eso puede deberse a que la realidad ha hecho muchos esfuerzos por parecerse a ella. Por algo será. PP

Caballero sin espada (Mr. Smith goes to Washington). Director: Frank Capra; Intérpretes: James Stewart, Jean Arthur, Claude Rains, Beulah Bondi, Thomas Mitchell. Estados Unidos, 1939, 129 minutos   

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