Las trilogías requieren obsesión y una capacidad de hurgar en una corriente trifásica del alma humana. Esto es cosa rara en el ámbito anglo-sajón, hoy dominado por las franquicias, y menos en el latinoamericano, acorralado en busca de originalidades y temas corregidos por la moda política del momento. De todos modos nunca fue tendencia por estos lados. Pablo Larraín, haciendo camino al andar, se ha atrevido a acercarse al misterio de tres mujeres, nada de cercanas ni amables, por eso mismo fascinantes y necesarias.
La Orestíada de Esquilo, compuesta por tres tragedias sobre Orestes, asesino de una madre asesina que enfrenta al primer jurado de la historia, pudo servir de modelo para Occidente. Habría que mencionar los Evangelios, que cuentan la misma historia, aunque por autores diversos. Quizás si Wagner intentó desafiar al referente griego con sus cuatro óperas alrededor del Anillo de los Nibelungos.
En cine han sido los italianos los que mayores éxitos han logrado en este terreno, quizás por ese modelo poético descomunal bajo cuya sombra se ha cobijado toda su narrativa: La Divina Comedia, en la que Dante se hace guiar por Virgilio en dos de sus tres partes, cuya Eneida se la vio siempre como la continuación ideal del díptico Ilíada y Odisea que Homero compuso, o recompuso, según los que lo ven como recopilador folclórico.
El tríptico de la post-guerra que Roberto Rossellini realizó, para dirigir a su entonces esposa Ingrid Bergman, ha necesitado décadas para ser comprendido y apreciado a cabalidad. En su momento el escándalo que acompañó al cineasta y a la actriz (ambos abandonaron a sus respectivos cónyuges para irse a vivir juntos y procrear tres hijos, ¡a comienzos de los cincuenta!) fue de tales proporciones que todo su trabajo se vio condenado antes de ser visto. Stromboli, Viaje a Italia y Europa 51 hoy son consideradas como la piedra fundacional del cine moderno. El primero en recibir sus beneficios fue Michelangelo Antonioni con su Trilogía de la Incomunicación (La aventura, El eclipse, La noche) que permanece como cumbre de su cine. Pier Paolo Pasolini y su Trilogía de la Vida (Decameron, Los cuentos de Canterbury, La flor de las mil y una noches) con sus explicitaciones sexuales y picaresca popular, fue el mayor éxito de taquilla que tuvo el cineasta, además de poeta, dibujante y novelista.
Ingmar Bergman y su Trilogía sobre el Silencio de Dios (Detrás de un vidrio oscuro, Luz de invierno, El silencio) será seguida por otra sobre la Culpa (Persona, La hora del lobo, Vergüenza). Obsesivo el sueco, pero se detendrá aquí en los ordenamientos programáticos.
La alemana Margarethe von Trotta ha dedicado a tres grandes alemanas de la historia sus Rosa Luxemburgo, Visión (Hildegard von Dingen) y Hannah Arendt, las tres protagonizadas con reconocida solvencia por Barbara Sukowa, que físicamente no tiene ningún parentesco con los personajes históricos, sin que eso le importe a nadie dados sus convincentes resultados.
Nada de esto parece aludido, ni remotamente, como modelo a la trilogía sin nombre que Pablo Larraín ha formado, al menos hasta ahora, alrededor de tres mujeres famosas y sofisticadas del siglo XX occidental. Buscar una razón significativa para tal elección es perfectamente inútil. Quizás lo importante es lo que corre por dentro, más que por fuera de los personajes, para darle a esta trilogía un sentido mayor que la mera coincidencia anecdótica.
Larraín ha afirmado que no existía una planificación de hacer tres películas sobre un motivo similar. Es lo que en general dicen los autores, siempre con la mayor sinceridad. Pero las elecciones de los personajes y sus formas de relatarlos son coincidentes en demasiados aspectos como para decir: “me resultó así”.
Una revisión de los personajes y de sus resultados cinematográficos.
JACKIE
Jacqueline Lee Bouvier (1929-1994), viuda Kennedy, viuda Onassis, tuvo una educación esmerada de niña de la alta sociedad estadounidense. Sabía hablar francés y español, algo insólito en su país en esa época. Tenía además estudios en historia del arte y periodismo, todo lo cual aplicó con esmero en su rol de primera dama cuando su marido John Kennedy alcanzó la presidencia de Estados Unidos.
Todo parecía indicar para ella un rol de representación que le quedaba muy bien a su buen gusto, a su cultura y a su educación de esposa perfecta de un político con barniz progresista. Pero ella era algo más, era una mujer decidida a construir una imagen de sí precisa y acorde con su autoestima y ambiciones. Carecía de belleza, pero tenía el porte preciso, la figura esculpida por la disciplina y el rigor para inducir a su entorno a seguirla en lo que se proponía. Casi siempre lo logró. Falló en hacerse aceptar su segundo matrimonio con el millonario griego Aristóteles Onassis, un personaje nada de diáfano , ni refinado, ni culto como ella. Después de enviudar nuevamente no se volvió a casar y se dedicó a su profesión de periodista en revistas de lujo, diseño y decoración.
En Jackie (2016) es interpretada con gran precisión y dominio por Natalie Portman, que es capaz de entregar una imagen semejante a la que el público tiene del personaje, pero al mismo tiempo de controlar que dicha imagen sea la que ella desea, no la que verdaderamente es. Si aparece fumando en pantalla es para decirle al periodista que debe entrevistarla que ella no fuma. ¿Entendido? De hecho la entrevista de la película sirve para imaginar la que pudo ser, sin las ediciones que ella imponía, como a todo lo que la rodeaba. Famosa fue su insistencia en seguir usando el vestido Chanel manchado con la sangre de su marido para que fuera vista, fotografiada y recordada así, borró de ese modo cualquier duda sobre la sombreada vida matrimonial que tuvieron.
La gélida actuación de la Portman es el mayor de los méritos por el cual la película se sostiene en todo momento, además de un guion que sabe barajar la información histórica con la ficción, que en todo momento alude a una verdad conjetural. La entrevista (que nadie puede asegurar que no haya existido, pero que nunca fue publicada en algún medio) es la construcción que la viuda Kennedy diseña para prepararse al funeral que ha decidido dar a su marido, a pesar de los consejos en contra de todo el aparato de seguridad. Si bien el relato sabe escapar de la linealidad cronológica y de las infaltables preguntas sobre el verdadero responsable del asesinato, el misterio de la protagonista no alcanza un nivel de intensidad tal como para instalarse certeramente en la imaginación del espectador. Si bien la realización tiene variados méritos, algo de falso se cuela en la puesta en escena, lo que se evidencia en la escena del funeral, que debiera ser la apoteosis del relato y quizás de la construcción ficticia de la propia Jackie. Pero ahí todo se enfría, sin que un nuevo elemento sustituya a la información que ya poseemos.
SPENCER
Diana Frances Spencer (1961-1997), hija del séptimo conde de Spencer, Lady Diana, su título antes de su matrimonio, fue una chica tímida, insegura de sí, mala estudiante y acosada por disturbios emocionales frecuentes, al parecer debidos a la tensa relación que sostuvo con sus padres divorciados. Su cercanía frecuente con la familia Windsor le permitió conocer al príncipe Carlos cuando era una niña, siendo su hermana mayor novia ocasional del príncipe. La historia de su matrimonio desdichado es de las más públicas vidas privadas que pudieran darse. Como también su transformación de chica tonta, pero fotogénica, en una personalidad de tal carisma que terminó opacando la de su esposo, aun después del divorcio. Su trágica muerte la colocó en un nivel mitológico, que sigue echando sombra sobre la familia real británica.
La más famosa de las princesas de Gales en siete siglos, aparece encarnada por Kristen Stewart, una actriz eficaz, de moda, bonita y que gusta a los jóvenes. Nada de esto promete mucho. Comentario de una publicación británica: “¿Qué puede saber un cineasta chileno de cómo sería una princesa británica?”. Frases aun peores aparecieron en la prensa europea antes del estreno de la película, pero todo se olvidó después de la presentación en el Festival de Venecia. La Stewart fue aplaudida unánimemente.
También aquí el personaje protagónico, visto puertas adentro, está en el umbral de una nueva vida y sus conflictos emocionales son de envergadura. Pero a diferencia de la viuda Kennedy, a la princesa le queda la posibilidad de no dar el salto vertiginoso que le significa separarse de su marido. El relato se centra en la última Navidad con los Windsor en el palacio de Sandringham, curiosamente al lado de la casa en que Diana había nacido.
Tampoco aquí el relato es lineal o cronológico. Lo real se combina con lo imaginario y la semejanza física importa menos que los detalles de la ambientación y del vestuario. A ratos el relato se dispara hacia un lirismo que no sostenido con coherencia. En otros, los laberintos sicológicos están bien servidos, especialmente por la notable actuación del conjunto de los personajes secundarios, que apoyan el entrañable retrato de la princesa que logra la Stewart, muy controlada en no intentar una imitación del ícono, sino que en darle espacio a las contradicciones y límites de una mujer demasiado célebre, demasiado pronto.
Quizás el problema de la película es que todos ya sabemos desde el principio en qué irá a terminar. Eso hace que el relato dure menos que la película y que las reiteraciones se vuelvan un lastre para el guion. También el filme salta arbitrariamente entre lo omnisciente y lo subjetivo, sin con ello ganar en sugerencia.
Importancia fundamental alcanza el vestuario, encarnación de lo que es hoy la monarquía, con sus necesarios ritos y símbolos, a los que Diana parece no saber representar con propiedad, pero que termina habitándolos con una emocionalidad que parece todavía más humana que toda la institución.
MARÍA
María Callas (1923-1977) fue única. Aun quienes no amaban su voz y los que detestaron compartir con ella tuvieron que reconocer que no es posible casi compararla con nadie. No es raro que su destino fuera la soledad. Igual que Jacqueline y que Diana, aunque no solo en eso se podían parecer. También poseían fuertes carencias afectivas y sensibilidades sociales, quizás como forma de sentirse directamente útiles para la humanidad que las había envuelto en los oropeles de la fama y que luego las apilaría en la hoguera del gran espectáculo.
A diferencia de las anteriores protagonistas, María vino de cuna modesta y vivió una infancia muy dura a causa de la Segunda Guerra. Nacida en Nueva York, pero crecida en la Grecia de sus padres, fue la hija menor al parecer no deseada. Todas las tragedias desatadas sobre el país trágico por excelencia, le tocó vivirlas y después cantarlas. Debutó en la Ópera Real de Atenas durante la ocupación nazi, lo que una vez terminada la invasión le significó una acusación de colaboracionismo que la dejó sin trabajo. Se fue a Nueva York y de ahí a Italia, donde su suerte cambió después de muchas vicisitudes. Es probable que todo eso haya contribuido a darle un timbre dramático a su emisión y afinara sus capacidades escénicas innatas. Ya entonces empezó a destacar por la intensidad que era capaz de transmitir, por la versatilidad con que manejaba su línea de canto y por la agilidad para alcanzar un registro de tres octavas completo.
Al final de la década del 40 ya era muy apreciada, pero su aspecto físico no la ayudaba a dar el salto a la auténtica fama. Cuando logró imponerse una disciplina férrea que la volvió delgada y elegante, nada la detuvo. Recorrió casi todo el repertorio para soprano del Bel Canto, es decir del estilo de las máximas agilidades vocales (Bellini, Donizetti, Rossini) para después enfrentar la madurez dramática de Verdi (Traviata, El trovador, Rigoletto) y el mayor realismo de Puccini (Madame Butterfly, Turandot y Tosca, personaje con el que debutó y con el que cerró su carrera).
Durante una década, María Callas cantó en todos los registros de su cuerda, incluso una Carmen, rol que es para mezzo-soprano. Pero solo en italiano y en francés. Evitó cuidadosamente el alemán, el ruso y el inglés, cuyas pronunciaciones no se le daban bien.
A fines de los 50 estaba agotada. Ahí apareció el millonario Aristóteles Onassis, se enamoró de él y dejó de cantar para intentar transformarse en su esposa. Después de nueve años de relación, de un hijo nacido muerto y del declive de su voz, se enteró por la prensa que su amado Ari se casaba con la viuda de Kennedy.
Sería el comienzo del fin.
La película Medea (1969) de Pier Paolo Pasolini fue un intento de regresar a la actuación en una versión brechtiana de la tragedia de Eurípides, filmada con más inteligencia que pasión, pero que ha quedado como único ejemplo de la capacidad dramática de la Callas. Desgraciadamente no volvió a actuar en cine.
Intentaría volver a cantar y haría una gira que solo confirmó que sus días de gloria habían ya terminado.
En la película de Larraín ella está dependiente de los barbitúricos, acompañada por la cocinera y el mayordomo en su lujoso departamento parisino, intentando, o haciendo como que intenta, recuperar su don principal. Sabemos también desde el principio en qué terminará todo, pero no sabemos suficiente sobre en qué se basaba el prestigio enorme de la cantante, excepto porque los personajes lo dicen. Hay que reconocer que no era fácil darle vida cinematográfica a ese problema. No basta escuchar su voz en pantalla, con Angelina Jolie dándole toda su energía a una emisión que ya no llegará perfecta.
En realidad había en esa voz, maravillosa, pero no bella, un eco de alarido arcano y misterioso, domado por una civilización que parece estar llegando a sus postrimerías. Nada de ello es fácil de visualizar.
Como en los casos anteriores, en María el trabajo protagónico es altamente convincente y muy bien dosificado en recorrer las emociones de la vulnerablidad. Jolie juega a la actuación de la actuación y eso, que es difícil, encuentra la perfecta complicidad de la dirección de Larraín. Combinando, con alguna obviedad, el presente, lo ensoñado y los recuerdos, evidentemente seducido, a ratos alargando y otras omitiendo información, Larraín expone suntuosamente el declive de una voz y la permanencia del cuerpo que la contenía.
Decía Luchino Visconti que la Callas fue la mayor actriz existente desde Eleonora Duse, gran trágica italiana y contemporánea de la mítica Sarah Bernhardt. Visconti las había visto actuar, así es que sabía lo que decía. De Callas hoy solo existe una grabación audiovisual del segundo acto de Tosca, grabado en 1959 en la Ópera de París. Lo demás son unos pocos recitales y la película de Pasolini. Y los discos. Pero de su Traviata no hay una sola grabación obtenida en condiciones óptimas en estudio. Tampoco hay un solo registro audiovisual de su Lucia de Lammermoor, de cuya escena de locura hay testimonios de verdaderos estados de trance por parte de la intérprete.
Quizás sea el misterio de estas tres mujeres el que no esté bien dosificado en el total de la trilogía. Quizás sea la información filológica (en los tres casos es muy detallada la reconstrucción de vestidos y ambientes) termine explicando más de lo que pretendía y finalmente salimos del cine pensando: “pobrecita, cómo sufrió”. Quizás habría que plantearse sobre la contribución que cada una hizo al altar en que las situamos y la fascinación que les pudo producir el propio martirio, que en todos los casos era ofrecido a la masa hambrienta de una catarsis que solo ellas eran capaces de producir a cambio de la propia aniquilación.
¿Un gesto arcaico de una sociedad patriarcal?
¿Una forma de sublimación de amores nunca correspondidos?
¿Negación neurótica de sí?
Tres mujeres nada de tontas, nada de débiles y mucho menos ignorantes de su propia situación y talentos, pero de todos modos convictas de un sistema que las adornó con sus mejores galas (que Larraín ha sabido valorizar con perspicacia y buen gusto) para elevarlas al viejo altar de los sacrificios humanos, ese que seguimos necesitando para amalgamar nuestras sociedades, de tan educada, precaria y dosificada solidaridad.
Jacqueline, Diana y María nos han permitido el llanto compartido, aquel que requerimos antes de encerrarnos en el propio cubículo de la propia alienación favorita.